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La ‘banlieue’, la promesa fallida de la igualdad francesa

Los disturbios tras la muerte de un menor de edad por el disparo de un policía sitúan a Francia ante un espejo incómodo y amenazan con agrandar el abismo entre el extrarradio y el resto del país

Coches quemados durante los disturbios en una calle de Nanterre, el 30 de junio.Foto: BERTRAND GUAY | Vídeo: EPV

La violencia en Francia tras la muerte de un menor de edad por un disparo de la policía ha dejado daños inmediatos: los miles de vehículos incendiados, los comercios saqueados, los ayuntamientos, comisarías y escuelas atacadas durante los recientes disturbios, según un balance provisional.

Pero la explosión de ira ha colocado a los franceses ante un espejo incómodo, una realidad que, desde hace dos décadas al menos, cíclicamente se ve forzada a recordar. Es la realidad de las banlieues, los extrarradios empobrecidos y poblados por hijos y nietos de inmigrantes magrebíes y africanos, donde un chaval puede morir por desobedecer a un policía. Donde los hijos de la República destrozan, durante cuatro noches seguidas, símbolos de esa misma nación. Donde, pese a las mejoras en la vivienda o en las infraestructuras, décadas de marginación y agravios ―muchos de ellos, bien reales― alimentan el resentimiento.

Hay jóvenes en Francia que sienten que no les dejan ser plenamente franceses. Porque la policía les pide los papeles más que a otros con la piel más clara. Porque, debido a su nombre, pierden oportunidades laborales o para estudiar. Le Monde ha contado que el humorista Yassine Belattar, próximo al presidente Emmanuel Macron, le ha enviado este mensaje: “O la respuesta [a los disturbios] se centra solo en la seguridad, o hay una respuesta global que aborde una interrogación nacional: ¿por qué hay franceses que se sienten menos franceses que otros?”. La crisis toca a algo fundamental para Francia: la idea de cohesión nacional y unidad. Hoy muchos la ven quebrada.

“La crisis de las banlieues es un síntoma avanzado de la crisis francesa”, sentencia por teléfono un antiguo ministro, con amplia experiencia con los barrios en dificultades, y que pide que no se publique su nombre. La banlieue sería un espejo aumentado de los males del país. Lamenta Youssef Badr, presidente de la asociación La Courte Échelle y magistrado en un tribunal del extrarradio: “Se habla de ellas cuando hay acontecimientos dramáticos, pero el resto del tiempo son personas relegadas fuera de las ciudades”. Añade, tras los disturbios, Manuel Valls, ex primer ministro y exalcalde de Évry, en el extrarradio lejano de París: “El choque en profundidad para la sociedad francesa es tremendo”.

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La calma ha vuelto por ahora, pero queda lo que Azouz Begag, sociólogo y ministro de Igualdad de Oportunidades con el presidente conservador Jacques Chirac en 2005, llama “la incomprensión, que va a crecer, entre la mayoría y la minoría”. O lo que Valls describe así: “La gran mayoría de franceses está harta de estos barrios y esto agrava una forma de separación”. Después de los disturbios, podría ocurrir que se agrande el abismo y que un número creciente piense que no hay nada que hacer y los 10.000 millones de euros anuales que el Estado dedica a los más 1.500 barrios clasificados como prioritarios son inútiles. Aunque, como ha señalado el laboratorio de ideas liberal Instituto Montaigne, en realidad reciben menos transferencias sociales que la media nacional, debido a la juventud de su población.

La violencia podría despertar conciencias, movilizar a la clase política y a la sociedad para que se cumpla para todos el sueño republicano de la égalité, la igualdad. Suena extraño decirlo ahora, pero hay motivos de optimismo. Así lo proclamaba Macron en 2021 en la revista Zadig: al departamento más pobre de Francia, Seine-Saint-Denis, núcleo de la banlieue al norte de París, “solo le falta el mar para ser California”. ¿Una exageración? No tanto.

Macron explicaba que este es el departamento más joven de Francia, con dos aeropuertos internacionales, el mayor estadio deportivo, el mayor número de nuevas empresas tecnológicas por habitante. Y en un año acogerá buena parte de las pruebas de los Juegos Olímpicos, además de la flamante Ciudad Olímpica. La red de transportes del Gran París mejorará las conexiones con la capital. El palacio del Elíseo exhibe lo que ha hecho en los últimos seis años: desdoblamiento de clases en primarias, más servicios públicos, más proyectos de renovación urbana, más policía para mejorar la seguridad en los llamados “barrios de reconquista republicana”… El veterano político Jean-Louis Borloo cree que, al pie de los grises complejos de viviendas del extrarradio francés, hay 150.000 jóvenes esperando a que se saque partido a su potencial. “El drama de Francia”, decía Borloo en la citada revista, “es que es un automóvil de cuatro cilindros que solo usa tres. El cuarto cilindro es la juventud de los barrios”.

Y este el problema. Hay una Francia que se siente fuera de juego y otra que teme a esta Francia. El espanto por las imágenes de la muerte de Nahel y un inicio de debate sobre la violencia en la policía quedó enseguida tapado por el horror ante los disturbios en las banlieues.

Hay políticos y especialistas que llevan años avisando de que todo podía volver a estallar. Sí, los disturbios de 2023 son distintos en algunos aspectos a los de 2005: los protagonistas, muy jóvenes, niños algunos, están hoy conectados por las redes sociales. Todo se ha extendido y apagado más rápido: apenas cinco días, a diferencia de las tres semanas de los anteriores tumultos. Pero hay algo invariable en este territorio: los mayores índices de pobreza, las menores oportunidades escolares y laborales, la peor salud, la mayor frecuencia de controles policiales a las personas de origen magrebí o subsahariano, la inseguridad en las calles y el tráfico. Entonces el detonante fue la muerte por electrocución de dos muchachos a los que perseguía la policía.

“Mismas causas, mismos efectos”, opina Begag. El sociólogo, nacido en Lyon e hijo de argelinos que llegaron a Francia en 1948, cuenta que de pequeño siempre tuvo miedo de la policía; “es una herencia genética”, dice, que viene del miedo al soldado francés en la Argelia colonial. Añade el exministro: “Hay una población que vive en los guetos, en los complejos de viviendas, entre ellos. Hay un accidente con la policía, un joven muere, una revuelta durante una, dos, tres semanas. Es un proceso casi mecánico. Si mañana hay otro muerto por la policía, tendremos las mismas revueltas”.

Valls señaló, cuando era alcalde de Évry y también siendo primer ministro, la existencia en Francia de “un apartheid territorial, social y étnico”. Comenta ahora: “Esto es también la consecuencia de unas políticas de inmigración o de población ―porque los chicos que han sido detenidos son franceses― en las que se ha concentrado en las mismas ciudades y barrios a personas que vienen de las mismas zonas geográficas: poblaciones pobres en barrios pobres. Y a pesar de todo lo que se ha hecho, pues no es verdad que sean desiertos sin servicios públicos: hay comisarias, escuelas y bibliotecas, se ha visto porque las han quemado, los problemas siguen. A esto se añaden, desde hace 25 años, problemas culturales e identitarios. Esta población es víctima de la violencia, el narcotráfico y los islamistas. Son barrios muy lejanos aún de la égalité, con mayor fracaso escolar, desempleo más alto que otras zonas del país y el sentimiento del racismo o las discriminaciones, una forma de humillación”.

El sociólogo Jean Viard explica que un 19% de recién nacidos en Francia tiene un nombre árabo-musulmán y sostiene que se ha constituido una “comunidad” que está “territorializada”, pues, como dice Valls, se concentra en las barriadas del extrarradio. Viard ofrece un relato histórico de la banlieue que explica algo del momento político: “Cerca de la mitad de jóvenes de estos barrios entra en la sociedad y desaparece. Quienes se quedan en el barro son los que han abandonado la escuela, los que no han hecho buenos estudios o los que viven de la ilegalidad, como la droga. Por otro lado, hace 30 años se marcharon de ahí los blancos, para decirlo de manera directa. Hay que recordar que el voto para el Frente Nacional empezó en estos complejos de viviendas cuando ahí vivían obreros blancos que veían llegar a inmigrantes. Esas personas se marcharon masivamente a vivir a las urbanizaciones lejos de las ciudades: son los chalecos amarillos, que se sienten exteriores a la ciudad, y o bien se abstienen en las elecciones o votan a la extrema derecha”.

¿Soluciones? Macron desea “comprender en profundidad las razones que han llevado a estos acontecimientos”, pero no quiere precipitarse. “Una respuesta es que el voto sea obligatorio”, afirma el exministro Begag. “Si mañana todos estos chavales votan, la extrema derecha se verá obligada a mirar a esta nueva población de electores con interés”.

Badr, que como magistrado ve constantemente a jóvenes que han abandonado “demasiado pronto” la escuela, lamenta que se instale como único modelo de éxito el deporte y cree que la clave está en la educación: “Estoy convencido de que alguien que tenga la posibilidad de emanciparse por medio de la escuela no irá a saquear el comercio de la esquina. Porque, ¿qué nos dice esto, más allá de la estupidez del comportamiento? Nos dice, sobre todo, que hay una juventud sin objetivos y dispuesta a arriesgarse a ir a prisión por un par de zapatillas y por un chándal. Nos dice que hay un sentimiento de fracaso, para ellos y para la sociedad que no ha sido capaz de darles otro futuro. ¿Cómo explicar que jóvenes de 20 años sientan tanta animosidad hacia las instituciones hasta el punto de incendiar la escuela, el Ayuntamiento del barrio, la biblioteca? Quizá, e insisto en precisar que de ninguna manera lo justifico, si se los dejase de discriminar desde la más corta edad, tendrían otra reacción”.

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