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Tribuna
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Desaparecer

Escribir es liberador, en medio de toda esta obligación de ser nosotros mismos, porque es desparramarse en otra cosa, volcarse, desintegrarse, volverse invisible, destruirse

Simone Weil.
Simone Weil.
Clara Serra

La identidad es la nueva religión contemporánea y “ser uno mismo” su principal mandamiento. Como dice Eudald Espluga (No seas tú mismo, 2021) la cultura de la autenticidad personal es constantemente promocionada a través de las redes, los discursos de autoayuda y la doctrina del self-encouragement que las empresas dirigen a los “empresarios de sí mismos”, es decir, a los trabajadores asalariados. Ni el arte ni la escritura sobreviven a ello. Solo hace falta darse una vuelta por internet para encontrar multitud de blogs sobre cómo “aprender a escribir de una forma personal” o cómo “descubrirse a uno mismo a través de la escritura”. En medio de todo este marketing de nosotros mismos y nuestra auténtica personalidad, se nos vende la escritura como una autoimagen más. En realidad, todo ese discurso mainstream sobre el arte, el pensamiento o la escritura como expresión de “lo personal” no es sino la conversión de todas esas cosas en mercancía, imagen, objeto estético consumible, enésima versión del solipsismo neoliberal y la mística individualista new age.

Y contra la mística barata de hoy nada mejor que una buena mística de verdad. Simone Weil es una pensadora extraña e inclasificable. Una sindicalista revolucionaria que formó parte de la Resistencia francesa y de la Columna Durruti, una platónica en el siglo XX, una activista política radical que defendió lo sagrado. Contraria a toda mistificación de la persona y lo personal, Weil defendió la humildad —que implica una aniquilación del yo— como condición para el conocimiento o el arte. “Lo sagrado, lejos de ser la persona, es lo que en un ser humano es impersonal” (La persona y lo sagrado, 2014). Y es que la verdad o la belleza, lejos de haber sido creadas o inventadas por grandes personalidades “habitan ese dominio de las cosas impersonales y anónimas”.

Decía Sánchez Ferlosio que “la modestia es un rasgo propio de la ciencia”, porque el que quiere conocer, al “mantenerse volcado totalmente hacia el interés por el objeto, tiende a sumirse de manera espontánea en un mayor o menor olvido de sí mismo” (Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, 1987). Esa dependencia del sujeto hacia el objeto, ese someternos a otra cosa distinta de nosotros mismos, es, en el fondo, la manera de conseguir la independencia en la creación artística o en el pensamiento. Como dice Weil, “son precisamente los artistas y los escritores más inclinados a considerar su arte como la realización de su persona los que de hecho están más sometidos al gusto del público”. Solo los malos pensadores y los malos artistas aspiran a hacer solo algo personal y a hablar solo de sí mismos. Solo los mediocres y los arrogantes creen que su obra viene solo después de ellos y no existía de algún modo antes. Los buenos, como Miguel Ángel, consideran que la escultura ya estaba dentro de la piedra y que su trabajo ha sido eliminar el mármol que le sobraba.

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Vivimos cada vez más atrapados en una esclavitud narcisista. Y contra ese capitalismo del yo, contra esa asfixiante obligación de producir nuestra propia autenticidad, contra ese mandato de vendernos en el mercado de los autorreflejos, el mensaje de Weil es antisistema. Defendamos el arte y el pensamiento como algo sagrado e impersonal. Y defendamos la escritura. Defendámosla como un camino no para encontrarnos, sino para perdernos. Si la escritura se sustrae en algún sentido a la lógica del consumo y la propiedad es porque escribir tiene que tener que ver con lo impropio, porque es volcarse en “lo otro”, ir más allá del yo, olvidarse de uno. Se trata justamente de querer que nada nos pertenezca una vez lo escribimos, pero también de que cuando escribimos aspiremos a que nada nos perteneciera antes de escribirlo. Las ideas verdaderas, como las obras de arte bellas, merecen ser escritas justamente porque no son nuestras, porque se pertenecen a sí mismas, porque tienen su propia objetividad, porque son independientes, porque no nos deben nada a nosotros sino nosotros a ellas. Si de algo nos libera buscar la verdad o la belleza es justamente de nosotros mismos. Y por eso escribir, si es de verdad escribir, como pensar, si es de verdad pensar, es una herida al narcisismo, una brecha en la obsesión egocéntrica del ensimismamiento, una raja en el individuo. Escribir es liberador, en medio de toda esta obligación de ser nosotros mismos, porque es desparramarse en otra cosa, volcarse, desintegrarse, volverse invisible, destruirse. Desaparecer.

Defender esa desaparición es revolucionario. Porque es revolucionario, en los tiempos en los que todo es espejo, todo es imagen, todo está en venta, todo tiene precio, defender que, en realidad, no todo lo tiene. Que no tienen razón los publicistas del régimen, los coachers y los mercaderes. Que la libertad no es buscarnos a nosotros mismos para vendernos a nosotros mismos, sino someternos, en un acto de libertad, a cosas que tienen valor en sí mismas. Que, como dice Weil, “nada inferior a esas cosas es digno de inspiración a los hombres y mujeres que aceptan morir”.

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