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Columna
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Hay una sensación graciosísima, irreal sólo a ratos, según la cual quien se va de Madrid cuando no toca, lo que hace es entregar las armas; y otra sensación, más palpable y terrorífica, según la cual le obligan a entregarlas

Vista panorámica de Madrid desde el parque Cerro del Tío Pío, en Vallecas.
Vista panorámica de Madrid desde el parque Cerro del Tío Pío, en Vallecas.ALEX ONCIU
Manuel Jabois

Hace unos días, cuando preparaba y luego publiqué un artículo sobre Blanca Andreu en EL PAÍS, hubo frases o reflexiones de ella que me llamaron la atención cuando las escuché, otras cuando las escribí, y unas pocas, las menos, cuando las leí. A todas las que pude traté de aportar luz indagando más sobre ellas, y otras las dejé pasar porque más importante que saber adónde puede llegar un desconocido, por periodista que sea, a la vida personal de alguien, es saber hasta dónde, de ningún modo, podrá llegar. Hubo algo, sin embargo, que se me escapó por completo cuando se lo escuché, cuando lo escribí y cuando me lo leí (trasladar el material del se al me es la vertiginosa praxis periodística). Sólo en una relectura, dos días después, me di cuenta del desolador poder de esta frase, y todo lo que fatídicamente esconde: “Se contó que yo me había retirado porque me fui a vivir a A Coruña, y me empezaron a dejar de llamar”. Se tomaron en serio, los potenciales empleadores de Andreu, lo de ”vivir na Coruña que bonito é; andar de parranda e durmir de pé”.

El fenómeno no es nuevo (de hecho, antes de internet era un fenómeno peor), y tampoco exclusivo de una gran ciudad sino de todas, pero se observa mejor cuando se vive dentro de una, alguien se va a su pueblo a 70 kilómetros y se le despide como si se fuese a la muerte, con 37 años recién cumplidos, con un abrazo que ni su padre antes de la boda. La autoconsciencia de Madrid como ente ha sido tan grande durante años que, cuando uno se iba de la ciudad, parecía dejar de existir para los que seguían en ella, como si al salir, las carreteras se autodestruyesen automáticamente. O algo mejor aún: te ibas porque habías fracasado. O querías bajar el ritmo de trabajo, o jubilarte, o tenías una enfermedad incurable y volvías a morir al pueblo, como un elefante con tumores. Todas esas suposiciones. Porque parecía —aún ahora lo parece— imposible irse de Madrid con 50 años porque siente uno directamente que ha triunfado en la vida, y se ha comprado una villita en un pueblo de bicicletas, o quiere criar a un niño en una plaza con árboles y media docena de casas alrededor.

No se menciona, o no suele hacerse, que hay un sistema productivo que favorece la absorción de tiempo, talento y dinero hasta el punto de que mucha gente que está en Madrid no consigue ver Madrid como una ciudad en la que vivir sino que conquistar, y tampoco una herramienta con la que disfrutar (mucho), sino con la que pelear para poder hacerlo. Y esto ocurre entre estudiantes, chicos con empleos precarios expulsados del centro para hacer sitio a inversores cuyo interés en el suelo es explotarlo y no ocuparlo, y en ejecutivos que trabajan 13 horas al día y cobran un dineral con un objetivo: mirarlo. O peor, ahorrarlo para cuando puedan gastarlo, que será cuando se desenganchen de lo que realmente les gusta: mirarlo. El caso es que hay una sensación graciosísima, irreal sólo a ratos, según la cual quien se va de Madrid cuando no toca, lo que hace es entregar las armas; y otra sensación, más palpable y terrorífica, según la cual le obligan a entregarlas, como le ocurrió a Blanca Andreu. Pero esto tiene que ver con Madrid, con las redes sociales y con todo: la obligación moderna de estar, que no exige prácticamente nada salvo no desaparecer, dejarte ver, estar disponible en la máquina para cuando alguien te quiera consumir.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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