La caravana Corona ha vuelto a la ciudad: una exposición recrea el espectáculo itinerante que reunió al pueblo mexicano con grandes artistas del siglo XX
Las giras por todos los rincones del país se extendieron por 26 años y congregaron a los ídolos populares de los 50 en adelante, como José Alfredo Jiménez o Lola Beltrán
Allí donde la televisión, el cine o la radio apenas habían llegado todavía, llegó la Caravana Corona. Eran los años 50 y la música y la cultura bullían en México como nunca antes. Entonces, un matrimonio de empresarios asociados al mundo del teatro, Guillermo Vallejo y Martha Badager, decidieron montar un espectáculo itinerante que girara por todo el país y acercara a nuevos y viejos artistas a un pueblo ávido de conocer a sus ídolos. La Corona, fundada en 1956 con el mismo nombre que la importante marca de cervezas que la patrocinó, se desplazó durante 26 años a los puntos más alejados del país. Con ella llegaron la alegría, el folklore y artistas de la talla de José Alfredo Jiménez, Pedro Infante, Lola Beltrán o Juan Gabriel. Este viernes, el Museo Nacional de las Culturas Populares ha inaugurado una exposición que recupera la memoria viva de esta familia artística y que ha congregado a los hijos y los nietos de quienes recorrieron en su día cada punto de la República.
“Para llegar al escenario había que atravesar al público porque eran lugares que no tenían entrada posterior, entonces la gente agarraba a los artistas para ver si eran reales. Había ese encanto”, recuerda el actor Humberto Elizondo, quien actuó como maestro de ceremonias de esos espectáculos en numerosas ocasiones. Ahora pone voz a la megafonía que anuncia la apertura de la exposición y que emula los avisos que 60 años atrás también narró desde el altavoz de la caravana. “La Corona es de donde venimos, donde nos hicimos, donde aprendimos. Donde iba toda la familia porque esperaban todo el año a que llegara, y venían de poblaciones cercanas para poder verlos”, relata orgulloso, y en la primera fila de la presentación le escuchan emocionados los descendientes de muchos de ellos.
El espectáculo se desplazaba por cuatro rutas: Pacífico, Golfo, Sureste y Bajío; y giraba durante 10 o 20 días, pero la cifra subía hasta los 45 en la más larga de ellas, la Pacífico, y alcanzaba los dos meses cuando unían el trayecto de dos regiones. Eso convirtió a estos vehículos en el hogar temporal de muchos de ellos; el “camión de los sueños”, en palabras del pianista original de Los rebeldes del rock, Francisco Domínguez, apodado El abuelo. Numerosos carteles en rojo y azul anunciaban su llegada por todos los muros de las poblaciones que visitaban, y allí se arremolinaban todos para elegir a quién verían en esa ocasión. Tenían dónde elegir: entre 8 y 12 espectáculos de unos 120 minutos cada uno, que alternaban con comediantes, vedettes, mariachi y orquestas. Boleros, rancheras, rock: nadie se quedaba sin su género preferido.
Realizaban tres funciones al día, bautizadas como tripletes, y luego vuelta a rodar. Solo tenían dos horas para desplazarse de un sitio a otro en una rutina extenuante pero estimulante a partes iguales. “Me acuerdo de que una vez mi madre le dijo, oiga, don Vallejito, por qué tres funciones al día. Y le respondió, ay, pues porque no me da tiempo para cuatro”, recuerda entre risas María Elena, hija de Lola Beltrán. También la hija de Guillermo Vallejo, Vallejito para los amigos, recuerda la dedicación con la que trabajaban. “Eran artistas que se adaptaban a todo, que nunca decían que no, que estaban dispuestos a agradar al público en el entorno que fuera”, ensalza Frida G. Vallejo.
La exposición, abierta al público hasta el 20 de agosto, cuenta con numerosas fotografías de la época, grabaciones sonoras aportadas por la Fonoteca Nacional y el vestuario original de muchos de ellos, como los trajes de charro y los sombreros de José Alfredo Jiménez; los vestidos de Lola Beltrán, María Victoria y las hermanas Huerta; o los zapatos de vedette elaborados a mano por Miguel Nieto, entre otros. También recrea la entrada y las taquillas de una plaza de toros, uno de los espacios recurrentes para aquellos espectáculos, junto con las arenas de boxeo y los teatros. De fondo se escuchan las canciones que han emocionado al país durante décadas.
Los primeros en actuar eran los bautizados por el matrimonio como “números resueltos”. Eran quienes resolvían todas sus necesidades escénicas por sí mismos: cómicos, ventrílocuos, magos. Es decir, aquellos que no necesitaban ser acompañados por una orquesta o mariachi. Cuando terminaban ya los estaban esperando tres o cuatro camiones o taxis para llevarlos a la siguiente función. En los intermedios se hacían concursos para la gente del público, recuerda también la hija de Aurora Huerta. Ella era una niña entonces, y se infiltraba entre la audiencia para poder participar.
Todos ellos eran todavía niños en aquel tiempo. “La caravana, para mí, evoca la época de la niñez y el paso a la adolescencia, una época esencial para el desarrollo”, abunda Paloma Jiménez, descendiente del importante compositor. “Recuerdo que, a pesar de ese cansancio, papá volvía a la casa con algo distinto, y eso distinto era un enriquecimiento interior fruto de la convivencia”, cuenta. “Las uvas brotan en racimos, no crecen en solitario”, resume en alusión a la calle de la Vid, donde se encontraba la casa del matrimonio fundador, y el lugar en el que nació y tomó fuerza la idea. Ahí se creó esta familia de faranduleros que entrelaza varias generaciones y que hoy está de celebración. La Caravana Corona ha vuelto a la ciudad.
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