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Arboricidios sin vuelta atrás. ¿Qué atraerá si no la lluvia?

Los bosques primarios crean microclimas, favorecen las precipitaciones y son cruciales ante la emergencia climática. La mayor parte de los países no los protegen, con excepciones como Ecuador, Bolivia y Nueva Zelanda

Tala de Árboles
‘Sycamore Gap’, arce centenario pegado al muro de Adriano, en Once Brewed, Reino Unido, apareció talado el pasado 28 de septiembre.LEE SMITH (REUTERS)

En una aldea del norte de España han cortado un roble centenario. Tenía un tronco de casi cinco metros de diámetro y un porte monumental. Era un árbol apreciado por caminantes y ecologistas de la zona. Dicen algunos vecinos que quizá lo haya tumbado un maderero local para venderlo como leña. Quién sabe si con autorización municipal o apenas el consentimiento de los propietarios de las fincas. Quien lo haya talado lo cortó, quizás, porque puede hacerlo con total impunidad. La tala de este roble es un pequeño ejemplo de la desprotección de los árboles. Rilke consolaba su sentido de impermanencia con la certeza de “un árbol en la ladera al que volver todos los días”. Hoy nadie podría garantizar tal cosa. Que se lo cuenten al arce ‘Sycamore Gap’, talado a traición en Reino Unido. Un árbol, cualquiera, es también todos los árboles.

En una entrevista por videoconferencia desde su centro forestal en Eifel, el silvicultor alemán Peter Wohlleben, autor del superventas La vida secreta de los árboles (Ediciones Obelisco, 2016), recuerda que las últimas investigaciones son capaces de medir la capacidad de los árboles para regular la temperatura y el régimen de lluvias: “Si cortas arboles, la temperatura de esa área va a incrementarse una media de 10 grados”, dice tajante. Wohlleben y su equipo han monitorizado bosques por imágenes satélite y saben que los cortes de clareo no deberían suceder. Y menos sin control ni planificación. Por eso dice que talar un árbol debería ser un crimen de primer orden: “Se considera un delito ambiental que eches aceite de motor en un río, pero no que subas la temperatura de miles de personas”. En su último libro, La profunda respiración de los árboles (Ediciones Obelisco, 2022), investiga sobre la capacidad de los árboles para adaptarse al cambio climático y el papel de los bosques para el equilibrio hídrico del planeta. Wohlleben, como el poeta beat Gary Snyder, considera a los bosques como grupos familiares, que tejen redes de apoyo mutuo y migran con las glaciaciones. Son hiperorganismos que transforman la luz del Sol en azúcar y producen el oxígeno que necesitan las demás criaturas del planeta para respirar. “Debemos proteger todos los bosques primarios y los viejos ejemplares, todo lo que queda de bosque ancestral”, asegura. Esto, unido a otro mantra que él también predica, reducir el consumo de carne, es “lo mejor que podemos hacer” contra la emergencia climática. “En el acuerdo de Montreal se dijo que el 30% del paisaje debería estar protegido en los próximos siete años. Y no está siendo así. Necesitamos más naturaleza salvaje”, insiste, y recuerda que el 80% de la tierra se destina para producir alimento animal. Para él, la deforestación es un asunto de gestión del suelo. Pura confusión civilizatoria.

La FAO calcula que el planeta pierde 3,3 millones de hectáreas de bosque al año. En España, las cifras son más alarmantes, con un aumento del 33,6% de la desforestación desde los años noventa. Aquella ardilla de la que hablaba Estrabón, que cruzaba la península Ibérica de árbol en árbol, tiene ante sí un desierto de dos mesetas con un pequeño flequillo verde en el norte.

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¿Es España territorio sin ley para los de las motosierras? Antonio Ruiz Salgado, especializado en derecho ambiental, recuerda que en nuestro país no existe una visión integradora de nuestra relación con los árboles: “Todavía está muy presente la perspectiva antropocéntrica y utilitarista en la mirada sobre los árboles y plantas”. El corpus de leyes apenas da cabida a la protección de algunos árboles singulares o determinados espacios, dentro de la Red Natura o en parques nacionales. Las leyes nacionales, la del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad y la ley de Montes no prevén la protección de los árboles singulares pero sí prohíben “la corta, quema, arranque o inutilización de ejemplares arbóreos o arbustivos de especies forestales”. Las normativas autonómicas sí prevén inventariar y proteger los árboles singulares. En las ciudades, se pueden considerar mejor protegidos que en el campo y las penas contemplan hasta la cárcel. En el rural, a pesar de las leyes de montes y las distintas normativas autonómicas, deforestar sale barato.

Territorios de despedida

La única opción para salvar los ecosistemas considerados vitales sería “excluirlos de la categoría de commodities (mercancías)”, afirma Ignacio Bachmann, experto en derecho ambiental. Escuchando a estos abogados, da la sensación de que cada bosque es un territorio en despedida. Que hay que decirles adiós a los árboles hasta que los hagan desaparecer. Mientras países como Ecuador, con su “ley Pachamama”, recoge el respeto íntegro de la existencia y los procesos evolutivos de la tierra, el resto de los bosques primarios del planeta caen impunemente para introducir cultivos extensivos o, aún peor, bosques artificiales de especies industriales como el abeto, el pino o el eucalipto. Wohlleben es tajante: “Debemos prohibir las plantaciones de árboles artificiales. Son especies que arden fácilmente. Es como si para proteger las casas de un derrumbe, las tiramos. Una locura”. El silvicultor insiste en que el problema de la humanidad es el de no conseguir ver. Para él estamos en la época del “gran descubrimiento”, ya que apenas se conoce el 15% de las especies. Desconocemos la mayoría de los hongos y las bacterias que son clave para la vida.

Una ojeada al derecho internacional apenas encuentra en los Derechos de la Madre Tierra de Evo Morales o los planteamientos de Nueva Zelanda, un reconocimiento del valor de los ecosistemas enteros, desde microorganismos hasta hongos. Mientras, como critica Wohlleben, plantar árboles está de moda, pero auspiciado en la sombra por las industrias madereras, que introducen especies no autóctonas o modificadas genéticamente. Y no se trata de plantar, sino de dejar en paz. Aunque se trate de contener el calentamiento unos dos grados, los bosques no perturbados pueden hacerlo incluso mejor al crear su propio microclima y zonas de bajas presiones que atraen lluvias: “Las precipitaciones no disminuyen en los grandes bosques naturales, pero cuando se sustituyen por pastos o paisajes agrícolas, pueden disminuir hasta un 90%”, dice Wohlleben.

Mientras un maderero lo siga teniendo fácil para talar árboles anónimos y gestionar el bosque sin otra mirada que la extractiva, el abogado Bachmann, que no encuentra en las leyes un consuelo para la vivacidad de la naturaleza, recuerda un dicho ancestral de los indios mapuches que quizá resuene a los humanos del futuro: “Las personas son parte de la tierra, pero la tierra no pertenece a las personas”.

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