La resistencia de las mujeres afganas: “Incluso si me cuesta la vida, no me voy a poner el burka”
Los talibanes han recuperado la obligación de cubrirse el rostro en público. A la espera de una resolución por parte de la ONU, siete mujeres de Kabul narran ocho meses de oposición al terror del régimen
“El burka es una jaula. Es violencia contra las mujeres. No volveremos a llevarlo. Prefiero ir a la cárcel que ponérmelo de nuevo”. Marghalar Faqirzai, de 44 años, reacciona con horror a la nueva imposición del Gobierno talibán, que la semana pasada decretó que las mujeres deben cubrirse el rostro en público. Faqirzai sabe de lo que habla, era una adolescente durante el anterior régimen talibán (1996- 2001) cuando el burka se convirtió en un símbolo de la represión en Afganistán: “Dentro del burka me sentía atrapada. Presa en una celda sin puertas ni ventanas. Es oscuro, solo puedes mirar por un pequeño agujero. Cuando me deshice de él respiré hondo. Y me sentí viva”. Veinte años después, siente que los mismos extremistas quieren enterrarla de nuevo en vida.
Antes de la toma de poder de los talibanes en agosto del año pasado, Faqirzai trabajaba en el Ministerio del Interior de Afganistán. “Ahora soy una prisionera en mi casa con mis hijos”, dice la mujer que convive con dos veinteañeros, un chico y una chica, que dejaron la universidad tras la caída del Gobierno, y una niña que ya no puede asistir al instituto. “Es muy duro, todos estamos experimentando problemas psicológicos”, explica. Pero algo ha cambiado. “Si aceptamos la imposición, habremos perdido. Y no podemos perder, tengo que demostrárselo a mis hijos. No aceptaremos de nuevo la ley de los talibanes”.
A pesar de las promesas de aperturismo iniciales, desde hace ocho meses, los talibanes han limitado la vida de las mujeres y las niñas con distintos decretos que prohíben asistir a clase de secundaria, trabajar salvo en determinados puestos, viajar a más de 70 kilómetros o en avión sin un acompañante varón, sacarse el carné de conducir o incluso visitar el médico a solas. El pasado sábado 7 de mayo, el Ministerio para la propagación de la virtud y la prevención del vicio (que ocupó el lugar del antiguo Ministerio de Asuntos de la Mujer) emitió un edicto del líder ultra conservador Hibaitullah Akhunzada que obliga a las mujeres a cubrir su rostro en lugares públicos, preferiblemente con un burka cuya única apertura es una rejilla a la altura de los ojos. El texto llega a sugerir que las mujeres no deben abandonar el hogar salvo en caso de fuerza mayor y establece una serie de castigos para los familiares masculinos de aquellas mujeres que lo incumplan, incluido el arresto y posterior juicio o el despido de los empleados públicos, aunque las autoridades dijeron que al principio se limitarían a “alentar” la medida.
En Kabul, llevar burka resulta inconcebible para mujeres de todas las edades. Freshta Ali Yar, de 18 años, nunca pudo imaginar el giro que daría su vida mientras preparaba su acceso a la universidad. “Cuando llegaron los talibanes perdí todos mis sueños, quería ser médico, valerme por mí misma, servir a los demás, enorgullecer a mi familia… Ahora mi vida es amarga, era libre y llevo meses encerrada en casa, no puedo ni decidir qué me pongo. Me siento mentalmente enferma, creo que tengo depresión, se han llevado mi futuro por delante”. “Yo tenía 18 años en 1996, cuando me obligaron a usar burka”, dice Aina, que prefiere no usar su nombre. “Si se te veían los pies, te daban latigazos, tenías que ponerte calcetines y ocultar las manos. Yo fui azotaba, interrogada y humillada varias veces. El burka no te deja respirar, no ves por donde vas. Es insoportable pensar en ponérmelo de nuevo. No podemos aceptarlo”.
Tras el anuncio, los vendedores de burkas subieron sus precios hasta un 30%, según la agencia de noticias Reuters, pero los volvieron a bajar a lo largo de la semana dada la baja demanda (un burka cuesta unos 1,300 afganis, 14 euros). A pesar de la intimidación de talibanes armados, varios grupos de mujeres se manifestaron con pancartas en Kabul. “Los talibanes no han cambiado, siguen siendo los mismos salvajes”, dice Maryam Hassanzadeh, de 24 años, que participó en una de las protestas. “La diferencia es que esta vez las mujeres no permaneceremos calladas. Ya no somos las de antes, no toleraremos esta opresión. Conocemos nuestros derechos, disfrutamos de ellos durante 20 años, hemos visto el fruto de nuestro esfuerzo”. Hasta la llegada de los fundamentalistas, Hassanzadeh era administrativa en el Ministerio de Educación. “Primero nos quitaron el trabajo, ahora quieren quitarnos la identidad”, dice, “no tenemos derecho a trabajar, a participar en política, ni siquiera a decidir nuestra vida personal; si la situación continúa solo se usará a las mujeres para la reproducción y el servicio”. “Por ello tomamos las calles”, continúa, “alzaremos nuestra voz, los talibanes tienen que saber que ya no somos las mujeres que conocieron”. Para esta activista las mujeres se han convertido en una herramienta política: “Somos rehenes de los talibanes; nos usan para atraer la atención de la comunidad internacional”.
El jueves, cinco días después del anuncio de los talibanes, el Consejo de Seguridad de la ONU mantuvo una reunión de emergencia para discutir una acción conjunta en contra de la imposición del burka. Aunque la resolución aún está pendiente de consenso, algunos de los participantes declararon a los medios que la situación de las mujeres afganas es “insostenible”. La representante británica ante Naciones Unidas, Barbara Woodward, explicó que antes de la toma de los talibanes 3,6 millones de niñas estaban escolarizadas, un cuarto del Parlamento estaba ocupado por mujeres y ellas constituían un 20% de la fuerza laboral del país. “Ahora los talibanes quieren eliminar todo eso”, dijo, enfatizando que las mujeres no deberían aceptar “una vida desterrada a los márgenes”.
Violencia de género y censura
Mientras tanto, en Kabul, las mujeres lidian como pueden con su día a día. Para Susan Hamidi, de 23 años, casada y madre de un bebé, el burka es “inaceptable”. “Incluso si me cuesta la vida no me lo voy a poner”, dice esta abogada que trabajaba en una empresa privada. “Me he gastado una fortuna en educarme durante años y ahora no sirve para nada”, lamenta. “No voy a permitir que se restrinja mi derecho humano a ser libre. Lucharé hasta mi última gota de sangre”. Para la abogada, la situación de las mujeres es “tan mala como la vez anterior”, ya que “las restricciones crecen cada día y la violencia de género ha aumentado”. “Muchas familias piensan como los talibanes y oprimen sin tapujos a sus mujeres, saben que nadie les hará caso”, denuncia. “Si esto sigue así no podremos contar lo que pasa, los talibanes han aprendido a jugar políticamente, lo que dicen a los medios es muy distinto de lo que hacen, yo misma he rechazado entrevistas porque me dictan los temas de los que no puedo hablar, nos censuran. La vida se ha convertido en una prisión”.
Mina, estudiante de Ciencias Sociales de 22 años, que prefiere no dar su nombre, sobrevive a lo que considera “incomprensible” desde otro lugar: “Al final te pliegas a las restricciones impuestas porque no tienes otra manera de conseguir tus objetivos, debemos seguir adelante, luchar por un futuro mejor. Aunque si esto sigue así, no termino de ver ese futuro…”. Ella asiste a sus clases universitarias, “pero como dictan los talibanes”. “Ya no puedo participar en actividades sociales, clases de arte o reuniones estudiantiles, aunque no eran políticas y no hacían daño a nadie; las chicas vamos a clase tres días a la semana para no coincidir con nuestros compañeros, y tenemos que ir totalmente cubiertas”. “Mi deseo es trabajar igual que los hombres”, dice. “Para conseguir que Afganistán pueda solucionar al menos algunos de sus problemas debe hacerlo contando con las mujeres”.
Fatameh Mohammadi, estudiante de Ciencias Informáticas de 23 años, ha montado un taller de costura para unas 40 mujeres que se quedaron sin trabajo cuando llegaron los talibanes. “Eran las proveedoras de sus familias, su situación económica es terrible, han perdido sus hogares”, dice. Fatameh intenta ser “una ventana de esperanza para ellas”: “Trabajamos juntas para que al menos puedan cubrir sus necesidades más básicas, es mi forma de servir a la comunidad”, continúa.
“Nuestros sueños se han desmoronado. Nuestra esperanza se limita a conseguir un trozo de pan”, apunta la activista Hassanzadeh. Más allá del burka, muchas mujeres son las cabezas de sus familias y están luchando contra el hambre. “Los problemas económicos son brutales”, prosigue, “y el país está en manos de unos pocos iletrados que no saben nada de nada, veo a los talibanes bajar de las montañas… Y son quienes nos gobiernan”. Las organizaciones internacionales denuncian que al menos 23 millones de los casi 40 millones de habitantes del país pasan hambre, con cerca de nueve millones a un paso de la hambruna.
Las siete entrevistadas insisten en la idea de que la invisibilización de las mujeres hundirá aún más en la miseria a su país y en que la lucha ha de ser colectiva. Insisten también en el daño emocional y psicológico que conlleva la nueva medida en lo personal, y en que el burka no forma parte de su tradición ni cultura. “De acuerdo con el islam, los afganos siempre hemos defendido el uso del hiyab [pañuelo que no cubre la cara]”, dice Mina. “Para mí llevar burka es como ponerme un saco en la cabeza”, afirma Hamidi.
El líder que ha impuesto el burka, Hibaitullah Akhunzada, rara vez abandona el sur de Kandahar, corazón del conservadurismo talibán, donde la prenda está más extendida que en las ciudades. Su visión estricta del islam se mezcla con las tradiciones tribales de la zona, que defienden por ejemplo el matrimonio de las niñas al llegar la pubertad. Los edictos contra los derechos de las mujeres han sido en ocasiones erráticos y dependen en muchos casos de los gobiernos regionales, siendo más estrictos en las zonas rurales. Desde la llegada de los talibanes al Gobierno, existe cierta brecha entre los más pragmáticos y el ala más dura, que se abrió aun más en marzo con la decisión de estos últimos de prohibir la educación secundaria para las niñas el mismo día que debían empezar las clases. Una grieta, que según algunos analistas, podría empezar a hacerse visible tras esta última medida de represión hacia las mujeres.
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