Retrato del terror ruso en Energodar, junto a la central de Zaporiyia: “Es peligroso hasta mirar a los ojos en la calle”
Torturas, persecución, miedo, desconfianza, escasez de recursos, los relatos de los ciudadanos ucranios que aún permanecen en esta localidad ocupada por fuerzas rusas al inicio de la invasión describen un auténtico Estado policial asfixiante
Volodímir, de 63 años, agarra el móvil y enseña, encorvado sobre la mesa, uno de los últimos mensajes de alguien que aún reside en la ciudad de Energodar, en el sureste de Ucrania, ocupada por fuerzas rusas desde principios de marzo de 2022. Dice lo siguiente: “Hay fuegos, parece que todo prende. Siento apatía (…). Los problemas de agua y electricidad son habituales”. El fragmento no incluido es una frase en clave utilizada con frecuencia para, sin levantar sospechas, alertar de que los uniformados rusos están cerca y es peligroso. Volodímir, que prefiere preservar su apellido por seguridad, era trabajador en la central nuclear de Zaporiyia, la más grande de Europa, situada en la cara oeste de Energodar, a orillas del río Dniéper. Mantiene, como otros muchos vecinos que huyeron, comunicación con la localidad a través, generalmente, de aplicaciones encriptadas. Los testimonios que recogen hablan de un clima de terror, una ciudad temerosa, desconfiada; vigilada en la calle y dentro de casa por militares y servicios de inteligencia. Un Estado policial que detiene y tortura; que ha traído nuevos ciudadanos para rusificar los barrios, y de donde es difícil salir.
Este exempleado de la central abandonó Energodar dos meses después de que llegaran las tropas rusas. Como muchos vecinos, había ondeado banderas de Ucrania para protestar. “Y eso fue peligroso”, apostilla Volodímir. “Se llevaban a compañeros del trabajo y los golpeaban”. Había empezado la represión. Algunos colegas siguen trabajando allí y hablan con él. “Es difícil para su salud mental”, admite. Para comunicarse utilizan “palabras especiales”. Tienen que ser muy prudentes. “Han visto incluso por las calles a hombres con auriculares en vehículos rastreando las conversaciones”. Él quiere volver a casa. Su relato aquí es pasional ― “Energodar es Ucrania y Rusia tiene que irse”, dice―, pero no sabe lo que se encontrará: “Están llevando a población rusa a la ciudad”. Las últimas imágenes que ha recibido desde dentro muestran, precisamente, enormes fuegos provocados, según le cuentan, por proyectiles disparados desde cerca.
La central de Zaporiyia era prioridad en la ofensiva lanzada por Moscú en febrero de 2022. El ejército ucranio resistió poco más de una semana. Dmitro Orlov, de 39 años, es el alcalde de Energodar, hoy desde unas oficinas en Zaporiyia, a unos 130 kilómetros al noreste, que sirven de centro de coordinación para ayudar a los desplazados. “Tenía dos opciones”, señala, “o cooperar o irme”. Las fuerzas rusas le querían forzar a colaborar, pero él se negó. “No fue una decisión difícil”, continúa el primer edil de la ciudad, “porque me podrían haber matado”.
Orlov conversa tranquilo, didáctico. Se toca el anillo del dedo anular mientras describe cómo es la vida hoy en su ciudad. “Sobrevivir allí es muy duro”, cuenta, “los rusos rastrean a los que usan redes sociales o aplicaciones”. La mayor amenaza, sostiene el regidor, no es que te pillen, sino lo que te hagan. “El principal riesgo es que los militares rusos siguen allí y no respetan los derechos humanos”, asegura. Según sus cuentas, un millar de vecinos, entre ellos, un centenar recientemente, han pasado por las “cámaras de tortura”, celdas de tres o cuatro metros cuadrados en los que meten a entre 15 y 18 personas. Allí habrían perdido la vida al menos 10 detenidos. “Es un Estado policial”, afirma Orlov, “quieren forzar a la gente a seguir sus reglas, quieren reeducarlos. Les gusta golpear, sienten impunidad”. Y todo esto, aderezado con alcohol y drogas.
En torno a un 40% de los 52.000 habitantes que residían en Energodar sigue allí. Salir libremente está prohibido; hay que cruzar los controles militares y rezar para que en el siguiente no te paren. Además, hay minas en los alrededores, también de la central nuclear. Quedarse también es peligroso, por lo que cuenta Orlov, y porque escasean el agua y la electricidad.
Hay un riesgo grande añadido: la seguridad de la central ―el último incidente registrado fue el ataque con un dron el pasado abril―, gestionada hoy por la empresa rusa Rosatom. Sus seis reactores están en parada fría, una medida que reduce riesgos ante un posible accidente. El último en hacerlo, en abril, fue el número 4, que había servido para alimentar las calefacciones de Energodar. Desde febrero, Rosatom exige a los que quieran seguir trabajando en las instalaciones firmar un nuevo contrato con la estatal rusa; 2.000 empleados lo han hecho, por muchos otros que han abandonado la planta. Antes de la invasión, la central contaba con 11.000 trabajadores.
Mila, de 43 años, estuvo empleada en la central durante una década, aunque llevaba tiempo en otros menesteres cuando llegaron los blindados rusos. Es por estos oficios y porque dice estar en la “lista negra” de Moscú, por lo que prefiere no revelar su apellido. Mila siente angustia. Mientras habla, sus ojos, grandes, se llenan de lágrimas. Los abre y cierra despacio, para digerir lo que cuenta. Huyó a campo traviesa siete meses después de la ocupación tras saber que el servicio secreto ruso (FSB) la buscaba, pero dejó algo muy valioso detrás, a sus padres. “Es difícil para mi salud mental y he pedido ayuda porque me siento culpable de no poder convencerles”. Y no lo logró porque ellos creían que Energodar sería liberada. Se equivocaron.
Ahora, esta mujer espera a que sus padres la llamen porque ella, por seguridad, no puede hacerlo. Existe una posibilidad algo remota para que algunos vecinos utilicen aún la línea convencional. “La vida allí es muy complicada”, afirma Mila, “ya no puedes fiarte ni siquiera del vecino”. Porque, continúa, puede ser prorruso, o puede ser un espía o quizá haber llegado desde Rusia tras la invasión. Sus padres le confiesan que están preocupados por el mañana, que tuvieron que aceptar tener pasaportes rusos para poder ir al médico y comprar medicinas. “Ellos son mayores y las necesitan”, continúa ella. Mantiene contacto también con unos amigos que tuvieron que quedarse porque sus padres ya ni siquiera podían caminar. Todos coinciden: la gente permanece sentada en las casas para evitar toparse con las patrullas rusas en la calle.
Iván Samoidiuk, de 61 años, vicealcalde de Energodar, es testigo y víctima de lo más duro del sistema represivo establecido en la ciudad. Samoidiuk, de cabello cano, como la barba, rasurada con esmero, pasó bajo arresto 333 días. “Lo mismo le hubiera pasado a Dmitro [Orlov] si no se hubiera ido”, apunta. Él tampoco quiso cooperar. Tan solo unas semanas después de ocupar la ciudad, las fuerzas rusas metieron a este edil en un hoyo en el que vio casi de todo. Cuando se le pregunta por las torturas, sonríe como si eso ya fuera un secreto a voces: “Son muy buenos. Llegan a la habitación y te ponen la música muy alta, canciones estúpidas repetidas 100 veces en bucle. Suelen pegar y te cuentan cosas como que han conquistado Kiev, cuando allí dentro no sabes nada”. El vicealcalde vio llevarse a dos personas en cajas negras.
―¿Qué le pasaba por la cabeza?
―Agotan tu lógica.
El 23 de febrero del pasado año, le vendaron los ojos y lo metieron en un coche. Inició un viaje de 24 horas en el que, según sus cábalas, pasó por Melitópol, a un centenar de kilómetros al sureste, por Taganrog, en territorio ruso, para ser puesto en libertad en el paso con la provincia ucrania de Sumi. “Perdí un año de mi vida, pero gracias a Dios sobreviví”.
Mientras Samoidiuk permanecía bajo arresto, cientos de vecinos marchaban en las calles para exigir su liberación y protestar por la ocupación rusa. La caza de los fieles a Ucrania ya había empezado. En julio de aquel año, Maxim ―nombre ficticio―, de 41 años, extrabajador también de la central nuclear, supo a través de su mujer que los rusos le estaban buscando. Había sido uno de los organizadores de las manifestaciones. Al día siguiente, cogió cuatro cosas y se marchó; luego le seguiría su mujer. La rutina de muchos antiguos compañeros, así lo cuenta él, se limita en la actualidad a ir de casa a la planta, regresar, dormir, y de nuevo al tajo. No hay más. De complexión fuerte, cuidadoso en su relato ― “esto es para ti, pero no lo escribas”, dice en varias ocasiones―, Maxim ha cortado comunicación con aquellos que firmaron con Rosatom porque ya no sabe “de qué lado están”. Admite, no obstante, que muchos simplemente tratan de sobrevivir.
“Cada vez es más difícil salir de allí sin un pasaporte [ruso] o contrato”, prosigue en su narración, con sigilo, “te pueden parar y meterte 10 días de arresto”. Hace dos meses, alguien pudo hacerlo, abandonó Energodar. Describe, según el relato de Maxim, calles vacías, en las que es peligroso hasta “mirar a los ojos” al que viene de frente. La última novedad: miembros del FSB y militares rusos patrullando de paisano por la ciudad.
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