Retratos ‘intimistas’ del Cartel de Sinaloa
Eduardo Giralt Brun lleva desde 2018 tratando de entender la psique de los sicarios del grupo criminal y lo ha reflejado en dos documentales y un libro de fotografías que huyen de los lugares comunes, el glamour y la fetichización del narco
El día que La Vagancia comprendió que en cualquier momento una balacera podía acabar con su vida, decidió dejar constancia de su paso por la tierra. Para los jóvenes como él, sicarios y peones del narco, la muerte llega pronto y sin avisar: en cualquier esquina, reyerta, ajuste de cuentas, bala perdida. Y aunque fantaseaba con dejar el Cartel de Sinaloa y buscar un empleo normal, sabía que la forma más probable de salir de un grupo criminal es preso o de un tiro. Por eso decidió meter en una tarjeta de memoria todas las fotos y videos que había tomado durante sus andanzas y se las confió a una de las pocas personas que conocía ajenas a esa vida, que podría hacer algo útil con ellas: Eduardo Giralt Brun.
Y Giralt Brun (Venezuela, 34 años) las transformó en el libro Sicario Warfare (550BC, 2022) y el documental Sinaloa Foot Soldier: Inside a Mexican Narco-Militia (Soldado de infantería de Sinaloa: dentro de una narco-milicia mexicana, 2022) —junto a Emmanuel Massú y Pouria Khojastehpay—. Un recorrido costumbrista e íntimo en el día a día del comando que La Vagancia capitanea: en sus excursiones por la sierra, sus enfrentamientos con grupos rivales, sus momentos de aburrimiento, sus armas, su camaradería.
La Vagancia —31 años, con nombre real desconocido— entró en el Cartel de Sinaloa a los 22. Conoció a Giralt Brun en 2018. El venezolano trabajaba para un director de cine que quería rodar una película sobre la vida en los bajos fondos sinaloenses, una especie de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002) a la mexicana. Reclutaba a jóvenes en el norte del país que pudieran aparecer como actores y extras, chicos de comunidades rurales y suburbios pobres. Y muchos de los chavales que encontraba pertenecían al crimen organizado. Su sorpresa fue que, al contrario de lo que esperaba, un número considerable de ellos quería salir en el filme.
A Giralt Brun siempre le había interesado comprender la psique de ese mínimo porcentaje de la población que dedica su vida al crimen. Y también la forma de pensar y entender el mundo de los jóvenes de ambientes pobres sin muchas salidas ni opciones. Así que decidió rodar un documental sobre ellos con su teléfono móvil y la ayuda de su compañero de trabajo y amigo Emmanuel Massú, un rapero conocido en Sinaloa que en ocasiones trabajaba de fixer para reporteros y sabía moverse con soltura en esos turbios ambientes.
“Me enfoqué en gatilleros, soldados rasos. Los chavos jóvenes estigmatizados, que sufren además esa masculinidad hegemónica. El 90% me dijo que no quería participar. Pero encontramos a La Vagancia, y es un gran personaje”, cuenta un martes soleado de febrero en su casa de dos habitaciones en Ciudad de México. El salón está decorado con reliquias recolectadas durante el trabajo de campo, como un palo con una AK-47 dibujada que usan en el Cartel de Sinaloa para castigar a sus miembros díscolos.
‘Los Plebes’
Giralt Brun es un tipo alto y fornido, de brazos tatuados, pelo rapado al cero y barba también rasurada con la excepción de un poblado bigote que domina su rostro. Viste ropa ajustada y de su cuello sobresalen tres medallas. Habla con todo su cuerpo, de forma enérgica. Acompaña cada palabra con gesticulaciones, movimientos de hombros. Y cuando la conversación se pone interesante se muerde el labio y sutilmente asoma una media sonrisa de complicidad.
El documental que él y Massú llevaron a cabo, Los Plebes, se estrenó en 2021 en festivales cine independiente sin mucho éxito comercial. Al gran público, acostumbrado a la visión glamurosa y adrenalínica de los carteles que se ve en Netflix, no le convenció su particular visión, más cercana al realismo sucio de Pasolini. Apenas se ven tiroteos ni escenas de acción. No hay grandes mansiones, coches de lujo ni narco corridos en su nombre. Sí hay suburbios grises, casas de ladrillo inacabadas, suelos de concreto, ropa barata.
Se explora el día a día de La Vagancia: juega a videojuegos, conduce por la ciudad, cuida a su perro, intenta ligar con chicas y está siempre atento a su teléfono, porque en cualquier momento su jefe puede llamar para encargarle algún trabajo. Incluso su protagonista les dijo al ver la cinta que habían hecho una película muy aburrida.
Además, han recibido fuertes críticas que les acusan de “humanizar” a los sicarios, de justificar su violencia. Pero Giralt Brun y Massú están cansados de la polaridad de los conceptos del bien y del mal, del verdugo y la víctima. “¿Un niño de 15 años reclutado por el narco no es una víctima?”, argumenta. “Si pasa en África los llamamos niños soldado. Pero aquí los consideramos como lo peor. No puedes construir un país si a estos morros no los consideras ciudadanos”.
De cartel a grupo paramilitar
Los Plebes se rodó durante 2018, y con el paso de los años La Vagancia ascendió de escalafón en la jerarquía del cartel. De gatillero pasó a tener su propio comando y entrenar a los nuevos reclutas. Fue en ese momento cuando el sicario envió a Giralt Brun y Massú las fotos y videos en tarjetas de memoria. En Sicario Warfare y Sinaloa Foot Soldier se aprecia su cambio, pero también el del grupo criminal. “Hay una evolución de cartel a grupo paramilitar que quiere poder y territorio, ya no solo trafica con drogas”, explica el venezolano.
En el prólogo de Sicario Warfare, Pouria Khojastehpay, el editor del libro, reflexiona sobre la evolución de la idea de anonimato y hermetismo en el crimen organizado de hoy en día: “La mafia no es ese mundo secreto que crees imposible de acceder. La industria ha evolucionado y la generación actual de gánsteres cada vez está menos en contra de que se escriba sobre ellos o se compartan sus fotografías. A muchos jefes y sus hombres les gusta hablar, presumir y disfrutan siendo retratados por autores y directores como versiones reales y modernas de Tony Montana [de la película de 1983 Scarface] o Michael Corleone [El Padrino, 1972]”. En la entrevista, Giralt Brun añadirá: “Se agotan de tantas narrativas de la otredad, quieren recuperar su propia narrativa”. Apoderarse del discurso.
En el corto documental, además de escuchar disparos y seguir al comando por el monte, La Vagancia reflexiona sobre la vida del sicario: lo fácil que es morir; lo difícil que es escapar. Por ejemplo: “Uno piensa en muchas cosas en pocos segundos cuando está en un enfrentamiento. La adrenalina te sienta bien y a veces mal, todo depende del estado de ánimo. Pero con el tiempo vas agarrando miedo. Es algo difícil de explicar. A veces piensas en dejar este trabajo. Demasiadas veces. Sí siento, los sentimientos no se me terminaron y tampoco tengo el corazón de piedra. Lo que vivo aquí es algo normal, algo de trabajo. No me considero una persona mala”. “Es muy abstracto pensar en ti mismo como un personaje. Este chavo lo tiene. Es consciente de que su vida tiene un lado dramatúrgico”, amplía Giralt Brun.
Al venezolano, que estudió artes visuales, no le gusta hablar de sí mismo como un experto. Rechaza los términos académicos y se centra en el conocimiento que le ha dado el trabajo de campo. Referencia constantemente libros y películas de cine clásico. A medida que la conversación avanza, el arcón que le sirve de mesa va llenándose con una decena de cuadernos y libros que agarra de la estantería para ejemplificar sus argumentos, como The Corner, un retrato de los bajos fondos de Baltimore escrito por Ed Burns y David Simon, creador de la aclamada serie The Wire.
“Que los chavales se meten en el narco porque son pobres es un argumento clasista. La mayoría de chavos pobres de esos barrios buscan trabajos honestos. Y el crimen no es fácil. Ganas igual que en un Oxxo. Lo interesante es, entonces, ¿por qué se meten?”, reflexiona. “Hay países más pobres que no tienen la violencia de México. Es una tormenta perfecta, no hay una sola razón. Está la prohibición de las drogas, la falta de un Estado de bienestar, tener a los gringos de vecinos…”.
Miedo y moral
Pasar tanto tiempo rodeado de gente que asesina y desaparece a personas como parte de su trabajo no es algo fácil. “He tenido miedo sobre todo cuando hay alcohol y droga de por medio”. Cuenta que, siempre que va a orinar estando con ellos, se descubre teniendo el mismo pensamiento: “¿Qué les costaría meterme un tiro en la cabeza?”. Y lo compara con nadar dos horas a mar abierto, algo que le encanta: tienes que aceptar que estás en medio de la naturaleza y no tienes el control de la situación. Que cualquier cosa puede pasar.
Pero no solo el miedo afecta. Estar expuesto a esos niveles de violencia, a ciertas experiencias extremas, pasa factura también a la forma de comprender y valorar esa realidad. Éticamente, te vuelves más laxo con algunos escenarios. “No soy activista de derechos humanos ni de las autoridades, soy cronista. Pero el compás moral se empieza a doblar, es difícil”.
“Todos te van a decir que solamente matan a enemigos, no a gente inocente. Tienen una narrativa del bien y el mal: ellos son los malos y nosotros los buenos. No he conocido a nadie que me diga ‘soy un hijo de puta y me gusta matar a gente inocente’. Tienen un discurso de lucha justa”. Y te cuentas “mentirillas” para sobrellevarlo. Que el asesino con el que has desarrollado un trato cercano a fuerza de horas de entrevistas es “el menos malo de los malos”. Que ellos no violarán ni desaparecerán a sus rivales. Que el mundo de por sí ya es un lugar muy feo y así es la vida.
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