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TRIBUNA
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Los bigotes de Nietzsche

A ciertas alturas de la vida, leer se convierte en una fiesta que piden las neuronas solo para divertirse

Tribuna Uriarte 28/11/21
ENRIQUE FLORES

CON QUÉ INGENUIDAD SUBRAYAMOS. Como si a través del tubito del bolígrafo, la mano, el brazo y el hombro, las palabras y las líneas fueran succionadas hasta el cerebro y se quedaran allí ordenadas en sus correspondientes compartimentos. Y con qué inocencia lo sigo haciendo a estas alturas de mi vida, cuando leer se ha convertido en una actividad casi puramente intransitiva, en una fiesta que me piden las neuronas solo para divertirse, sin mayores ambiciones y destinada casi siempre al olvido. De las 100 páginas que acabo de leer en esta novela, probablemente lo único que perdure en mi memoria es el dato de que Nietzsche, la mayor parte de los días, solo desayunaba agua caliente (a veces con un poco de té suave). No sé si será verdad, pero el libro parece muy documentado. Luego he estado mirando fotos en Internet y me he dado cuenta de que su terrible hermana Elisabeth, a la que yo ponía en mi imaginación una cara amargada de bruja de película, era muy guapa, más que Lou. He seguido leyendo sobre Elisabeth, la villana conservadora, nacionalista, racista, nazi y manipuladora de la obra de su hermano y enseguida me ha aparecido el conde Harry Kessler, espectacular personaje de la época, multimillonario, cosmopolita, mecenas y escritor de arte, que conocía a media Europa y que, como gran admirador de Nietzsche, ayudó a su hermana a montar en Weimar el archivo santuario dedicado a él, donde lo exhibió durante años a algunas personalidades. A Kessler, en sus visitas, no le parecía que el gran filósofo tuviera el aspecto de un demente o un enfermo, sino el de un muerto. En Journey to the Abyss, el inmenso diario del conde, encontré yo un día la entrada diarística que más me ha impresionado en mi vida. La traduzco:

“Weimar, octubre 2, 1897. Sábado.

A Weimar por lo de la edición de Zaratustra. Me alojo en casa de los Nietzsche. Le cuento a Frau Förster mis planes y esbozo el diseño de las páginas. A las diez, a la cama. Había apagado la luz hacía un cuarto de hora cuando me despertó un fuerte rugido del desafortunado hermano. Me levanté a medias y escuché dos, tres veces, sus largos y descarnados sonidos, como si gimiera, chillando con todas sus fuerzas en la noche. Entonces todo quedó en silencio de nuevo”.

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A la mañana siguiente el conde ya estaba hablando de dineros con Frau Förster y planeando el merchandising de la casa: ediciones populares de la obra de Nietzsche, bustos de diferentes tamaños, dibujos, litografías, muñequitos y hasta reproducciones de bigotes.

Nota. En Ecce Homo, Nietzsche dice que lo mejor para empezar el día es una taza de “chocolate desgrasado”.

TOM Y WOODY. Lo mejor de vivir con estos dos no es la antropomorfización a la que juegas a menudo hablándoles, riñéndoles, piropeándoles, etcétera. Como, por otra parte, jugarán ellos con su gatunocentrismo a nuestra costa. Lo bueno es lo contrario: esos momentos en que te das cuenta de que estás conviviendo con naturalidad con dos especímenes de tu propio reino animal muy extraños a ti, indescifrables, pero también tus semejantes, tus hermanos. Y tan a gusto. Los que tenemos a gatos como compañeros de vida no los disfrutamos porque nos identificamos con ellos, sino por lo distintos que nos parecen. “Más remoto que el Ganges y el Poniente”, escribió Borges del suyo. Hace unos días me crucé por el pasillo con Tom. Yo iba a la cocina y él caminaba en dirección a la sala con paso lento y decidido. Ni me miró. Y tuve uno de esos momentos en que se produce una especie de revelación como la que podría dar origen a un haiku. Un haiku sin letra. Voy a ponerle tres líneas.

Nos cruzamos los dos en el pasillo.

El gato. Como Pedro por su casa.

¿Cómo será su vida?, me pregunto.

BREVE SALIDA RUTINARIA para comprar el pan y los periódicos y tomar un café.

“Hola, rey”, “Buenos días, caballero”, “Gracias, majo”.

Leo que los libros no funcionan tanto como la finalidad última de la actividad literaria sino como meros artefactos para concitar sobre la figura de su autor la atención pública. Una vez, E. L., al que le había gustado el primero de los diarios, vino a una presentación en Madrid. Se fue antes de empezar. “¿Ya te vas?”, le preguntó alguien. “Sí. Solo había venido para ver si tenía pinta de escritor”.

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