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Clotilde Leguil, psicoanalista. “Cuando consiento a otro, no sé a dónde conducirá esto”

La ensayista francesa analiza las ambigüedades del consentimiento, desde lo íntimo a lo político

Clotilde Leguil
Clotilde Leguil fotografiada en la capital francesa el pasado 10 de octubre.Samuel Aranda
Marc Bassets

Clotilde Leguil (París, 55 años) pasea una tarde de octubre por el bulevar Montparnasse. En una esquina, La Closerie des Lilas, legendaria brasserie; al fondo, el jardín de Luxemburgo. Samuel Aranda la retrata entre el ir y venir silencioso de parisienses anónimos. Cada uno con sus vidas secretas, sus neuras. Leguil, que es filósofa y psicoanalista, tiene un radar para detectar lo que hay por debajo, el humor subterráneo de nuestros tiempos. En L’ère du toxique (la era de lo tóxico, sin edición en español), recién publicado en francés, se atrevió con una palabra —“tóxico”– omnipresente. Ned Ediciones publica en español Ceder no es consentir, con un esclarecedor prólogo de Clara Serra (este jueves presenta el libro en el Instituto francés de Barcelona y el viernes en el de Madrid). Es una disección de otro tema de la época: el consentimiento y sus límites. Leguil partió de unos collages reivindicativos aparecidos en los muros callejeros de la ciudad y que proclamaban un mensaje “justo y profundo”, decía durante la entrevista, previa al paseo por Montparnasse: “Ceder no es consentir”.

PREGUNTA. ¿Y cuál es la diferencia entre consentir y ceder?

RESPUESTA. El consentimiento comporta una parte de ambigüedad. No reposa sobre un saber preliminar y, finalmente, siempre conduce a una especie de salto, de desprendimiento de uno mismo en favor del encuentro. Sin embargo, hay que diferenciar entre la ambigüedad del consentimiento, que puede remitir al sujeto a una forma de enigma sobre su deseo, y la experiencia traumática de lo que Lacan llamó en 1963 “ceder a la situación”. En este caso, el sujeto vive un verdadero forzamiento que le incapacita para responder a lo que le sucede. Distinguir entre ambas experiencias, la de consentir y la de ceder, pone en juego cuestiones clínicas, éticas y políticas.

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P. ¿Políticas?

R. Sí, porque la cuestión del consentimiento se ha planteado, desde la Ilustración, como una cuestión que se halla en el fundamento de la autoridad: la autoridad del soberano no se apoya en la naturaleza, ni en Dios ni en la tradición, sino, desde ese momento, en el consentimiento de los sujetos al pacto social. Sin embargo, también aquí puede haber un forzamiento del consentimiento. Camus en El hombre rebelde, de 1951, nos mostró que la ideología totalitaria se apoya en una aniquilación del consentimiento. Lo muestra muy bien Orwell en 1984 también. Se trata, a la vez, de forzar el consentimiento de los sujetos arrancándoles un “sí” y, de este modo, aniquilar este consentimiento.

P. Un consentimiento que, insiste usted, es ambiguo.

R. En el campo de lo íntimo, pero también en el político, el consentimiento no se reduce a un puro contrato. Es más bien un pacto de la palabra, fundado sobre la confianza, y una experiencia que pone en juego el deseo. Cuando consiento a otro o a un discurso, no necesariamente sé adónde conducirá esto, pero consiento porque estoy de acuerdo con lo novedoso que se produce en el encuentro. Es un riesgo que se toma y no un cálculo de intereses. Al mismo tiempo, pienso que es esencial definir el momento en que algo da un vuelco a una experiencia de forzamiento. Es crucial no confundir lo que el consentimiento tiene de ambiguo con el encuentro traumático.

P. En España se adoptó el año pasado la llamada ley del solo sí es sí. Pero un “sí”, ¿podría responder a una cesión forzada y no a un consentimiento, según la distinción que hace usted?

R. Me gusta esta fórmula, porque el “sí” es bello, es una apertura al otro. “Sí” es verdaderamente “sí” al otro.

P. ¿Puede haber “síes” que se conviertan en “noes”?

R. En efecto, el “sí es sí” no resuelve totalmente la cuestión de la experiencia del consentimiento. En el caso de Vanessa Springora [la autora de El consentimiento, libro donde explica su relación, cuando tenía 14 años, con el escritor Gabriel Matzneff, que tenía 50], independientemente del hecho de que ella era menor, había un “sí” de su parte, un verdadero consentimiento. Pero ¿era un “sí” a lo que le ocurrió después? En el fondo, cuando se consiente a un encuentro, se sea menor o mayor de edad, se dice “sí” con el trasfondo de una cierta confianza hacia el otro. Pero se puede haber dicho “sí” a un encuentro y encontrarse en una situación de traición, de forzamiento del consentimiento, porque aquello a lo que se dijo “sí” no es lo que finalmente se encontró. Vanessa Springora dijo “sí” con un trasfondo de creencia en el amor y cedió ante una situación que no era amor, sino que hacía de ella un puro objeto de goce de otro.

P. El beso en público este verano, tras la victoria de España en la Copa Mundial de Fútbol, del entonces presidente de la Real Federación Española a la campeona Jenni Hermoso, ¿cómo lo analiza?

R. El control sobre el cuerpo de otro en público es una demostración de poder. A través de este gesto, que no tenía en cuenta el consentimiento o el no consentimiento de Jenni Hermoso, se afirmó algo que tiene que ver con el monopolio de un goce que se impone como legítimo desde una posición de poder. Y más aún sabiendo que la escena se producía ante los ojos de todos.

P. En su nuevo libro en francés usted estudia el término “tóxico”. ¿Por qué su uso se ha extendido tanto?

R. Porque designa una nueva forma de malestar en la civilización, por retomar a Freud. Hoy el término “tóxico” se emplea como metáfora de lo que nos envenena en nuestras relaciones con los demás. Si el término se ha impuesto, es también en el contexto político posterior al MeToo, que ha introducido una nueva sensibilidad hacia la violación, y en un contexto histórico de pospandemia, que nos ha confrontado a la vulnerabilidad de lo vivo. Lo tóxico es a la vez lo que fuerza algo de nuestro deseo y lo que pone en peligro lo vivo. Es una manera de nombrar una experiencia que nos asfixia, un nuevo malestar en el goce, un extravío de la pulsión. Pone en juego un veneno extraño. Podríamos decir que la experiencia tóxica puede procurar una forma de goce que produce también una adicción, y solo a toro pasado aparece como algo nocivo y peligroso para lo vivo.

P. ¿Cómo desintoxicarse?

R. Si consideramos que lo tóxico es un efecto del discurso, de la palabra de otro, no podemos más que recurrir al pharmakon [el remedio], que también es la palabra, pero una palabra que en lugar de asfixiarnos nos permitirá respirar y explorar lo que nos ha intoxicado, y nos conducirá hacia el reconocimiento de nuestro deseo.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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