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columna
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Mi ‘burnout’ maternal o que dejen de joder con la pelota

Madres y padres esperamos todo en realidad: queremos conseguir que sean felices. Nada más y nada menos. Así que más pronto que tarde acabamos agotados o frustrados

Maternidad
Un paquete de maternidad.
Nuria Labari

Leo en un texto de este mismo periódico que las madres hemos petado oficial y sociológicamente y que el síndrome de burnout parental ha pasado de ser el malestar de muchas (también de algunos, aunque lo peor de la crianza sigue pesando más para nosotras) a ser una nueva tendencia sociológica. El síndrome afecta a madres y padres que nos esforzamos por ser los mejores del mundo y terminamos sintiéndonos frustrados, agotados, solos y culpables. ¿Lo hacemos peor que nuestros padres? ¿Estamos poniendo etiquetas nuevas a los problemas de siempre? Yo creo que la parentalidad atraviesa uno de sus peores momentos pues afrontamos un modelo de crianza abocado a la más triste de las culpas. Así, madres y padres superados vamos saliendo poco a poco de los armarios del burnout mientras nuestros niños y adolescentes —que aún no son sociólogos y no han inventado etiqueta para su propio síndromehacen cola en las clínicas de psicología y psiquiatría.

A mi generación no le prestaron ni la mitad de la atención que la mía está prestando a sus hijas e hijos. Por no hablar de mis padres a quienes, igual que a la inmensa mayoría de abuelos de España, apenas los miró nadie. Se criaron en la calle y por su cuenta, como todos los niños de entonces. El viejo sistema los exponía a cualquier cosa que pudiera pasarles, a riesgos impensables hoy en día. Los padres se sentían antes dueños de sus criaturas que responsables de su felicidad. Y, como todo el mundo sabe, el resultado de aquella crianza fue que algunos niños salieron felices, otros desgraciados y unos pocos se perdieron por el camino. Casi todos con heridas que les ha llevado una vida revisar. Hoy hemos mejorado en muchas cosas, la crianza es más respetuosa y atenta, también más igualitaria y menos precaria que la de posguerra. Sin embargo, los resultados no son proporcionales al esfuerzo, ni para los padres ni para los niños. De hecho, padecemos una ola de adolescentes infelices tan importante que muchos especialistas la consideran pandémica. ¿Cómo puede ser que haciendo las cosas mejor los resultados sean iguales o peores? Yo creo que es porque hemos revestido a los niños por una necesidad de control tan exhaustiva que termina siendo asfixiante para ellos e insostenible para nosotras, sus madres (y padres).

Personalmente, confieso que he criado a mis hijas como si fueran objetos preciosos que requerían una atención y cuidado máximos. Antes de que llegaran al mundo ya leía sobre qué mochila era la mejor para cargarlas de un lado a otro, hice un máster en sillas seguras para el coche —incluyendo visionados en YouTube de simulacros de accidentes para comparar la protección de los distintos modelos—; leí a psicólogos que garantizaban el sueño de los niños con métodos contradictorios entre sí y me convertí en experta para decidir con criterio qué experto tenía razón. También aprendí lo que es el BLW —baby led weaning o método de alimentación complementaria para bebés—, me apunté a las clases de matronatación y a las de música y movimiento para bebés, elegí los juguetes de madera ecológica —sin saber muy bien por qué el plástico se había convertido en enemigo mortal de su entretenimiento—, trabajé para que recibieran relatos que no estuvieran marcados por los viejos roles de género y, por supuesto, atendí (y atiendo aún hoy) con interés y preocupación a cada una de sus demandas. Me esforcé tanto y me ocupé tanto de mi maternidad que hasta le dediqué una novela, cuyo título, La mejor madre del mundo, nació irónico y se está volviendo tragicómico con los años.

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Entonces no me di cuenta de que estaba alimentando un sistema que reviste a los niños con una necesidad de control asfixiante y a las madres y los padres nos convierte injustamente en los últimos responsables de una escalada de riesgos y control generalizada. Y digo injustamente porque garantizar el bienestar de nuestros pequeños no solo es imposible —la vida es algo que no podemos controlar—, sino que además ni siquiera depende de los padres cuando otras instancias tienen un impacto cada vez más alto en sus vidas: desde la educación a la sanidad pasando por internet y el imperio del smartphone, que más pronto que tarde termina dirigiendo su voluntad. De modo que el sistema de crianza no solo es perverso —nos hace creer que podemos garantizar su felicidad— y agotador —nos somete a exigencias incompatibles con el trabajo y la propia supervivencia—, sino que además termina reventado por un smartphone antes o después. Así que aquí estamos: toda una generación de padres entregados al control, la precaución, el amor y la felicidad de nuestras criaturas, enfrentados a una realidad donde la fantasía del control convive con un modo de vida más incontrolable (y peligroso) que nunca antes.

Los niños, que saben que lo han recibido todo y que de ellos se espera todo, se sienten culpables cuando algo sale mal. Las niñas y los niños no quieren defraudar a sus padres y sienten, desde muy temprano, que se espera mucho de ellos. No se puede cuidar tan amorosa y compulsivamente sin aplastarlos con expectativas, implícitas o explícitas. Al contrario, los padres esperamos secretamente mucho, lo esperamos todo en realidad: queremos conseguir que sean felices. Nada más y nada menos. Así que más pronto que tarde acabamos agotados o frustrados. La crianza que apuesta por el control de la felicidad no es capaz de tratar con el dolor. Y crecer es, antes o después, eso que duele. Con este panorama, la única solución sensata parece que sea el rechazo de la maternidad, la rendición. No en vano, nunca nuestro país tuvo tasas tan bajas de natalidad y, aunque las causas son múltiples, la exigencia que hoy supone afrontar la parentalidad no es un asunto menor en la estadística.

Termino de escribir esta columna, que es también un repaso por mi propia vida, cuando recuerdo a mis padres escuchando a Serrat en alguna tarde de verano y tarareando alegres que dejara de una vez de joder con la pelota. Aquella canción me parecía entonces una forma de echarme de su lado, de recordarme que estaban mejor sin mí. Serrat no me gustaba entonces y era un tío que dejaba a su hija irse sola de casa y a continuación se preguntaba qué iba a ser de ella. Hoy tengo entradas para su concierto de despedida en Madrid. La vida es graciosa. A veces hay que vivir más de 40 años para entender una sola canción.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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