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tribuna
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A vueltas con las lenguas

Diga lo que diga Pablo Casado, el ‘mallorquí', el ‘menorquí', el ‘eivissenc’ y el ‘formenterer’ son variedades dialectales del catalán. Sus palabras convierten un asunto terminológico en un conflicto lingüístico

El líder del Partido Popular, Pablo Casado.
El líder del Partido Popular, Pablo Casado.EFE

Una lengua es un ideal hacia el que se encaminan las diferentes patrias que son los dialectos. Estos, cuyo significado no debemos dotarlo de connotaciones negativas, son a su vez abstracciones que acogen a distintas hablas. Yo en mi dialecto castellano, con particularidades salmantinas, me entiendo con quienes utilizan otros dialectos distintos al mío, pertenecientes a la misma lengua, el español, como es el caso de las hablas andaluzas, canarias o mexicanas.

El catalán es el nombre de esa abstracción que se actualiza en una serie de dialectos y subdialectos. De forma que cuando don Pablo Casado ha asegurado este verano a sus seguidores de las Baleares: “no habláis catalán, habláis mallorquín, habláis menorquín, habláis ibicenco, habláis formenterés”, se podría pensar ingenuamente que les daba a entender que se servían de su variedad mallorquina, menorquina, o de la que fuera. Aunque, teniendo en cuenta el contexto en que se hacía esta rotunda afirmación, lo que parece es que trataba de desvelarles el secreto de que estas variedades del catalán isleño se trataban en realidad de lenguas diferentes. Es como si en el caso del español viniera a decirnos un día que contamos con una lengua andaluza, otra canaria y otra mexicana, junto a muchas más.

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No sé si es consciente el señor Casado de que sus palabras, al tomar las variedades dialectales del catalán en lenguas, convierten un asunto terminológico en un conflicto lingüístico. Muchas personas en las islas prefieren referirse al catalán con los nombres de mallorquín, menorquín, ibicenco o formenterano; pero esto no significa que estas etiquetas impliquen que su lengua sea distinta de la que se habla en Barcelona o en Valencia. Estos dialectos, que pertenecen a la misma lengua (llamémosla como queramos), son comprensibles entre sí, con pequeñas diferencias que don Miguel de Unamuno expresaba así, a propósito de unos textos de mossèn Alcover, escritos en un “mallorquín catalanizado o un catalán mallorquinizado”, que viene a ser lo mismo.

El desarrollo que ha experimentado la filología catalana a lo largo del siglo pasado, tanto en el caso de la cartografía lingüística, como en el de la historia de la lengua, permite que nos refiramos a estos hechos dejando de lado las opiniones, cuando no las meras ocurrencias. Precisamente una de las características del catalán es que mantiene una mayor uniformidad que la de las demás lenguas románicas. Particularmente el catalán de las islas, el más impermeable a la castellanización, es bastante homogéneo, lo que no implica que sus variedades no presenten diferencias. Se percibe un mayor paralelismo entre el mallorquín y menorquín, a causa del asentamiento en Menorca de personas procedentes de Mallorca desde el siglo XV (aunque no podemos dejar de lado las consecuencias en el léxico que tuvieron las dominaciones inglesas en Menorca durante el siglo XVIII), mientras que el ibicenco ha tenido mayor relación con el valenciano a lo largo de la historia. En cuanto a sus discrepancias con lo que se conoce como el catalán central, en lo que respecta al léxico básico, no sobrepasan el 5%, si bien esas diferencias aumentan notablemente en el caso de esa parte conservadora del léxico que se refiere al cuerpo humano, a la indumentaria o a las partes de la casa, debido, entre otras cosas, a la existencia de algunos arcaísmos que se han mantenido a lo largo del tiempo.

Los hechos tienen una explicación histórica, tratándose de hablas que llegaron a las Baleares con los pobladores procedentes fundamentalmente del Oriente de lo que hoy es Cataluña, a partir de la conquista de Mallorca en 1230 por Jaime I de Aragón, aunque no faltaron entre ellos gentes del sur de Francia y de Aragón. Lo cual explica que el catalán hablado en las islas tenga unos rasgos que lo sitúen dentro de lo que se conoce como catalán oriental, aunque conserve palabras propias del occidental.

Ante estas inoportunas afirmaciones de un político he creído oportuno acogerme a la información que proporcionan los manuales de filología románica, así como los trabajos de los más relevantes estudiosos del catalán. Lo cual no deja lugar a dudas de que el mallorquí, menorquí, eivissenc y formenterer son sencillamente variedades de una lengua que conocemos como catalán. Que sus hablantes las designen como les venga en gana no las convierte en lenguas distintas.

No deja de ser aburrido tener que comentar algo que debería haber desaparecido del panorama bautizado por Antonio Tovar como de “lucha de lenguas en la península Ibérica”. En el mejor de los casos, no tendría la menor justificación que esto ocurriese por mero desconocimiento de los hechos, consecuencia de una flagrante desatención a las humanidades. No estaría de más acudir al conocimiento de quienes se esfuerzan por entender mejor la historia, tratando de mostrar la complejidad de una realidad que no puede construirse con el simple recurso a las opiniones interesadas.

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