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Estar sin estar
Columna
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La eternidad tiene colores pastel

Hoy hace cuatro décadas, Jorge Ibargüengoitia se despidió de Joy en la puerta del número 606bis de la Rue Saint Didier, en París

Jorge Ibargüengoitia
El escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia.

Por una playa lila van del brazo dos figuras que parecen esfumarse. Almas unidas no dejan huellas de sus pasos sobre la arena, flotan por encima de la arena como harina que se vuelve violeta por el resplandor interminable de un Sol morado que parece extinguirse en la raya del horizonte deliciosamente azul. Eso es: todos los azules posibles —del mar, del cielo o de los ojos claros— con una definición ecuménica que podría unir a todos los azules imposibles con el nombre común de júbilo (Joy, en inglés).

Hoy hace cuatro décadas o bien un 27 de noviembre de 1983, Jorge Ibargüengoitia se despidió de Joy en la puerta del número 606bis de la Rue Saint Didier, en el 16e. Arrt. de París y —antes de abordar el taxi que lo llevaría al aeropuerto— volteó hacia el balcón del piso que compartía con Joy y le mandó un beso que rebotó en la barandilla que aparece en una fotografía en blanco y negro donde él mismo sonríe como si supiera que —en realidad— todos los besos que se lanzan con amor de veras terminan por llegar a los labios deseados… tarde o temprano. Ibargüengoitia se subió renuente al avión que lo llevaría a un congreso de todos los escritores en Ñ convocado en Bogotá donde se pensaba abrazar a Gabriel García Márquez y muchos otros colegas, autoras, poetas, ensayistas y fabuladores en cuento o novela.

Ese avión avistó Madrid desde las nubes y en su fuselaje iniciaron su trascendencia Marta Traba, Manuel Scorza, Ángel Rama, la soprano Sabater y el propio Jorge Ibargüengoitia, pues el vuelo 001 de Avianca jamás aterrizó. En Bogotá, Eliseo Alberto de Diego y García Marruz se había acercado al aeropuerto con el Mtro. Juan José Arreola para recibir a Ibargüen y demás escritores, pero al ver que se prolongaban las horas en las que las letritas sólo anunciaban DEMORADO, propuso al genial Arreola volver al hotel y esperar cómodamente en el bar; contaba Lichi que Arreola le dijo “Me parece una idea magnífica, pues acabo de caer en cuenta de que sólo traigo puesto un calcetín”. Como para cuento de Ibargüengoitia.

Debo a mi amigo Jorge Volpi y a la entrañable cofradía de la Biblioteca Pública Almudena Grandes del noble pueblo de Mejorada del Campo la oportunidad de haber vuelto al lugar exacto de hace cuatro décadas y en particular, debo a la nueva amistad de Sergio Hernández (único mexicano ya Mejorado por ubicación postal), la epifanía de venir a llorar con sonrisas imparables la memoria infinita y la gratitud interminable que llevo tatuada por Jorge Ibargüengoitia y cada uno de sus párrafos desde hace mucho más de cuarenta años, aunque no pasa un solo día sin que lo piense y evoque amarrado a los hombros de Joy Laville, la hermosa pintora inglesa que de joven fue enfermera durante la Segunda Guerra Mundial y le apagó un puro humeante a Winston Churchill al filo de un camastro de un rescatado de Dunquerque.

Envidio hasta hoy la soberbia tarde en que Aurelio Asiáin y Juan García de Oteyza entrevistaron a Jorge en su casa de Coyoacán, mientras yo me perdí en un santuario llamado La Guadalupana y agradezco casi semanalmente las antologías sabias que compiló el gran Guillermo Sheridan de los artículos invaluables de Jorge en el periódico Excélsior y creo compartir con Juan Villoro la honra y responsabilidad de intentar seguirle a estela a Ibargüengotia. Ahora, aquí en Mejorada del Campo agradezco de lejos el hermoso libro de una Amaranta de Cuévano que hizo la biografía detallada del viaje interminable de la nao 001 de Avianca, un jumbo 747 que los pilotos bautizaron como Olafo porque había pertenecido previamente a una aerolínea escandinava y quiero abrazar a los once únicos sobrevivientes de una humareda que me provocó largas horas de llanto y por lo menos 36 horas de insomnio hace exactamente cuarenta años.

Mi padre y sus hermanos Pedro Félix y Santiago me dieron la noticia sabiendo que me partían el alma. Los tres habían sido amigos de Ibargüengoitia en sus infancias allá en Guanajuato y en el Colegio Grosso de la Ciudad de México, cuando era D.F. y antes de los Boy Scouts. En un raro giro cuevanense brindaron por el ausente con tequila y tiraron un chorrito al piso… horas después, me llamó Julián Meza que estaba con Octavio Paz y me pidieron que escribiera un texto con agua salada bajo los párpados. Como otros textos que me honran esa pieza no llegó a las páginas de la revista Vuelta, pero fueron publicadas por Julián en la revista ESTUDIOS.

La vida me concedió enamorarme de Joy Laville cuando cumplió 89 años y serle fiel hipnotizado por su bella creatividad hasta que se fue a los 96 en el viaje donde se une con Jorge Ibargüengoitia. Miro el cuadro en mi mente. Allí van dos amantes que pintaron un mundo mejor con colores intocables y palabras incandescentes, pasean por las calles de París y callejones de Guanajuato; se pierden en conversaciones felices y se ríen casi todas las tardes para soñar abrazados con Coyoacán… sobre la playa lila no se ven sus huellas porque han entrado a eso que llamamos ETERNIDAD y que se refleja en la delicada tela de un lienzo donde he llorado durante décadas como ligera llovizna de gratitud y admiración puras. Van del brazo y se miran directamente a los ojos para que alguien reconozca en sus pupilas la lejana silueta de un avión que cruza todos los azules del cielo, colores pastel donde Jorge en Joy, y Joy en Jorge se besan ya para siempre.

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