A los catalanes
La mejor manera de reconducir la crisis es a través de iniciativas políticas que primero rebajen la tensión, y progresivamente recuperen luego en la sociedad catalana espacios de sintonía con el proyecto democrático español
La democracia española ha propiciado en las últimas cuatro décadas una admirable etapa de progreso y libertades, situándose entre las sociedades más avanzadas del planeta. Este logro no excluye que siga afrontando amenazas, de entre las que destaca el secesionismo catalán. Los líderes separatistas perpetraron en 2017 un atropello de los marcos de convivencia constitucional y autonómico que provocó un desgarro en las sociedades catalana y española. El Estado español hizo frente al órdago. Fueron juzgados y condenados. Las sentencias contribuyeron a superar la fase más aguda de la crisis, pero no han resuelto de forma definitiva el reto existencial para la democracia española que supone el independentismo. Este es el contexto en el que debe considerarse la concesión de indultos que ha sugerido de forma explícita el presidente del Gobierno.
Las razones que respaldan un rechazo al indulto son de peso. En primer lugar, resulta ineludible tener en cuenta la gravedad de los hechos subversivos, así como la explícita disposición de algunos de los condenados a repetirlos. Tanto la Fiscalía como el tribunal sentenciador han emitido sendos informes en contra de un posible indulto. En términos estrictamente políticos, las cosas no resultan más fáciles. El Gobierno carga con dos losas. No resulta necesario retorcer los hechos en demasía para sospechar que la motivación primera para indultar a los condenados responde a la necesidad política de mantener el perímetro de gobernabilidad con sus actuales socios. La segunda losa la ha construido el propio presidente con declaraciones, cuando menos, inadecuadas. Introducir la idea de “venganza” —fuera cual fuera su intención última— resulta inaceptable. Tampoco ayuda que en 2019 hablase del “íntegro cumplimiento” de la sentencia.
El ordenamiento jurídico español otorga al Gobierno la facultad de conceder el indulto con una mención a criterios de justicia, equidad o utilidad pública. También requiere unos informes previos cuyo contenido no es vinculante. La ley no exige el arrepentimiento como condición sine qua non. El Tribunal Supremo (que juzgó a los hoy condenados) remitió esta semana al Ejecutivo su informe. En él destaca la falta de arrepentimiento y de razones de equidad para fundamentar que el indulto “se presenta como una solución inaceptable”. El razonamiento no profundiza en el concepto de “utilidad pública”.
Pero la figura del indulto tiene naturaleza política —de ahí la inclusión de la “utilidad pública” en la ley—, no jurídica, y el texto que lo regula, de 1870, permite por ello que se conceda incluso en contra del tribunal sentenciador. La democracia española tiene pendiente de resolver el conflicto en Cataluña. Ello puede intentarse con el mantenimiento pasivo del statu quo. O mediante el diálogo. No hay garantía alguna de que esto último surta efectos positivos. Sí hay bastantes pruebas de que el no a todo de gobiernos anteriores ha favorecido el crecimiento independentista en la última década. La situación es ya difícil. Pero se convertiría en una catástrofe inmanejable si un salto cualitativo convirtiese las posiciones en favor de la secesión en ampliamente mayoritarias.
Este periódico cree que la mejor manera de reconducir la crisis es a través de iniciativas políticas que primero rebajen la tensión, y progresivamente recuperen luego en la sociedad catalana espacios de sintonía con el proyecto democrático español. Lo que no parece racional es pensar que la inercia resolverá el problema. Los indultos son probablemente una condición necesaria, aunque no suficiente, para cambiar esta tendencia. Esta medida de gracia, en última instancia, no debería entenderse como un gesto para con los líderes independentistas, de los que la democracia no puede ni debe esperar nada, sino que constituiría un gesto de concordia para con los ciudadanos de Cataluña, que la desea por amplia mayoría, según las encuestas y el arco parlamentario autonómico.
La sentencia no es y no debe ser objeto de discusión. La cuestión se limita al cumplimiento íntegro, o no, de la pena. Lo primero es la opción natural. Pero la segunda sería igualmente legal. Los condenados llevan tres años y medio en la cárcel. Y es evidente que la prisión es utilizada como munición por los que quieren continuar con sus tácticas inflamatorias en Cataluña. No resulta baladí que parte del independentismo continúe denigrando la posibilidad del indulto con esotéricos argumentos. La medida puede facilitar un cambio de clima, en un momento en el que todos los indicadores muestran que la sociedad catalana anhela salir del oscuro túnel de años pasados.
Puede que un estrecho cálculo partidista anime la acción del Gobierno. Pero un análisis ecuánime debe reconocer también el enorme daño que con toda seguridad sufrirán los socialistas —Pedro Sánchez, el primero— con esta iniciativa: los datos muestran que una abrumadora mayoría de españoles se opone al indulto. También los votantes del PSOE. Y, pese a todo, la democracia española debe evitar que más catalanes se sigan alejando del proyecto común, así como procurar que parte de los que se fueron regresen. Es tarea de la política lograrlo. El independentismo no es un bloque monolítico irrecuperable. Es una constelación diversa conformada por distintas causas: hay margen para reducir su perímetro.
Los indultos no podrán llevarse a cabo de cualquier manera. Los informes de la Fiscalía y el Supremo requieren que sean parciales. La racionalidad reclama que mantengan la inhabilitación de los condenados a ejercer cargos públicos y que estén condicionados a la no repetición de conductas delictivas. El Ejecutivo deberá explicar con claridad al conjunto de la ciudadanía sus motivaciones.
Aun cumpliendo estos requisitos, se trata de un acto político difícil y polémico, pero seguramente necesario para reforzar el proyecto democrático común. Frente a la decisión de los líderes independentistas en 2017 de fracturar a la sociedad catalana, la concesión de los indultos iría en la dirección contraria: ofrecer a aquella un marco de convivencia y una generosa voluntad de restañar las heridas. Un gesto que solo una democracia sólida puede ofrecer, la misma que los hoy condenados pretendieron destruir. Estos no lo apreciarán. Los catalanes, sí.
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