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Wolfram Eilenberger, filósofo: “Los niños son unos filósofos malísimos, pero tienen muy buenas preguntas”

El pensador alemán y escritor cree que es un peligro idealizar la mirada infantil de la vida y que la gran paradoja de nuestra cultura es tener más tiempo que nunca con los hijos y que, sin embargo, haya una falta importante de atención hacia ellos

Wolfram Eilenberger
El periodista y filósofo Wolfram Eilenberger durante una conferencia en Colonia en junio de 2022 (Alemania).Horst Galuschka (dpa / picture alliance / Getty)

El prestigioso filósofo alemán Wolfram Eilenberger (Friburgo, 50 años) tiene dos hijas gemelas de 19 años. Ambas se transforman en una niña de seis años en las páginas de ¿Sufren las piedras? (Taurus, 2023), un ameno libro que se despliega a partir de 17 preguntas filosóficas surgidas de las conversaciones que mantuvo Eilenberger con ellas: 17 fogonazos de asombro cotidiano.

Por el camino se dan cuestiones esenciales de la condición humana abordadas con una sencillez no exenta de profundidad: desde la conciencia de uno mismo hasta la enfermedad y la muerte, pasando por el casi azaroso del nacimiento de una persona. “En mi libro no es tanto el padre el que educa a la hija, sino la hija la que enseña al padre al formularle unas preguntas que el progenitor tiene que intentar responder y responderse”, afirma el autor.

PREGUNTA. ¿Son los niños unos filósofos en potencia?

RESPUESTA. Tenemos el tópico de que los niños son unos grandes filósofos, pero es una idea equivocada. Los niños son unos filósofos malísimos, lo que pasa es que tienen muy buenas preguntas que formular. Las preguntas les salen solas, como comer, jugar o dormir, pero no tienen la formación ni el arte para enfrentar esas cuestiones. Sí que te diría, en cambio, que las preguntas de los niños son un punto de partida para la filosofía, porque nos hacen darnos cuenta de que nunca nos hemos respondido esas preguntas y de que, incluso, nos las negábamos, que fingíamos que no existían.

P. ¿Cuál fue la pregunta filosófica que le realizaron sus hijas que le dejó más noqueado?

R. Yo creo que la pregunta más profunda y triste a la vez, y que en parte es de donde surge el libro, fue “¿Dónde está ahora el abuelo?”. Una de las niñas me hizo esa pregunta en un momento doloroso, cuando acababa de fallecer mi padre. Esa pregunta me conmovió. Pero hay otra que también me gustó mucho y que me preguntó una de mis hijas cuando tenía cinco años. Estaba mirando las librerías del salón y dijo: “¿Por qué se han escrito tantos libros?”. Menuda pregunta. Sobre todo, para un filósofo.

P. Mis dos hijos, de nueve y seis años, cuando tenían cinco aproximadamente, me hicieron la misma pregunta: “Papá, ¿somos de verdad o somos una película?”.

R. Fíjate en la profundidad natural que tiene esa pregunta. Es una cuestión que muestra el escepticismo sobre si estamos viviendo una realidad o una ilusión. Esa pregunta te dice dos cosas: que saben cuál es la diferencia y que también saben que esa diferencia es difícil de percibir. ¡Y tienen cinco años! Es increíble la profundidad que pueden tener las preguntas que nos hacen los niños; y al mismo tiempo es sorprendente la velocidad a la que pierden interés en sus propias preguntas.

P. Su libro es una invitación a recuperar esa curiosidad infantil.

R. Ahora hay tantos libros que te dicen que tienes que encontrar tu niño interior, recuperar la mirada infantil... Yo espero que el mío sea visto como un libro sobre la experiencia de crecer, que es mucho más difícil que seguir siendo niño.

P. De hecho, en su libro no hay atisbo de nostalgia por la infancia.

R. A mí no me gusta mucho esa idea de volver a ser niño. La idea que me gusta es la de abandonar la infancia manteniendo vivas las preguntas de los niños. El niño es el que inicia el diálogo, sí, pero la idea de lo que significa ser padres, responder a estas preguntas, tener un diálogo con tus hijos, constituye el corazón del libro. Vivimos en peligro de idealizar esa mirada infantil y me parece un error gravísimo, porque es una geología de la inmadurez. Por eso he querido cambiar la perspectiva: hay que crecer haciéndonos las mismas preguntas que nuestros hijos. Al final, cuando hablas con ellos, al menos cuando yo lo hago, hay dos voces: hablo con las niñas, pero a la vez estoy hablando conmigo mismo; que es una situación si se quiere muy filosófica. Es lo que yo llamo el amigo imaginario. Solo ese doble diálogo ya es un paso hacia una mayor madurez.

P. El libro precisamente parte de la amiga imaginaria de su hija. Usted plantea una idea muy interesante: que los amigos imaginarios de la infancia son una manera de impulsarnos a plantearnos quiénes somos y qué queremos ser.

R. Sí, es esa mejor persona que buscamos ser. En los inicios de la filosofía, esa segunda voz, ese amigo imaginario, es casi el elemento más importante. Yo creo que se puede definir a los filósofos como adultos que todavía tienen un amiguito imaginario (risas).

P. Sin embargo, la idea de amigo imaginario nos sigue causando inquietud desde la mirada adulta.

R. Es cierto, alguna inquietud nos genera, pero opino que es una inquietud positiva que deberíamos agradecer. Lo que nos asusta de ese amigo imaginario en el fondo es el miedo que tenemos a las preguntas en sí, y el miedo a no saber responderlas. Pero hay que enfrentar ese miedo; y la mejor forma de enfrentarlo es hablando con los demás.

P. En las conversaciones que mantiene con su hija abordan aspectos esenciales de la condición humana. ¿Siente que muchas veces nos cuesta tratar estos temas con los hijos?

R. Sí. Precisamente porque son temas difíciles de abordar también con cualquier otro adulto. En ese sentido, resulta casi paradójico que los niños parezcan más maduros que los adultos, porque ellos sí que se plantean estas preguntas y además de forma muy directa, como si fuese una cosa muy normal de la que se debe hablar. Sin embargo, como adultos evadimos estos temas, fingimos que no existen. No es la manera en que deberíamos educar a nuestros hijos, porque los niños están preparados para escuchar y entender las respuestas difíciles y las verdades duras de la vida si se las transmitimos de forma honesta. Es un error construir una burbuja en torno al niño para que no tenga que afrontar los temas serios de la realidad.

P. A veces parece que vivimos tan estresados que también nos falta tiempo para abordar estas conversaciones.

R. La paradoja central de nuestra cultura es que tenemos más tiempo para nuestros hijos del que seguramente ha tenido ningún padre varón en la historia; y, sin embargo, hay una falta importante de atención a ellos. Y es una pena, porque nada une más, ni crea más confianza, ni da más solidez a una relación que una conversación profunda. Y eso los niños lo saben. Saben cuándo les estás escuchando y cuándo no, cuándo les estás tomando en serio y cuándo no. No hace falta estar todo el día hablando con tu hijo, pero si dedicas 10-15 minutos a un diálogo de verdad para responder a sus preguntas lo van a recordar y, seguramente, la relación con ellos será mucho mejor. Es casi tan obvio que me da vergüenza decirlo: nada en nuestra vida es más valioso que una conversación de verdad.

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