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Tribuna
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Los mapas ya no son firmes

Con el cambio climático se erosionan las costas, se reducen las masas verdes, se van agostando los ríos. Resultó que al tiempo que mejorábamos el estudio científico de lo que nos rodeaba, lo íbamos destruyendo

Ruinas emergidas por el bajo nivel de la presa de Cabril, en Portugal, este verano.
Ruinas emergidas por el bajo nivel de la presa de Cabril, en Portugal, este verano.MIGUEL PEREIRA (REUTERS)
Lola Pons Rodríguez

Entre las explicaciones biologicistas que se han dado al comportamiento humano está la extraviada idea de que el clima modifica la lengua y es responsable de cambios lingüísticos. Una no sabe si sonrojarse o arrojar airadamente los papeles por el aire cuando lee o escucha en circuitos de pseudociencia ideas como que el calor en las casas y la (¿consecuente?) convivencia callejera hace que los andaluces hablemos mucho y que por eso gastamos los sonidos (como si abanicarse fuera erosionando las eses finales) o que en los climas tropicales las lenguas son más simples o que a más frío mayor complejidad gramatical. Folclore, supremacismo y una especie de creencia determinista en la interrelación entre la posición de la Tierra y el comportamiento lingüístico dieron lugar, sobre todo en el siglo XIX, todavía sin una Lingüística desarrollada como ciencia, a estas ideas peregrinas, que de vez en cuando algún iluminado por la bombilla de la ocurrencia defiende en alguna red social.

Y no, no es así, el calor y el frío no determinan la arquitectura de nuestras lenguas ni nuestra pronunciación. En Andalucía perdemos las consonantes finales porque ese es un proceso secular de modificación de la estructura de las sílabas del español, que afecta a muchos dialectos hispánicos, no exclusivamente al andaluz; las lenguas que se hablan en zonas tropicales pueden tener estructuras de casos tan aparentemente complejas como las que se usan en algunos idiomas centroeuropeos y pasar frío o calor no implica ninguna pronunciación particular. El clima no cambia la lengua.

Pero, a su manera, en la lengua sí rebotan los hechos meteorológicos que han preocupado a nuestros antepasados. Atenazados hoy por los incendios y por una inquietante subida de las temperaturas, se nos olvida que mirar al cielo y preguntarse por lo que venía es un gesto humano secular, que la gente de campo (la mayoría de la población, por cierto, hasta el siglo XX) cifraba en los vaivenes de lluvia y sol su cosecha, que era lo mismo que decir su futuro, su tierra firme, y que, sin el desarrollo científico de lo que hoy llamamos meteorología, se fue elaborando un conocimiento del entorno ambiental inmediato basado en la mera observación empírica; los ciclos de temperatura eran nombrados de forma impresionista, definidos con principios a modo de refranes, sin la precisión y el refrendo de la meteorología pero con notable pericia. La meteorología recibe su nombre del griego meteóros (lo que está en el aire), ayer y hoy miramos al cielo con la misma inquietud, pero cambian los instrumentos con que podemos describir los hechos.

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La ciencia nos ha cambiado la forma de presentar el tiempo y de representarlo. El léxico meteorológico ha salido del diálogo de los especialistas y, a veces con bastantes imprecisiones, se ha colado en nuestro vocabulario: desde los frentes fríos a las masas de aire, las precipitaciones o la presión atmosférica. La iconografía meteorológica también ha cambiado nuestra forma de representar la realidad, y eso es aún más importante que el vocabulario. Esos pronósticos que nuestros abuelos llamaban el parte del tiempo popularizaron en los medios (primero la prensa, luego la televisión) la presencia de mapas; la cartografía, vetusta práctica de siglos, trascendió los ámbitos aplicados en que vivía (la estrategia militar, la marinería) y pasó de ser herramienta cosmográfica a, también, herramienta meteorológica.

Es un logro de la meteorología la transición entre esa especialización de la cartografía y su generalización actual. Hoy podemos ver nuestro país representado en bloque o en detalle, como poco, en media docena de mapas del tiempo dentro de un solo telediario y se ha expandido el uso de mapas a disciplinas que no usaban en principio de esas representaciones geográficas. Eso es un enorme cambio comunicativo, aunque no estrictamente lingüístico. Desde el siglo XX ha ido creciendo el uso de mapas (la dialectología hace mapas lingüísticos, la economía desarrolla mapas de índices socioeducativos...); los aeroplanos empiezan a poder fotografiar superficies amplias y los mapas entran como objetos decorativos en las casas. Entendiendo que los mapas son guías, actualmente hay incluso quien habla de mapas de comportamiento o de mapas de titulaciones universitarias, sin que haya siquiera una representación cartográfica subyacente.

Vivimos en un tiempo de mapas. Viejo patrimonio de los navegantes, los portulanos, libros que recopilaban los mapas de redes de puertos, son sustituidos por nuestros actuales navegadores por satélite. Todos llevamos ya un portulano encima. Pero, a lo que parece, el cambio climático va a ir modificando esos portulanos: se erosionan las costas, se reducen las masas verdes, se van agostando los ríos. Nos parecían inalterables las masas de tierra firme y agua de los planisferios. Y resultó que al tiempo que mejorábamos el estudio científico de lo que nos rodeaba, lo íbamos destruyendo y ni la cartografía tiene ya la tierra firme bajo sus pies. La tierra de los mapas está tan en el aire como la rosa de los vientos.


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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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