Antidisturbios: Dios es bueno, pero el diablo no es malo
Cómo no van a ser criminales todos los menores no acompañados, inmigrantes y colectivos susceptibles de generalización cuando detienen a uno, si en una ficción un policía se mete una raya y, según sus sindicatos, todos los agentes son drogadictos
Antidisturbios es una serie española sobre una unidad policial compuesta por seis agentes que debe ejecutar un desahucio en el barrio de Lavapiés (Madrid). Si usted cree que los antidisturbios son personas violentas por naturaleza, tóxicas y merecedoras de deshumanización, no vea la serie. Si, por el contrario, usted cree que los antidisturbios no pegan salvo cuando es imprescindible, respetan siempre la ley y nunca beben alcohol ni toman drogas, tampoco la vea. Es decir, si usted cree que los antidisturbios son como los líderes de su partido y los líderes del partido que detesta, gente sin complejidades, grises y dudas, destinada a ser idolatrada u odiada por personas como usted, esta no es su serie.
Ya la han visto muchos de los descritos, a juzgar por las reacciones. Entre ellas, la de Jacinto Morales, miembro de la UIP y portavoz del Sindicato Unificado de la Policía (SUP), en El Confidencial: según él, se presenta a los antidisturbios como “personas poco fiables, con adicciones a drogas y alcohol, sin criterio, que intervienen poco menos que presas del pánico, con tendencia a la violencia gratuita”. Esta descripción se realiza mezclando rasgos de tres personajes de los seis protagonistas ficticios de la UIP, que consta de unos 3.000 agentes.
Adicto a las drogas y el alcohol es el que necesita beber y drogarse para vivir, no el que bebe cuando sale con sus amigos, o se droga en momentos puntuales por las razones que sean, mientras que se interviene “presa del pánico” sólo en algunas ocasiones, nada raro cuando se tiene el trabajo que se tiene. El SUP pudo haber dicho, a partir de otros tres personajes: “Se nos presenta a los policías como padres atentos y cariñosos, con problemas de depresión y ansiedad, físicamente destruidos, tan íntegros y respetuosos con la ley que la anteponemos a nuestros seres queridos”. ¿Por qué no lo hizo, ese sindicato policial y los otros, incluido el que distribuyó por redes el cartel de la serie con la leyenda #stopbulos? Qué dijeron los médicos de familia cuando uno de ellos se casó en Telecinco con la hermana de su mujer muerta, ¿que no todos hacían lo mismo?, ¿que no todos eran hijos de Miliki?
Es una interesante cuestión, esta. Porque tiene una lectura política que afecta a todo lo que conviene ideológicamente, como ese discurso que deduce que los menores no acompañados, los inmigrantes y cualquier otro colectivo susceptible de generalización son criminales porque han detenido a unos cuantos. Cómo no van a serlo, si en una ficción un policía se mete una raya y, según los sindicatos policiales, todos los agentes son drogadictos.
Luego está la defensa de Movistar: “Es ficción”. Hombre, eso habría que hablarlo. Por supuesto que es ficción. También sería ficción si los seis antidisturbios fueran gays, o si uno de ellos hablase en lenguaje inclusivo, o simpatizasen con el independentismo, o tuviesen todos la cabeza tatuada con esvásticas. El escudo de la ficción sale siempre demasiado rápido para ser tan obvio, en mi opinión. La cena de ellos, ese cuarto de hora: es una gran escena por cómo está rodada, pero sobre todo porque es la vida misma. Antidisturbios es una ficción creíble, tanto que sale un personaje, Villarejo, tan incrustado en nuestro imaginario colectivo que podría ser perfectamente de ficción, y su éxito, como el de tantas ficciones, es que refleja -no impugna, ni juzga- una realidad nauseabunda y creíble de la que son víctimas, siempre, los que están en el eslabón más bajo. El eslabón más débil de la cadena trófica policial, que paradójicamente es el que pega las hostias. Y debajo de ese último eslabón aún aparece, muerto, un negro. Así de complejo y sencillo es el mundo.
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