Sobrevivir en Melitópol y Berdiansk, una “gran cárcel” bajo ocupación rusa
Moscú impone el rublo, su policía, su educación, su propaganda, sus urnas, su censura y su administración a unos ciudadanos ucranios que esperan el día de la liberación
Oksana, de 52 años, sigue viviendo en su apartamento de Berdiansk, en el sur de Ucrania, pese a la ocupación rusa que sufre desde hace un año. Le ata su madre, Lina, de 83 años, que no puede ser evacuada fuera de esta ciudad a orillas del mar de Azov y perteneciente a la región de Zaporiyia. Asume con resignación el precio que ha de pagar a diario. Le sostiene la esperanza de que uno de estos días, quién sabe cuándo, sea liberada esta población que antes de la guerra tenía unos 110.000 habitantes que ahora se han reducido a la mitad o menos, según sus responsables en el exilio. La situación es similar para los que aguantan en Melitópol, otra ciudad ocupada de la misma región. Ambas están enclavadas en un corredor terrestre esencial para que Moscú logre mantener conectadas la península de Crimea y Donbás, también zonas invadidas. Romper ese pasillo, que pasa también por la crucial Mariupol, es objetivo primordial del ejército de Ucrania. Pero, ¿cómo es el día a día de los ucranios que viven bajo el yugo ruso en esas localidades fuera de las zonas de combate?
Como para muchos otros, la vida de Oksana ha dado un vuelco, reconoce durante una entrevista telefónica con EL PAÍS. Ha perdido su trabajo de ingeniera química, pues se ha negado a aceptar el pasaporte ruso y a colaborar con la autoridad que detenta el poder. Además, la invasión la mantiene alejada de sus dos hijos y de su marido, Oleksii. El hombre enterró en julio a su madre y en septiembre tuvo que trasladarse a Zaporiyia, la capital regional, que sigue en manos de Kiev, para no perder su empleo en la administración de aduanas. Las principales ocupaciones de Oksana ahora son el cuidado de Lina y conseguir comida, que ha de pagar en rublos.
Rodeada de colaboracionistas
Esta mujer no niega que vive rodeada de colaboracionistas o empleados llegados de la mano de la autoridad títere de Moscú, pero esa nueva administración no ha logrado, por ejemplo, gestionar el cobro de servicios públicos como la luz, el gas o el agua, que lleva meses sin abonar. Tratan de extender sus tentáculos entregando pasaportes rusos, pagando pensiones de 10.000 rublos (unos 125 euros) a personas mayores y discapacitados, obligando a la adquisición de tarjetas con números de teléfono de ese país o imponiendo sus medios de comunicación y propaganda. También impone su censura digital, que muchos ciudadanos han aprendido a sortear empleando, por ejemplo, herramientas VPN que evitan el bloqueo de páginas web o aplicaciones.
Los únicos gastos cotidianos que afronta Okasna, además de la comida y las medicinas de Lina, son la conexión a internet, que llega desde la ocupada península ucrania de Crimea, y los pagos de la comunidad del edificio donde habita. La mujer tampoco niega que hay parte de la población que comulga con los planes imperialistas del presidente ruso, Vladímir Putin. Eso le obliga a restringir al máximo sus contactos y los temas de sus conversaciones. “Sé que es muy difícil hacerles cambiar de opinión. No nos podemos fiar de ellos y qué consecuencias pueda tener que hablemos”, advierte. Aun así, cree que la vida es “más segura” en las ciudades que en las zonas rurales, donde las casas individuales permiten a los rusos un control más estrecho de los ciudadanos.
El miedo a represalias, como ocurre al resto de entrevistados telefónicamente para este reportaje, le lleva a esta mujer a pedir que no se publique su nombre real. Pese a todo, su vida transcurre sin apenas contacto con las fuerzas de seguridad rusas. Los militares tienen sus bases a las afueras de Berdiansk y son agentes de policía los que se encargan de patrullar con más frecuencia las calles y llevar a cabo registros o interpelar a sospechosos de colaborar con Kiev. La resistencia ha conseguido ya colocar algunos coches bomba que han costado la vida a algunos responsables del entramado de poder prorruso. Sin embargo, en estos meses, Oksana solo ha tenido que enfrentarse a un control de las fuerzas de ocupación, fue el pasado julio para acudir al cementerio, al entierro de su suegra.
Mientras, Kiev sigue pagando pensiones como la de Lina, de 5.000 grivnas al mes (unos 130 euros), suficiente para los gastos que afrontan ella y su hija, que ascienden a unas 3.000 o 4.000 grivnas mensuales. El Gobierno de Ucrania también trata de que los salarios de los funcionarios estén al día pese a las dificultades que afronta un sistema bancario que flota en un limbo. En medio de esas dificultades para aquellos que viven bajo ocupación, el ministro de Sanidad, Viktor Liashko, insistió el pasado verano en la televisión nacional en que Ucrania no considera colaboracionistas prorrusos a los sanitarios que mantienen sus puestos en los hospitales y los centros de salud. La advertencia no es gratuita, pues una de las mayores preocupaciones de Kiev es tratar de averiguar quiénes trabajan del lado prorruso y tratar de echarles el lazo tras la liberación.
El desabastecimiento de medicinas, como explican algunos de los entrevistados, se está afrontando con la llegada de genéricos rusos. Los productos de limpieza e higiene se han encarecido especialmente, afirma Oksana. Y los pañales y otros artículos básicos para bebés son casi objetos de lujo, detalla Iryna, de 28 años, que logró escapar de Berdiansk en septiembre junto a su hijo de cuatro años y otros miembros de la familia. “La ocupación arruinó mi vida” y la ciudad era “una enorme prisión”, explica esta mujer que tuvo que dejar sus dos trabajos, el de periodista en una radio y el de administrativa en una empresa.
En el mercado local se alternan los alimentos frescos de productores locales con lo importado por las autoridades prorrusas. Eso sí, desde el pasado 1 de enero, estas se han puesto más estrictas en la imposición del uso del rublo como moneda. El único remedio que queda a los ciudadanos es recurrir a un sistema de cambio extraoficial de divisa que funciona a ojos de todos. “Yo transfiero una cantidad de grivnas a ese punto de cambio clandestino y allí me lo dan en rublos”, explica Oksana, que ya no puede usar su tarjeta ucrania para pagar. El cambio oficial indica que una grivna equivale a dos rublos, pero, según los testimonios recabados, en estos puntos obtienen 1,5 rublos por cada grivna.
Iryna cuenta que los recargos para efectuar el cambio de moneda llegaron a ser de hasta el 20% y que en las primeras semanas de ocupación se formaban grandes colas ante las entidades bancarias para retirar efectivo. “Llegué a tener el turno 621″, añade. Recuerda perfectamente el día que lograron escapar de Berdiansk porque era su aniversario de boda, por entonces los rusos ya habían impuesto su sistema de educación y controlaban hasta las guarderías. Asegura que premian incluso con dinero a aquellos que siguen llevando a sus hijos, en un intento por normalizar la vida bajo la nueva autoridad. En ese sentido, rememora la llegada de algunas familias, identificadas por su acento al hablar ruso, de fuera a instalarse a vivir con los nuevos funcionarios o agentes llegados desde el país invasor.
Es verdad que Rusia no logró conquistar Kiev en tres días, como ufanos se planteaban hace un año. Pero también es verdad que la mayoría de los habitantes de las zonas de Ucrania que cayeron aquellos días bajo las garras de sus tropas nunca pensaron que la liberación fuera a costar ―y tardar― tanto. Ucrania ha desarrollado dos grandes ofensivas en los últimos meses para recuperar parte de las regiones de Járkov y Jersón, pero todavía quedan decenas de miles de personas bajo control de los rusos. Por eso, muchos de los que se plantearon aguantar estoicos la ocupación, poco a poco han ido escapando ante la prolongada presencia rusa y la necesidad de seguir trabajando para mantener ingresos o, en el caso de los hombres, huir del alistamiento que Moscú quiere imponer en sus filas a los ucranios.
Así le ha ocurrido a Oleksii, el marido de Oksana. Ahora vive en una habitación de Zaporiyia que le han facilitado como desplazado interno, pero se niega a echar raíces fuera de Berdiansk, reconoce uno de sus hijos, Sasha, que ha ido a visitarle desde Kiev. “Ni siquiera había comprado platos y cubiertos para comer. Se los tuve que llevar yo”, señala para explicar que el único pensamiento que ronda la cabeza de su padre es volver a casa en cuanto pueda. La imposible evacuación de la abuela Lina mantendrá, de momento, a la familia separada. “No puedo dejarla aquí, depende de mí. Por eso muchos hemos elegido quedarnos”, argumenta Oksana.
Este es solo un caso entre miles de familias divididas ante la prolongada ocupación y la necesidad de sobrevivir. Con frecuencia, las mujeres se quedan en zona ocupada al cargo de los mayores. Los jóvenes y los hombres dan el salto a zona controlada por Kiev. Putin organizó en septiembre referendos ilegales de anexión en las regiones ucranias de Lugansk, Donetsk, Zaporiyia y Jersón, que ocupa parcialmente. “Yo soy de las que no abrí la puerta de casa cuando vinieron para que votara”, afirma Okasana. El resultado de la pantomima electoral, de abrumador apoyo a las tesis de Putin, no ha recibido el reconocimiento de ninguna instancia internacional. Esas cuatro regiones junto a la península de Crimea, que Rusia ocupa desde 2014, supone el 22,5% de los 603.000 kilómetros cuadrados de Ucrania.
Una victoria estratégica de Moscú
Los enclaves en los que habitan algunos de los entrevistados en este reportaje representan una de las victorias estratégicas de Moscú en esta guerra. Las ciudades sureñas de Melitópol, Berdiansk y Mariupol conforman un pasillo que Rusia ha logrado abrir y mantener bajo su control durante la actual invasión. Su utilidad en estos momentos es mantener conectados territorios de Ucrania que el Kremlin ya ocupó en 2014 como la península de Crimea y la convulsa zona de Donbás. Ese corredor, ubicado entre la región de Donetsk y la de Zaporiyia, es uno de los próximos objetivos que se marca el ejército local y cuyo campo de batalla puede decidir el devenir del conflicto.
Melitópol, a poco más de 100 kilómetros de Crimea, es el punto crítico, especialmente, desde que en octubre un ataque destruyó parte del puente que une esa península con Rusia. En esa ciudad, esencial para el corredor terrestre de la ocupación rusa, vivían hace un año unas 150.000 personas de las que ahora quedan entre 50.000 y 60.000, según su alcalde en el exilio, Ivan Fedorov. La nueva autoridad incrementa su presencia a nivel logístico y humano estos días ante una posible contraofensiva ucrania, alertó el primer edil en una comparecencia el pasado miércoles. Fedorov asegura que cada vez es más complicado sobrevivir y recibir ayudas sin aceptar el pasaporte ruso y que, al mismo tiempo, este salvoconducto es el que abre la puerta a los ciudadanos para moverse entre ciudades y, por tanto, a escapar hacia la zona bajo control de Kiev. Alerta, además, de que cada vez es más “peligroso” que las familias traten de mantener de manera clandestina la educación online en ucranio de sus hijos al tiempo que van al colegio bajo el sistema ruso. En cuanto a las elecciones, ya hay una comisión electoral de Moscú y miembros y simpatizantes de partidos rusos como Rusia Unida o el Partido Liberal-Demócrata de Rusia (LDPR), que ya extienden sus tentáculos por la Zaporiyia ocupada.
“A veces seguía las noticias rusas y te hacían dudar. Apagaba la tele en cuanto me surgían esas dudas”, comenta Andri, de 33 años, que escapó en julio de Melitópol y ahora trabaja como dependiente en un comercio de Kiev. “Psicológicamente, era muy duro seguir allí. Sientes que estás constantemente bajo control, que te persiguen”. Sin embargo, recuerda entre risas uno de los ataques desde el lado de Ucrania que sufrió la ciudad, en concreto el del 12 de junio, que coincidió con el Día Nacional de Rusia. Él se encontraba jugando al fútbol y las explosiones fueron saludadas al grito de “¡Slava Ukraini!” (¡Viva Ucrania!). Andri señala que, tras ataques como ese o el llevado a cabo el pasado marzo contra el aeropuerto, empleado como base de las tropas invasoras, uno sabe “por las caras de la gente en la calle quién es prorruso y quién, no”.
“En Berdiansk ya no queda nada de Ucrania salvo la población que permanece. No hay banderas, ni radio, ni instituciones…”, deplora Iryna desde su nueva residencia en Kiev. Oksana, que permanece allí dentro con su madre, Lina, resume la encrucijada en la que vive: “Tengo un doble sentimiento. Por un lado, represento a mi familia en el sitio donde tenemos nuestras raíces. Esperamos la victoria y la liberación. Pero, otras veces, nos sentimos deprimidos porque nos vemos indefensos, desprotegidos y no es fácil la supervivencia”.
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