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Tribuna
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Para aprender hay que escuchar, esa era ‘La clave’

La cultura de la Transición se vertió en una televisión con riqueza de caracteres humanos, en la que no daba miedo parecer raro u original y no se linchaba a los que saben

De izquierda a derecha, el periodista José Luis Balbín, Miquel Roca (CiU), Alfonso Guerra (PSOE), Santiago Cariillo (PCE), Manuel Fraga (AP), Xabier Arzalluz (PNV) y Agustín Rodríguez Sahagún (CDS), en un debate de 'La Clave' el 1 de octubre de 1982.
De izquierda a derecha, el periodista José Luis Balbín, Miquel Roca (CiU), Alfonso Guerra (PSOE), Santiago Cariillo (PCE), Manuel Fraga (AP), Xabier Arzalluz (PNV) y Agustín Rodríguez Sahagún (CDS), en un debate de 'La Clave' el 1 de octubre de 1982.Marisa Flórez

De La clave se puede decir que era cosa de hombres, como el coñac del anuncio. Pero el único programa de la época donde se atisbaba la paridad era, a pesar de su título, El hombre y la Tierra. De éste, el debate de Balbín tomaba su autenticidad. Las cárcavas, los barrancos, las vaguadas, toda esa verdad geodésica se convertía en La clave en un hemiciclo de sillas, que tenía a la vez algo de ocho hombres sin piedad por lo cerrado y opresivo. Los participantes llevaban sus papeles para consultarlos, no para enseñarlos a las cámaras. La legitimidad venía por la palabra, no por la imagen.

La claridad del lenguaje de Félix Rodríguez de la Fuente encontraba en La clave un reflejo, que nacía del temperamento de los contertulios, del toma y daca limpio y abierto entre posturas enfrentadas. Traían en sus rostros los invitados el callo del estudio y del exilio. También, el aire de desempeñar una responsabilidad política, científica, cultural. Cuentan que, en el plató, Balbín guardaba una botella de whisky bajo su silla. Se bebía a la vez que se vivía. Así era aquel tiempo. Ante la fauna ibérica descubierta para todo el mundo (parte del mundo eran los hombres y las mujeres que habían tenido que dejar las cárcavas, las vaguadas, el vuelo del águila, la raposa, la comadreja, la garduña, todas estas palabras que tantos espectadores ya nunca más iban a usar, pues se emigra también de las palabras), La clave le descubría a una cantidad menor de espectadores (el personal prefiere la vida salvaje a la barbarie de los libros) que en la vida, además de vistas, había puntos de vista.

Daba mucho miedo la música de la cabecera. La compuso Carmelo Bernaola (también fue autor de El cocherito leré). Con Antón García Abril (creador, entre otras, de la sintonía de El hombre y la Tierra), Bernaola representaba la introducción de las vanguardias musicales en los programas de televisión. Sólo había entonces una sintonía que diera más pánico que la de La clave. La del programa Más allá, que dirigía el doctor Jiménez del Oso. Balbín era al diálogo lo que Jiménez del Oso al monólogo. Todo en Balbín era platónico (sus diálogos tenían algo de banquete y algo de república). A Fernando Jiménez del Oso le iba más lo metafísico. Tuvo una poética aristotélica del más allá, de lo misterioso. Su estilo lo había tomado de clásicos en el olvido, como Charles Fort, y ahora también su manera de hacer ha quedado relegada. En Balbín, en su aspecto, palpitaba la sombra de un filósofo generacional. De la mezcla de Fernando Savater y Chicho Ibáñez Serrador, salía José Luis Balbín. No sólo icónicamente.

Con el concurso Un, dos, tres..., responda otra vez, que había inventado Chicho, compartía La clave una riqueza de caracteres humanos, una diversidad de personal, y esta variedad se manifestaba en el programa de Balbín en pluralidad de ideas. A los serios y circunspectos invitados de La clave, no les daba miedo ni vergüenza parecer raros, resultar originales. Porque la personalidad entonces no se había convertido en algo tratable con fármacos, sino que emanaba de la persona. Para ser, bastaba con la persona y con su palabra. En el Un, dos, tres..., sucedía lo mismo. Celebraba el triunfo de la gente. Es lo que se ve, por ejemplo, en cualquier escena de Brueghel (en Brueghel el Viejo, incluso en El triunfo de la muerte, está la victoria de haber vivido). Para participar en La clave se necesitaba dominar un tema en concreto; para jugar en el Un, dos, tres..., era suficiente con saberse las capitales del mundo o los nombres de los pintores más famosos. Por 25 pesetas cada uno, nombres de pintores famosos, por ejemplo, Brueghel, el Joven. ¡Brueghel, el Viejo! Otras 25 pesetas. Pero antes que a aquellos concursantes, los participantes de La clave se parecían más bien a Don Cicuta. Imponían con tanta gravedad. Saber siempre resulta elitista, sobre todo si se manifiesta que se sabe. O quizá no, y éste sea un tremendo problema de nuestra época: que se lincha a los que saben. Que lo que no es doncicutismo es subasta. O circo.

Al igual que en El gran circo de TVE, asimismo se diferenciaban en La clave dos partes fundamentales: la película (que la elegía Carlos Pumares) y el debate (que era lo más esperado, como la aventura de Gabi, Fofó, Miliki, Fofito...). En el debate, Balbín sostenía su pipa de persona a la que le gusta escuchar. Porque La clave no era un programa de hablar sino de escuchar. Para aprender hay que escuchar, eso lo sabía todo el mundo. Y no daba más vergüenza aprender, que mostrar que no se sabía. La cultura de la Transición era eso. La cultura.

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