Sasha evitó el traslado forzoso a Rusia gracias a su abuela. Miles de niños ucranios no lo lograron
Kiev identifica a casi 20.000 menores en poder de las autoridades rusas, pero estima que la cifra total ronda el cuarto de millón. Los pocos retornados hablan de lavado de cerebro, nueva identidad y procesos de adopción ilegales
Para saber cómo está Oleksandr Radchuk dos años después de ver por última vez a su madre hay que preguntar a la abuela. Cabizbajo y serio, narra su historia, a trompicones y con el desorden de un niño, pero no se abre. Ella, Liudmila Sirik, de 53 años, aprovecha que está entretenido deslizando el dedo sobre el móvil, sentado en un tobogán, para bajar la voz, como lo haría cualquier abuela que contase un secreto: “Sasha [derivado de Oleksandr] está muy cerrado”, dice la mujer, “llora cuando se acuerda de su madre y dice que quiere que vuelva”. Está preocupada por el crío. Si no fuera por ella, el niño no estaría a sus 13 años revoloteando por un parque verde y soleado de Ichnia, a orillas del río Ichenka, en el norte de Ucrania.
Sirik tardó dos meses en reunir los papeles y emprender un largo viaje para recuperar a su nieto, herido en un bombardeo en Mariupol, detenido y encerrado en un hospital controlado por uniformados rusos. Una historia de coraje, el de la abuela, pero también de frustración, porque no hay noticias de la madre, Snizhana Kozlova, de 32 años, y porque miles de niños ucranios no tuvieron la suerte de Radchuk y fueron deportados a Rusia, atrapados en un agujero cavado a conciencia por Moscú.
Las cifras, incluso las más prudentes, son muy elevadas. El Gobierno de Volodímir Zelenski ha logrado poner nombre y apellido a 19.546 menores ucranios en poder del Estado ruso. Niños que perdieron a sus padres entre las bombas o que fueron separados de sus progenitores por las tropas rusas; que permanecen en territorio ocupado o que fueron transferidos a la fuerza a Rusia. Moscú ofrece un número mucho mayor: 744.000 menores. Y lo hace de manera pública con el argumento de que los evacuaron de las zonas en conflicto para velar por su seguridad. Daria Gerasimchuk, asesora y comisionada presidencial para los derechos del niño en Ucrania afirma en entrevista con EL PAÍS que los datos aireados por el Kremlin son exagerados y que la cifra de menores “secuestrados” está entre los 200.000 y 300.000. Unos volúmenes gigantes al lado de los pocos críos que han podido retornar: 388.
Radchuk contaba 11 primaveras cuando su vida dio un vuelco. Mientras relata aquel abril de 2022 en el que las fuerzas rusas penetraron en Mariupol, en el este ucranio, frente al mar de Azov, juguetea con una botella que bebe a sorbos y a la que quita la pegatina con sus uñas mordidas. Mira de frente, tímido. Su mirada no es la que solía debido al impacto de una esquirla debajo de su ojo izquierdo. Así lo recuerda, con una voz grave, adolescente: “Había tiroteos y me escondí entre dos garajes. Luego me acordé de mi hermana [entonces de tres años], que estaba en casa de la vecina y fui allí. También estaba mi madre. Hubo una explosión y algo caliente se me metió debajo del ojo”. El bombazo arrancó de cuajo la pierna a uno de los vecinos. La guerra nunca había estado tan cerca. Kozlova, que aparece en las fotografías como una mujer delgada y de pelo largo, de un tono castaño oscuro, con los ojos claros como el chico, supo enseguida que no podían quedarse. Estaban en peligro.
Por entonces, la abuela Sirik, desde Ichnia, había perdido la comunicación con ella. Kozlova vivía con sus dos hijos; su marido, padrastro de Radchuk y con el que había tenido a la pequeña de tres años, combatía en el sector de Donetsk. Cuando aquello caliente hirió al niño, madre e hijo acudieron a la acería de Illich, refugio como la planta de Azovstal para muchos civiles. La menor se quedó con los abuelos políticos de Radchuk. El infierno estaba a las puertas. “No tenían equipamiento”, cuenta el chico, “así que me quitaron la esquirla y me limpiaron la herida”.
Allí, en la fábrica de Illich, estuvieron refugiados dos semanas hasta que llegaron las tropas rusas, tomaron las instalaciones, obligaron a la rendición del personal médico y los civiles, los detuvieron y transfirieron al punto de filtración (interrogatorio) de Bezimenne, en Donetsk. “Tuvieron a mi madre dos horas bajo interrogatorio”, recuerda Radchuk, “luego regresó y vino el servicio de tutela de menores y nos dijo que nos separarían”. Ni siquiera le dejaron despedirse de ella. Lo que le apetece contar de lo que pasó después dice mucho de lo que es un niño, algo muy especial, y de lo que necesita. “Me hice amigo de otro niño de 14 años que tenía un trauma y pasamos tiempo juntos”.
Desde su oficina en el Centro de Exposiciones de Kiev, la capital del país, la comisionada Gerasimchuk, al frente del programa gubernamental Bring Kids Back (Traer a los niños de vuelta), describe, a partir de los testimonios de niños retornados, cómo estos menores acaban en poder de las autoridades rusas: apresados tras el asesinato de sus padres; separados a la fuerza de sus familiares biológicos; arrebatados en el proceso de filtración; aprehendidos en instituciones fuera del alcance de las autoridades ucranias; tras pasar por campos de recreo rusos a los que son enviados bajo coacción, y, finalmente, a partir de exámenes médicos que Moscú utiliza para justificar, por cuestiones de salud, deportaciones hacia Rusia.
Sea un método u otro, Gerasimchuk lo llama “genocidio”, un plan orquestado para separar a los niños física y mentalmente de sus padres, lavar sus cerebros ―les repiten como si fuera una tortura que sus progenitores ya no los quieren y que Ucrania dejó de existir, mensajes difíciles de revertir en los procesos de recuperación de los retornados― y convertirlos en ciudadanos rusos, con nuevos documentos de identidad, nombres y padres adoptivos. El daño puede ser irreversible en los casos de recién nacidos. El pasado 12 de junio, el diario británico Financial Times hizo pública una investigación en la que identificaba a cuatro niños ucranios en una web de adopciones vinculada al Gobierno ruso. Detrás de este entramado de deportaciones estaría la comisionada rusa para los derechos del niño, Maria Lvova-Belova, contra la que pesa una orden de arresto del Tribunal Penal Internacional (TPI) por presuntos crímenes de guerra. Por el mismo motivo y en el marco de la misma causa, el TPI pide la detención del presidente de Rusia, Vladímir Putin.
Entre el 5 y 6 de abril de aquel 2022, no recuerda el día exacto, Liudmila Sirik recibió la llamada del padrastro de su nieto. Le contó al teléfono que el niño había resultado herido. Mientras Radchuk pasaba por la acería de Illich y era separado de su madre en el campo de filtración, su abuela empezó a mover los hilos con las autoridades locales de Ichnia para poder localizarlos. Hizo que se distribuyera un aviso de búsqueda del chico que llegó hasta Mariupol. El día 19 sonó el teléfono de nuevo. Alguien sin identificar le preguntó si era la abuela de Oleksandr Radchuk. Ella contestó afirmativamente y, poco después, fue el pequeño Sasha el que la telefoneó desde un hospital de Donetsk. Quería volver con ella a Ichnia. El niño contó que le estaban poniendo unas gotitas en el ojo, pero que ni tenía papeles ni dinero. Estaba expuesto.
Ya circulaba por aquel entonces información sobre traslados de menores y deportaciones a Rusia. No es una práctica nueva. El movimiento forzoso de la población, como fuerza de trabajo, por castigo o por motivos étnicos, fue política de Estado en la Unión Soviética. Desde la anexión ilegal de Crimea y ofensiva sobre el Donbás, en 2014, y tras la conquista de más territorios en la actual invasión, Moscú ha transferido población rusa a la Ucrania ocupada. “Cuando Sasha llamó”, admite la mujer, “le pedí a los servicios del hospital que me dijeran dónde estaba y que le aguantaran allí”. Quedaba poco tiempo; el proceso había echado a andar: el niño, según su relato, había sido informado de que le enviarían a un internado y sería adoptado por otra familia.
El punto cuatro de los diez de los que consta la fórmula Zelenski para la paz habla, precisamente, de la puesta en libertad de todos estos menores. Khrystyna Shkudor, de la campaña ucrania Where Are Our People? (¿Dónde está nuestra gente?) afirma que existe un plan organizado desde el Kremlin y tres motivos: cometer un genocidio, paliar el problema demográfico y alimentar el ejército ruso con estos menores, posibles futuros reclutas. Aunque algo sabe de cómo han regresado los pocos que lo han hecho ―en ocasiones con la mediación de países terceros como Qatar―, prefiere ahorrarse detalles que puedan, si ven la luz, cerrar alguna vía utilizada preferentemente por Moscú. Pero advierte: “Rusia no quiere devolver a los niños”. Aclara algo que, como ella, ha aprendido el colectivo de organizaciones que trabajan en la búsqueda y regreso de los menores. Moscú no se lleva a su territorio a los que no cuentan con buena salud. Esto invalida la versión del Kremlin sobre la “evacuación” por motivos de seguridad. Si se discrimina, se trata de otra cosa, más si cabe si el fin último es la rusificación de estos niños.
Con frustración, como también hiciera Gerasimchuk durante su charla, Shkudor denuncia la labor poco productiva de organismos como la ONU o el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). Preguntado por EL PAÍS, el CIRC señala: “En cooperación con las autoridades rusas y ucranias, así como con funcionarios de Qatar y Bielorrusia, el Comité ha ayudado a varias decenas de niños a reunirse con sus familiares en Ucrania”. Esa colaboración es imposible en el caso de Kiev. La comisionada ucrania señala un factor esencial para entender a lo que se enfrentan: “El reto [para recuperarlos] es enorme, en primer lugar porque Moscú no respeta los derechos de la infancia [que prohíben su traslado forzoso o separación de familiares biológicos]”, explica Gerasimchuk, “además, no mantenemos ninguna comunicación con ellos. Cuando Rusia se sienta aislada, empezará a devolver a los niños”.
La abuela Sirik se enfrentó casi sola a ese agujero profundo cavado por el Estado ruso. Llegar hasta él es muy difícil. A ella le llevó dos meses. Tenía que probar, con documentos, que era la abuela del niño. Tenía que llegar además a una zona de Ucrania controlada por los militares rusos. Por la directa, a través del territorio de su país, a lo largo de alrededor de 600 kilómetros, no podía ser porque se las vería con el frente de batalla. Reunió los papeles con la ayuda de un sobrino militar y emprendió un viaje de miles de kilómetros y varios países en la linde con Ucrania (Polonia, Lituania, Letonia, Bielorrusia...) hasta poder alcanzar Donetsk desde territorio ruso. Se topó con controles de seguridad de las tropas de Moscú, pero lo logró. Abuela y nieto regresaron por fin a Ichnia el 30 de junio. Pero el dolor no cesa; dos años después, sigue faltando Snizhana Kozlova. Sirik teme que la participación de su marido en el combate no haya jugado a su favor. Alguien dijo haberla visto en Taganrog, al otro lado de la frontera, en la región rusa del Rostov del Don. Pero no hay nada más. “No creo que esté por su propia voluntad”, señala su madre.
―Y tú, Sasha, ¿dónde crees que está?
―Creo que está presa en Rusia.
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