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Columna
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Aquí es distinto

En España son necesarias las leyes de relato histórico, del mismo modo que se puede entender que una escritora como Almudena Grandes dedicara una gran parte de su carrera a pelear contra la desmemoria interesada

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Una arqueóloga trabaja en una fosa común de represaliados por el franquismo en el cementerio de San Fernando, Cádiz.Juan Carlos Toro
David Trueba

Se puede estar de acuerdo con quienes piensan que no necesitamos una Ley de Memoria Histórica. Se puede estar de acuerdo con quienes piensan que la memoria de un país no es un relato impuesto y sin fisuras. También con los que piensan que las experiencias emocionales de cada uno y sus familias no pueden someterse a los criterios racionales de la historiografía. E incluso se podría estar de acuerdo con quienes sospechan que las revisiones del pasado siempre se agitan por intereses coyunturales, por lo cual todo intento de colocar a Franco y el franquismo en nuestra actualidad es un fracaso colectivo. Y aun se puede estar de acuerdo con quienes consideran absurdo que una joven generación quiera enmendarle la plana a aquellos que hicieron la Transición española en unas condiciones de amenaza hoy insospechables. Puestos a estar de acuerdo se podría hasta reconocer que la sentimentalización del pasado es a menudo fraudulenta. En términos generales podría alcanzarse ese acuerdo, hasta que uno se da cuenta de que la lógica no aplica, porque aquí es distinto.

¿Por qué? Muy sencillo. Porque aún hoy, en el día del aniversario de la muerte de Franco hay 25 misas en su honor, celebradas con banderas inconstitucionales, himnos de exaltación violenta y amparadas por el manto de la fe religiosa. Cualquier ciudadano inocente, incluso un extranjero de paso o el líder de un partido conservador urgido por la agenda del domingo, cargada de espectáculos para la galería mediática, podría entrar en una de esas iglesias por despiste y pensar que este país aún no ha establecido una línea de separación imprescindible con la dictadura franquista y sus largos años de represión. Todo eso hace necesario precisar lo que es un delito, no vaya a ser que la exhibición de símbolos no sea tan solo una inocente nostalgia hasta cierto punto entrañable, sino un modo contundente de humillar a las víctimas de un periodo histórico triste y doloroso, un ongi etorri a los criminales que enarbolan las virtudes de la violencia del pasado.

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Pero todavía es más grave que persistan algunos jueces, desde su competencia local, en impedir toda decisión que consideran que atenta contra sus nostalgias particulares. Lo vimos cuando en ayuntamientos que pudiendo cambiar al puro antojo el nombre de las calles establecían un marco de acción minuciosa, pero se topaban con alguna autoridad judicial sobrevenida que premiaba a criminales con pasado golpista en perjuicio de una maestra o un científico. Lo vimos cuando el traslado de los restos de Franco del Valle de los Caídos intentó ser boicoteado por dos jueces locales, que se inventaron medidas cautelares para impedir que se levantara una losa por excesivamente pesada, precisamente en el país que más obras sin licencia exhibe por doquier. Y lo hemos vuelto a ver cuando se interrumpe la exhumación de fosas comunes o todo un presidente del Gobierno presumía de dedicar cero euros a la recuperación de los cadáveres de las cunetas mientras prohibía que la televisión pública participara en ningún proyecto que aludiera a la guerra y la posguerra civil por expreso capricho personal. En ese país, por desgracia, aún son necesarias las leyes de relato histórico, del mismo modo que se puede entender que una escritora moderna y vitalista como Almudena Grandes dedicara una gran parte de su carrera a pelear contra la desmemoria interesada.

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