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Columna
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Prácticas excluyentes

En el coro de homenajes en honor de Almudena Grandes han brillado por su ausencia las mudas voces del alcalde y la presidenta, empeñados en negar su reconocimiento institucional a la figura pública de la eximia escritora madrileña

Homenajes Almudena Grandes
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso y el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, posan en los actos conmemorativos del 43º aniversario de la Constitución Española, en la Puerta del Sol, el pasado viernes.DPA vía Europa Press (Europa Press)
Enrique Gil Calvo

En el coro de homenajes en honor de Almudena Grandes han brillado por su ausencia las mudas voces del alcalde y la presidenta, empeñados en negar su reconocimiento institucional a la figura pública de la eximia escritora madrileña. ¿Cómo explicar tamaño despropósito? La razón más evidente es el politizado sectarismo que polariza nuestro espacio público. Una politización que se contagia a todas las instituciones, incluidos el arte y la cultura, como se deduce de que tampoco la Real Academia se dignase reconocer a Almudena como una de los suyos, ignorándola por roja y por mujer. De ahí que el anatema contra Almudena parezca un ajuste de cuentas, una rencorosa muestra de venganza por su toma de partido. Esto es así, pero aún hay algo más.

La sectaria confrontación que nos aqueja es un subproducto de la compulsión excluyente que caracteriza a nuestra cultura pública. Uno de los principales expertos en política comparada, Robert Fishman, que precisamente profesa desde hace tiempo en la universidad madrileña, acaba de publicar un libro, Práctica democrática e inclusión (Catarata, 2021), donde define la cultura política de nuestra democracia, por comparación con el entorno occidental, como caracterizada por dos rasgos patológicos. Ante todo, el de concretarse en una práctica política que propende a incumplir el espíritu, cuando no la letra, de las normas democráticas. Es el célebre pase foral, que se resumía en el axioma “se acata pero no se cumple”. Como el secesionismo catalán, que alardea de incumplir las sentencias del TS. O como el PP, que se resiste a cumplir el mandato constitucional de renovar el CGPJ.

Y el objeto de esa práctica anómica es excluir al adversario del espacio público común. Como el secesionismo catalán, que excluye al castellano de la enseñanza pública. Como el Pacto del Tinell, que excluyó al PP de todas las instituciones catalanas. Como el Gobierno popular de la Comunidad de Madrid, que ha alcanzado un compromiso parlamentario con la ultraderecha para excluir todas las enmiendas de la oposición. O como las autoridades madrileñas, que han condenado a Almudena Grandes a ser excluida de su reconocimiento institucional.

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Fishman hace derivar esa práctica excluyente del hábito adquirido durante la Transición, pero en realidad procede de un pasado más remoto, según explica la teoría de la dependencia de la trayectoria. La cultura pública española ha sido excluyente desde la modernidad temprana, cuando la conflictiva coexistencia de las tres religiones monoteístas se resolvió por la imposición del monopolio inquisitorial con exclusión forzosa de todos los infieles. De ahí procede nuestra incapacidad por admitir y reconocer el pluralismo político, lo que impide alcanzar compromisos consensuados con las formaciones adversarias. Y desde entonces las luchas de poder en España siempre cursan como una guerra de religión (política), donde todo se permite con tal de excluir del espacio público a los infieles, tachados de malditos por no ser de los nuestros. Como Almudena Grandes: bendita sea.

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