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Kngwarreye, la artista indígena australiana que empezó a pintar lienzos a los 80 años

La pintora, colorista y de emoción descarada, empezó tarde sabiendo que tenía que arriesgarlo todo, escribe el escritor y ensayista irlandés Colm Tóibín

Kngwarreye
La artista Emily Kame Kngwarreye pinta uno de sus lienzos en la comunidad Utopia, en la Australia CentralPenny Tweedie (Alamy/CORDON PRESS)

Vio lo que todavía podía hacerse; este fue su gran logro. Comprendió la frase de W. B. Yeats “el ojo encantado” y le dio un significado intenso y activo. En sus gestos de pintora había valentía, búsqueda y una especie de intrepidez. No temía, por ejemplo, repetirse, hacer el mismo tipo de marcas y ver entonces qué sorpresa traería el momento de la realización. Tampoco temía cambiar lo que estaba haciendo, encontrar un conjunto de tonos y texturas completamente nuevo. Y no temía la belleza, no temía encontrar un conjunto de colores maravillosos y ver adónde la conducirían. Como tampoco tenía miedo de trabajar con una paleta más apagada, utilizando el color negro, por ejemplo, con una confianza magistral.

Paul Klee habló del dibujo como de “una línea que se iba de paseo”. Para Kngwarreye, una pintura era una manera de tener una visión total, un vasto almacén de conocimiento —histórico, visual, espiritual— para ir de paseo.

Las pinturas son parte de su contexto, tanto si nos gusta como si no. Kngwarreye, una artista aborigen australiana de la comunidad Utopía del Territorio del Norte, nació en 1910 y falleció en 1996. Pintó sobre lienzo durante menos de una década al final de su vida. Hay otras personas que conocen la tradición de la que procedía y lo que sus pinturas significaban para su propia comunidad, cómo se relacionaban con la época en la que fueron hechas y la intemporalidad que también debió preocuparle.

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Yo lo miro con ojos irlandeses: el contexto se desvanece, superado por el peso y la densidad del sueño que en estas pinturas se moldea e invoca.

Había, en algún lugar en la raíz de su talento, una especie de desenfreno, una inmediatez, una necesidad apremiante de realizar la marca, pero también, en el centro de su imaginación, estaba la urgencia de crear equilibrio y de trabajar de manera sistemática y estructurada. Quizá Kngwarreye haya sido una gran colorista, pero su genio reside en cómo vio los límites del lienzo, cómo imaginó la arquitectura y la disposición que debían impactar en el sistema nervioso del espectador. Era una gran pintora cerebral y a la vez alguien que trabajaba instintivamente. Difería poco de los demás pintores al permitir que tanto el impulso como los límites lucharan entre sí de manera estimulante y fructífera cuando se ponía a trabajar.

Utilizaba la cabeza cuando pintaba, pero el resultado no era frío ni mecánico. Al contrario, Kngwarreye creaba la ilusión de lo orgánico, trabajando con procedimiento, desarrollo y florecimiento; algunas veces los cuadros sugieren una apabullante especie de calidez, una exultante sensibilidad pictórica en juego.

Había un elemento de magia, de pura alquimia, en lo que hizo. Confiaba en la pintura, sus marcas eran brillantes y frescas, los puntos, trazos, líneas y pinceladas estaban llenos de vida, pero también seguían un diseño, estaban configurados y controlados.

Quizá sea demasiado fácil decir que Kngwarreye era toda ella brillo y línea intrépida. La definición de Goethe de color como una “luz turbulenta” quizá nos ayude a ver la amplitud de lo que hizo de manera más clara. Algunas de las pinturas son escuetas declaraciones. Era como si la plenitud del mundo le agradara, pero Kngwarreye también prestaba atención a lo que se esconde en la luz, lo extraño y lo que está más allá de nuestro entendimiento. Era la pintora de lo que yace debajo, elementos que deben ser registrados de manera sutil y misteriosa, de lo que está entre las cosas y permite una mirada plena sobre cómo era el mundo.

Muchas de sus pinturas se presentaban como declaraciones abstractas, utilizando gestos heroicos en espiral, evidencia del momento capturado, versiones inspiradas de lo que el poeta Gerard Manley Hopkins denominó “paisaje interior”. Sus colores y líneas están llenos de inmediatez y energía. Sin embargo, esto solo explica en parte la fuerza de su obra. Hay otros modos de leer su legado pictórico.

Las obras de la pintora australiana no están hechas para deleitarnos, sino para transformarnos

Quizá tenga más sentido, o nos ayude a ver su obra mejor, si nos la imaginamos trabajando como cartógrafa de un paisaje plenamente conocido —de modo físico y visceral— y habitado de manera espiritual y pura, pero también exacta y precisa.

Si afirmamos que para ella, como para muchos artistas, las formas de la naturaleza tenían una santidad, un poder oculto, una profunda provocación, podríamos aprender a mirar correctamente estas pinturas. Su tarea era evocar el poder subyacente de las cosas como lo haría una adivina, como podría hacerlo una visionaria. Pero lo que ella veía no era etéreo, sobrenatural o impreciso. Las formas con las que trabajaba eran las formas que observaba y no las que soñaba. Si bien el alcance de su arte es grande, sus detalles están focalizados; los colores y contornos de su obra provienen del conocimiento, de una atención feroz, de un estudio minucioso.

Las pinturas se resisten a la interpretación. A veces parece existir un camino o un patrón, un conjunto de marcas que conectan, que sugieren algo que es dinámico y no aleatorio, que evocan crecimiento, fuerzas de la naturaleza que compiten y ceden. A veces también el color es deslumbrante; las pin­turas causan un impacto que obliga al espectador a dejar de pensar o de intentar comprender o interpretar, forzándole, en cambio, a mirar, solo mirar.

Con su fuerza austera, su inmediatez cautivadora y su compleja fuerza emocional, las pinturas de Kngwarreye proponen una manera de estar en el mundo. No están hechas para deleitarnos, sino para transformarnos. Nos hacen abandonar la idea de que podemos controlar la naturaleza, comprender la luz y el patrón o asimilar fácilmente la energía que nos rodea. (...)

Edward Said ha escrito sobre el “estilo tardío”, sobre lo que le ocurre a un compositor, un escritor o un pintor al final de su vida, en un momento en el que todo ha sido dicho y existe la posibilidad de que emerja un nuevo desen­freno, una simplicidad austera o una intensa libertad. Esto sucede con fuerza deslumbrante en la obra de, por ejemplo, W. B. Yeats y Beethoven. Kngwarreye, al acercarse al final de su vida, trabajaba con la total libertad de un descubridor, de alguien para quien esta manera de ver y trabajar era nueva y fresca. Su estilo estaba imbuido de una emoción descarada. Pero en su obra refleja también el sentido de alguien que no necesita tomar caminos fáciles, limitar su inspiración o restringirla. Abría su lienzo a la belleza con una osadía maravillosa. Del mismo modo que podía calcular, también podía olvidarse de todo cálculo y dejar que la imagen remontara el vuelo. Su arte posee todo el entusiasmo y el alboroto de una artista que comienza y todo el oscuro y tardío conocimiento de que, ya que le queda poco tiempo, debe arriesgarlo todo para hacerlo bien.

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