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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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Putin teme a la UE más que a la OTAN

El asentamiento de valores democráticos en su entorno, más que de bases militares, es un peligro para el Kremlin

El primer ministro italiano, Mario Draghi; el canciller alemán, Olaf Scholz; el presidente de Francia, Emmanuel Macron; y el de Rumania, Klaus Iohannis, se reúnen con el presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, en Kiev, el pasado16 de junio.
El primer ministro italiano, Mario Draghi; el canciller alemán, Olaf Scholz; el presidente de Francia, Emmanuel Macron; y el de Rumania, Klaus Iohannis, se reúnen con el presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, en Kiev, el pasado16 de junio.LUDOVIC MARIN (AFP)
Andrea Rizzi

Pese a todas sus diatribas contra la ampliación de la OTAN, hay abundantes argumentos para considerar que lo que más teme Vladímir Putin no es el establecimiento de bases militares en su entorno, sino el de valores democráticos. El líder ruso pretende reafirmar una esfera de influencia, reconstituir lo que define como el “mundo ruso”. La adhesión a la OTAN de países de ese espacio que él considera suyo representaría obviamente un golpe terrible para sus planes imperiales y sin duda acarrearía consecuencias en los equilibrios militares. Pero nadie en su sano juicio piensa que la Alianza usaría ese nuevo perímetro para atacar directamente a Rusia.

En cambio, para el régimen autoritario de Putin, que galopa hacia los rasgos de dictadura tout court, la UE representa un adversario potencialmente más peligroso. Una ampliación del club europeo en su vecindad no solo amputaría planes imperiales: tiene atributos para hacer tambalear el propio régimen ruso. Porque la UE es el vehículo principal en Europa de valores democráticos, libertad, progreso social y prosperidad. Porque el arraigo de esos valores —y resultados— en una sociedad hermana y relevante como la de Ucrania representaría un ejemplo terrible para el régimen ruso. Un espejo nefasto para el Kremlin que probablemente alentaría reflexiones incómodas bajo el yugo represivo.

Por eso, la concesión a Ucrania del estatus de país candidato, decidido el jueves por la UE, es un paso de profundo calado. Conviene no olvidar que la crisis actual se precipitó cuando, hace casi una década, el presidente ucranio filorruso Víktor Yanukóvich trató de cortocircuitar el proceso de acercamiento de su país a la UE, lo que provocó las protestas del Maidán —representativas de la mayoría social favorable a ese acercamiento—, la brutal represión y todo lo que vino después.

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Pero conviene no ser ingenuos. No es de ninguna manera realista pensar que esa adhesión se produzca en los próximos años, ni siquiera en una década. Integrar un país que no cumple con los estándares es altamente problemático para la UE. Muchos otros esperan en la cola. Además, una vez dentro, Kiev podría invocar la cláusula de asistencia mutua de defensa de los Tratados (art. 42.7). ¿Iríamos a la guerra con Ucrania contra Rusia? Hay infinitas perspectivas problemáticas para dar ese paso.

Y es, por tanto, imperioso evitar que la procrastinación de ese paso genere amargura y decepción en una sociedad ucrania que de ninguna manera la merece. Hay que buscar vías para evitar un estancamiento. Debe haber apoyo, ahora, en la confrontación militar. Y debe haber, en cuanto se pueda, una poderosa, generosa contribución de la UE a la reconstrucción. La UE debe estar a la cabeza del plan Marshall para Ucrania. Además, no solo tendrá que mantener su correcta política de puertas abiertas a los ucranios, sino fomentar canales estructurales de conexión, desde el sector energético al educativo. Deben utilizarse las palancas disponibles de asociación económicas sin desvirtuar el valor del mercado único.

Pero la UE también deberá tener la generosidad de reconocer que eso tampoco será suficiente. No basta el recurso a estructuras existentes, el impulso por vías económicas y civiles. Este es un nuevo tiempo y un nuevo espacio, y requiere más. Es precisa una dimensión política. Y en ese sentido, es rotunda la lógica de la propuesta de Emmanuel Macron para constituir una comunidad política europea, que pueda aglutinar esa docena de países que del continente que aborrecen la agresividad rusa, pero que no pueden o no quieren integrarse en la UE. Desde el Reino Unido y Noruega hasta Ucrania y Moldavia. La UE debería aceptar que un espacio político de esas características —juntando unos 40 países frente a la amenaza rusa— cobre cohesión y vuelo. Los músculos son útiles y pueden resultar temibles. Pero inteligencia y valores pueden resultar armas invencibles.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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