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Vacunas obligatorias y forzosas: ¿hablamos de lo mismo?

Bienvenido sea este nuevo debate ético que nos ayuda a seguir construyendo comunidad a través de la deliberación sobre temas complejos

Federico de Montalvo
Vacunación de los menores de 12 a 16 años con la primera dosis de Moderna en la Ciudad de las Artes, Valencia, el 16 de agosto de 2021.
Vacunación de los menores de 12 a 16 años con la primera dosis de Moderna en la Ciudad de las Artes, Valencia, el 16 de agosto de 2021.Jorge Gil (Europa Press)

La pandemia y sus sucesivas olas nos están trayendo mucha incertidumbre e inquietud y también nuevos y complejos conflictos éticos. Si la primera ola nos trajo el de la priorización de los respiradores, y la segunda y tercera el de las vacunas, esta quinta ola ha suscitado una interesante polémica sobre la vacunación obligatoria. Hace pocos meses tal medida excepcional no constituía una alternativa a valorar en el corto plazo. Los iniciales recelos hacia la vacuna frente a la Covid-19 que mostraban las encuestas de finales de 2020 se diluyeron muy rápidamente con la vacunación de nuestros mayores en residencias. La vacuna tuvo éxito por ella misma sin la ayuda de la fuerza coercitiva del Derecho.

El nuevo debate que no solo tiene lugar aquí, sino con mayor intensidad en los países de nuestro entorno, deriva, esencialmente, de la nueva variante delta. Con la llegada de ésta, tanto el contagio de algunos mayores en residencias, oportunamente vacunados, como el cambio en la previsión del porcentaje a alcanzar para la inmunidad colectiva, muy por encima del inicial del 70%, ha determinado que se valore como opción vacunar obligatoriamente, en especial, al personal sanitario y sociosanitario de las residencias y otros centros con pacientes y usuarios vulnerables.

Sin embargo, parece que la vacunación obligatoria sigue sin ser aún una verdadera necesidad. La comparación con los países de nuestro entorno debe hacerse con especial cautela, ya que las tasas de vacunación aquí han sido, tradicionalmente y también ahora, mucho más altas, y la negativa a vacunarse no alcanza en los sectores mencionados una proporción preocupante.

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No todo lo posible y adecuado ética y legalmente es necesario y el escrutinio de la proporcionalidad al que se somete cualquier medida limitadora de un derecho fundamental debe acreditar que la medida es absolutamente indispensable para alcanzar el fin de protección de la salud colectiva, sin que ello pueda lograrse a través de una medida menos lesiva. Este requisito de la necesidad cobra aún más relevancia cuando se trata de afectar a un derecho como el de la integridad física, que constituye el reducto del individuo más protegido y cuya afectación más difícilmente encuentra justificación.

Sin perjuicio de todo ello, es bueno que la cuestión se planteé ya en la opinión pública, porque bien sabemos que este virus no avisa de sus embestidas con mucha antelación. Ya nos hemos visto obligados, en estos extraños tiempos, a adoptar medidas limitadoras sin que ello fuera precedido de una sana y necesaria deliberación en el marco de la sociedad. Y suscitado ya el debate, es muy oportuno aclarar los propios términos de la controversia, al confundirse algunos conceptos. Se habla indistintamente con demasiada habitualidad de vacunación obligatoria y forzosa, como si fueran sinónimas. La diferencia entre ambas no constituye un mero eufemismo, sino algo de verdadero calado, como es el del derecho que se ve, a la postre, afectado, la consecuencia jurídica por incumplir el correspondiente deber legal.

Cuando se habla de vacunación obligatoria debe entenderse que se hace referencia a un deber cuyo incumplimiento determina una consecuencia legal, ya sea una sanción económica o una limitación de un derecho. Así pues, el individuo que lo desatiende (rechaza ser vacunado) será multado, verá limitada su libertad de circulación, alteradas sus funciones laborales o, como en el caso francés, suspendido su empleo y sueldo. Esto es lo que prevé, por ejemplo, la suspendida por orden constitucional Ley gallega de salud pública. Su artículo 38 establece como medida preventiva de salud pública el sometimiento a la vacunación, y en el caso de negativa injustificada se incurre en una infracción, calificada de leve, grave o muy grave, en función de la trascendencia directa en la salud pública de tal rechazo. La consecuencia jurídica es una multa económica, no la vacunación forzosa del renuente.

Por el contrario, cuando de lo que se trata es de la vacunación forzosa, el individuo que desatiende la obligación será legalmente compelido a vacunarse, recurriéndose, incluso, a la fuerza de la autoridad. Es decir, el derecho afectado por la medida aquí sí es la integridad del individuo. Se trata, por tanto, de dos medidas de bien distinto calado.

En definitiva, bienvenido sea este nuevo debate ético. Ello nos ayuda a seguir construyendo comunidad a través de la deliberación sobre temas complejos, pero la riqueza del debate exige que los conceptos se manejen con precisión y distinguir conceptos tan diferentes como son los de vacunación obligatoria o forzosa. La primera puede superar más fácilmente el escrutinio de la proporcionalidad por no incidir, a la postre, sobre la integridad física, sino sobre otros derechos, pero la segunda lo tiene más difícil, ya que supone una intromisión en la propia integridad. La forzosa es, pues, no inviable, pero sí la ultima ratio que solo cabrá adoptar de manera excepcionalísima cuando el riesgo para la salud colectiva sea extraordinariamente relevante y su implantación absolutamente ineludible. Y aunque última razón, no por ello deja de poder ser razón en determinados contextos, lo que conviene no olvidarlo en tiempos en los que se siguen escuchando aún demasiadas sinrazones sobre las vacunas y la pandemia.

Federico de Montalvo Jääskeläinen es presidente del Comité de Bioética de España.

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