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columna
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Fraternidad a la marroquí

El pecado de las antiguas potencias coloniales es que no asumen la responsabilidad que tienen con la población de países con cuyos gobiernos establecen acuerdos

España y Marruecos
Pedro Sánchez y Fernando Grande-Marlaska, durante una reunión con el rey Mohamed VI de Marruecos, en Rabat en 2018.Ballesteros (EFE)
Najat El Hachmi

Imposible olvidar las palabras de Nasser Zafzafi en uno de sus vídeos durante las movilizaciones en el Rif. El activista nos reprochaba a los marroquíes residentes en el extranjero y a sus descendientes nuestro silencio cómplice con la falta de libertades y oportunidades de quienes viven en Marruecos todo el año. Nos sacó los colores al describir nuestras vacaciones, lo mucho que nos gusta visitar a la familia, pasarlo bien en fiestas y reuniones y luego volver a las confortables democracias en las que vivimos sin preocuparnos por los que dejamos atrás. En esto, Zafzafi tenía toda la razón del mundo. El único matiz que podríamos alegar es que el silencio de nuestras familias es fruto de una larga historia de represión, que el miedo a ser castigados pesa para ellas más que la indignación por las condiciones socioeconómicas que siguen atenazando a la sociedad magrebí. No hemos heredado de nuestros padres más que un temor difuso que se concretaba en una sola advertencia: ni meternos en política, ni mencionar al mahzen.

Zafzafi y muchos de los que salieron a protestar en 2017 siguen hoy en la cárcel, mientras el Gobierno español, mediante carta de Pedro Sánchez a Mohamed VI, vuelve a sacar el manido tópico de la fraternidad hispano-marroquí. Hace unas décadas también el rey emérito decía ser hermano de Hassan II, del mismo Hassan de los años de plomo, el que enterraba a sus súbditos en fosas comunes cuando salían a protestar por la subida del precio del pan.

En términos democráticos, ningún país tendría que permitirse flirtear con regímenes autoritarios ni reclamar como parientes a dictadores que vulneran sistemáticamente los derechos humanos. Que a día de hoy nadie quiera quedarse en Marruecos (ni las familias ricas, ni siquiera el propio rey, que pasa largas temporadas en el extranjero) no es fruto de ninguna maldición bíblica. Es el resultado de décadas de extracción de recursos por parte de las élites, de falta de políticas sociales y de la complicidad de aliados como España y la Unión Europea. Occidente externaliza el control de sus fronteras sin preocuparse de si este control se realiza con un mínimo de garantías propias de un Estado de derecho. Este es el pecado original de las antiguas potencias coloniales: no asumir la responsabilidad que tienen con la población de países con cuyos gobiernos establecen acuerdos y convenios, olvidándose siempre de las personas.

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