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Tribuna
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Lecturas con la maleta abierta

En el año de mi exilio, esta es mi corta lista de los libros leídos y disfrutados

El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de 'Volver la vista atrás'.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de 'Volver la vista atrás'.
Sergio Ramírez

El año que se ha cerrado estuvo lleno para mí de las vicisitudes que trae consigo la vida del recién exiliado, lo que significa tener siempre la maleta abierta: la maleta con la que pensabas volver a tu país y que contiene sólo lo necesario para un viaje que se volvió sin retorno. Y a una maleta así siempre llegarán libros que leerás en los aviones, en los cuartos de hotel y en las casas de amigos que te han abierto las puertas, y te consuela siempre la idea de que puedes al menos leer, ese viejo vicio que más bien se exacerba con las penurias del desarraigo.

Y como en los cierres de año cada uno hace sus listas, de intenciones que cumplir para el que viene, o de libros leídos y disfrutados, yo aquí tengo una mía de estos últimos, muy corta y muy personal. Y empiezo por citar dos de ellos que reflejan, desde ópticas diferentes, el complejo entramado de la realidad de América Latina, de sus grandes carencias, y de sus fracasos, vista como una inmensa utopía siempre en construcción, y siempre fallida.

Volver la vista atrás, de Juan Gabriel Vásquez es susceptible de muy distintas lecturas, novela que es a la vez biografía, recuento histórico y reportaje. Pero aún otra lectura nos dirá que es la historia del fracaso de las ideologías, que desde su simpleza no pocas veces han pretendido sustituir a la compleja realidad, y su halo romántico ha terminado en un halo trágico. Fausto Cabrera, el padre del personaje principal, el cineasta Sergio Cabrera, encarna la terquedad de quien se siente parte de una utopía que hoy nos parece extraña, y hasta grotesca, crear en Colombia un sistema político basado en el maoísmo, transportando desde China las bases de una sociedad nueva que sólo será posible con el triunfo de la lucha armada. Pero su compromiso de viejo luchador es leal y es sincero, lo cual vuelve la experiencia aún más atroz; un compromiso por el cual, además, no pocos jóvenes dieron la vida.

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De la historia de ese fracaso histórico, Karina Sainz Borgo pasa en El tercer país a la de otro, el de la utopía socialista que ha empujado a millones de venezolanos al exilio. Es una novela que también se abre a distintas lecturas, pero la mía es la de una gran alegoría. Los habitantes de un país que no se nombra huyen de manera masiva, por causa de la peste, y el territorio de la novela es mítico, pero muy real a la vez, el de la frontera, la de Colombia, o la de Brasil, que bulle de maleantes, autoridades corruptas, guerrillas que extorsionan, y los cadáveres de los fugitivos quedan en los pantanos a merced de las aves de carroña. Y la parábola se extiende hacia cualquier territorio donde los refugiados padecen los rigores del éxodo. Angustias Romero, emigrante forzada, busca enterrar a sus hijos muertos, y con ellos enterrará también el sueño pervertido de la utopía que la ha obligado a ponerse en camino.

Un día llegaré a Sagres, de Nélida Piñón, es también un viaje hacia la utopía, pero ahora en busca del pasado remoto, de cuando Portugal era soberano de los mares. Mateus se pone en marcha hacia Sagres, muerto su abuelo Vicente, un campesino analfabeto de las orillas del Miño, que siempre permanecerá vivo en su memoria. Va en busca de don Enrique, el héroe navegante que ha venido creciendo en su imaginación, y la estrella que lo guía en el viaje es el relato de Camoens; es decir, lo guía la epopeya. Pero su viaje no es para nada épico, sino el de un peregrino solitario que en Sagres sólo se encuentra con los fantasmas huidizos de los antiguos navegantes. Las glorias que se volvieron ruinas. Y el caminante se refugiará en Lisboa para contar desde allí, desde su pobreza y su soledad, su viaje al pasado derruido.

Y, por fin, la historia del cura don Hipólito Lucena, contada por Antonio Soler en Sacramento, que es a la vez una crónica del aparato de hipocresías del franquismo en su cerrada alianza con la jerarquía de la iglesia católica. Don Hipólito, que viniendo de una familia muy pobre logra ingresar en el seminario y hacerse cura, termina siendo la cabeza de una secta de feligresas, las hipolinas, a las que pacientemente adoctrina para que delante del altar mayor cohabiten con él en orgías rituales y secretas. Esta trama, con toda su cauda de intrigas, el novelista la rescató de la tradición oral malagueña y de las colecciones de periódicos de los años cincuenta, cuando se dan los hechos. Pero no cae nunca en la tentación de convertirlos en un relato liviano, ni siquiera picaresco; se demora en preparar al lector, haciendo que fluya como parte de su propia vida, incubado en sus tiempos de aprendiz de periodista, y le da una hondura que es la vez dramática y reflexiva. Don Hipólito es un personaje compuesto por capas. Lo desentraña en vez de juzgarlo; esa tarea les toca a los inquisidores, que lo conducirán por fin a Roma, donde frente a sus jueces repetirá siempre las palabras: “no tengo conciencia de pecado”.

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