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Un refugio para los tártaros de Crimea

La minoría étnica se apoya en la cultura para mantener viva su identidad tras la anexión de la península por parte de Rusia en 2014

Pilar Bonet
Estudiantes en una escuela de Simferópol (Rusia) con libros de texto en tártaro en 2017.
Estudiantes en una escuela de Simferópol (Rusia) con libros de texto en tártaro en 2017.Getty

Perseguidos en su propia tierra y despojados de sus instituciones tradicionales de representación, los tártaros de Crimea tratan de preservar su identidad tras la anexión rusa de la península en 2014 y encuentran en la cultura la vía para ello. Una película infantil rodada en idioma tártaro, la primera de la historia en su género, es la culminación de un esfuerzo colectivo que subraya el arraigo de la comunidad tártara en Crimea.

La cinta, Jidir Dede, del director Dlaver Dvadzhiev, es una fábula ambientada en el siglo XVIII en el janato [Estado] tártaro de Crimea. Muebles, ropas, vajillas, enseres domésticos, antigüedades y reliquias familiares fueron aportados solidariamente a los realizadores por tártaros de diversa posición económica y social para una meritoria reconstrucción histórica y etnográfica de la vida en la península antes de que esta fuera conquistada para Rusia por la emperatriz Catalina II en 1783.

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El rodaje contó con un pequeño grupo de actores profesionales, pero en él participaron más de 500 voluntarios, según cuenta a EL PAÍS Lilia Budzhúrova, responsable junto con Elizara Isliámova de Qara Deniz (mar Negro), productora del filme.

Budzhúrova es una respetada periodista tártara y era subdirectora de la televisión ART hasta que este canal tártaro fue ilegalizado por la nueva Administración rusa. Ahora, la periodista se dedica a proyectos de difusión cultural, entre ellos la denuncia de una “burda” restauración del palacio de los janes en Bashjisarái.

Pese a ser una fábula, Jidir Dede tuvo problemas para obtener la licencia de proyección. En lugar de los 15 días habituales, las autoridades de Crimea se demoraron un mes y medio, alegando que los servicios de seguridad querían comprobar la exactitud de los subtítulos en ruso, explica Budzhúrova. Al estreno, en junio pasado en Simferópol, asistió la ministra de Cultura local, Arina Novosélskaia, que había dado permiso al equipo para rodar en el palacio de los janes. La fiesta se malogró cuando la ministra agradeció en público a Budzhúrova que “colaborase con las autoridades” y esta replicó que un periodista no puede “colaborar” con ninguna autoridad.

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La lucha por la lengua

P.B / Simferópol

Las escuelas de Crimea manipulan la información sobre los derechos de los niños tártaros de educarse en su lengua materna e incluso tratan de ocultarla a los padres, según un informe realizado en 11 localidades de la península por la Oficina Jurídica de Crimea (OJC), una organización de abogados con base en Simferópol.

De los 196.500 niños matriculados en el curso 2017-208 en las 527 escuelas municipales de la República de Crimea, 5.600 (un 3%) recibieron educación en lengua tártara y sólo 318 (0,2%) en lengua ucraniana, según la estadística oficial, obtenida por Lenura Yengulátova de la OJC.

La República de Crimea es una de las dos unidades administrativas en las que la Rusia tiene dividida la península (la otra es Sebastopol) y en ella hay un total de 15 escuelas tártaras. Según las tendencias observadas desde 2014, "los directores de las escuelas intentan disuadir a los padres de que eduquen a los hijos en la lengua materna" y recurren a "presión psicológica y manipulación". No se niegan directamente a organizar la educación en lengua materna, pero alegan que no tienen profesores, ni libros ni aulas o que los chicos van a tener dificultades en los exámenes para concluir la secundaria (en ruso), afirma el informe "En Simferópol, Bajchisarái y Sebastopol hubo casos en los que los directores trataron de convencer a los padres de que las clases en lengua materna eran un foco de separatismo", señala el documento.

Otros problemas de la educación denunciados por el informe son “la discriminación por motivos religiosos”, la “imposición de una historia alternativa” sobre “el referéndum y la anexión de Crimea” y el “incrementado control de los representantes del Servicio Federal de Seguridad hacia los niños de los presos políticos y de los miembros del Mejlis, así como “el acoso” a los niños que expresaron su deseo de estudiar la lengua ucraniana. Estos últimos son insultados sin que los “profesores atajen estas actitudes negativas” y su situación es peor que la de los tártaros. El informe denuncia también el hostigamiento a los profesores que apoyan a las familias que reivindican el derecho a la educación en la lengua materna. Presionados por los directores de las escuelas, muchos padres “comienzan a dudar sobre lo correcto de su elección lingüística y alteran su deseo a favor de las clases en ruso”, constata el documento, según el cual “no hay problemas ni financieros ni de especialistas ni materiales”.

Las escuelas de Crimea tienen manuales del programa oficial ruso, traducidos al tártaro y al ucraniano, y en Crimea hay dos instituciones de educación superior, donde cada año se licencian profesores de lengua tártara y ucraniana, además de un instituto de incremento de la capacitación profesional donde en dos o tres semanas los profesores de los primeros cursos pueden formarse para darlas en la lengua materna.

“¡Vaya cumplido para un periodista! Lo viví como una humillación personal”, exclama Budzhúrova. Consecuencia del incidente, cree, son las dificultades que la película encuentra para proyectarse en diversas localidades de Crimea, entre ellas Bajchisarái, el núcleo de mayor concentración de población tártara. Las autoridades de esta localidad se negaron a prestar una sala alegando peligro de incendio.

El choque entre la ministra y la periodista ilustra las limitaciones que la realidad impone a quienes, estando en contra de la anexión, quieren permanecer en Crimea y para ello se ven obligados a encontrar un compromiso entre convicciones y entorno.

Temor a no poder volver

Según el censo llevado a cabo por Rusia en 2014, la población de la península era entonces de algo más de 2,28 millones de personas, de ellas el 65,3% rusos (casi 1,5 millones), el 15,7% ucranios (344.500) y el 12,2%, tártaros (246.073 ). En Jidir Dede hay ligeras pinceladas alusivas a la relación de rusos y tártaros (incomprensión de los primeros respecto a los segundos) y una identificación (idealizada) de estos últimos con la península en su estado original. Tras la anexión, Budzhúrova pasó dos años sin salir de Crimea, pues temía que no la dejaran volver, como ocurrió con otros líderes tártaros como Mustafá Dzhemilev o Refat Chubárov, ahora exiliados en Kiev. Pero Budzhúrova ha ido a presentar la película a la capital de Ucrania y planea llevarla también a Moscú, a Turquía y a Toronto. “Me cansé de tener miedo”, dice.

La comunidad tártara fue la que más se resistió a la anexión rusa, aunque Moscú trató de ganarse el apoyo de este pueblo al que Stalin deportó a Asia Central en 1944. Los tártaros volvieron a Crimea a partir de finales de los años ochenta gracias a la perestroika del líder soviético Mijaíl Gorbachov. Al intento de seducción del Kremlin siguió la desconfianza. Rusia prohibió el Mejlis, el órgano de dirección de los tártaros, lo declaró organización extremista, y persigue a los miembros de la organización islámica Hizb-u-Tahrir, legal en Ucrania.

Por lo menos 71 personas, mayoritariamente tártaros, están procesadas en Crimea por motivos políticos, de ellas 29 por delitos relacionados con el “terrorismo”, afirma el abogado Nazhimsheij Mambétov, de la organización Solidaridad de Crimea. “Los procesan sobre la base de denuncias anónimas y sin pruebas convincentes. Las condenas por terrorismo intimidan a los interlocutores internacionales. Rusia las usa muy bien para enmascarar la persecución política”, dice el abogado.

La organización Nuestros Niños ayuda a las familias de los presos y especialmente a los menores, a los que apoya con 5.000 rublos mensuales ( unos 68 euros). “Hay 111 niños con el padre en la cárcel”, dice Budzhúrova, que patrocina esta iniciativa para ayudar a pequeños de diversas comunidades, entre los que se encuentran los dos hijos del cineasta ucranio Oleg Sentsov, condenado a 22 años de cárcel en Rusia.

De los 33 miembros del Mejlis, 27 están en activo; uno en EE UU, siete en Kiev y el resto en Crimea. Aunque hay procesos abiertos contra varios, ninguno de los miembros del Mejlis está en la cárcel. “La represión se concentra en los activistas de base”, afirma Narimán Dzheliálov, que fue vicepresidente del disuelto órgano. Entre los que permanecen en Crimea y los que se vieron obligados a marcharse hay “ciertas tensiones”, explica. “Los de fuera se radicalizaron y los de aquí se han volcado en el campo cultural e histórico. Desde Crimea acusan a los de fuera de exacerbar los ánimos y desde Kiev acusan a los de aquí de ser demasiado sumisos y complacientes”.

En privado en Simferópol, un competente intelectual ruso lamenta la falta de una política adecuada de Moscú respecto a las minorías de Crimea y constata que la inclusión de este territorio en el Distrito Federal del Sur (que agrupa otras provincias meridionales de la Federación Rusa) agrava los problemas. Tras el decreto promulgado por Vladímir Putin en julio de 2016, los responsables rusos de Crimea están en Rostov del Don, distantes de los conflictos sobre el terreno en la península. Moscú ha “manejado el palo”, pero no ha sabido “usar la zanahoria” para compensar la dimensión policial de su política en Crimea, señala el intelectual. Entre las instituciones con base en Rostov están los juzgados militares donde se juzga a los tártaros por “terrorismo”.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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