Lea Ypi, politóloga: “El capitalismo solo emancipa a unos pocos”
La autora del aclamado ‘Libre’, que se publica ahora en español, creció en uno de los últimos reductos del estalinismo en Europa, Albania, y es a sus 43 años una académica brillante en la London School of Economics. “El liberalismo y el socialismo comparten una idea solapada de la libertad”, afirma
Lea Ypi (Tirana, 43 años) tuvo una infancia feliz y una adolescencia incierta y confusa en el último reducto del estalinismo en Europa: Albania. Hasta 1991 vivió convencida de que su país era un refugio de libertad frente al imperialismo de Occidente y el revisionismo del bloque soviético. La niña Lea suspiraba por formar parte de las juventudes “pioneras”, insistió a sus padres para que pusieran en casa un retrato del dictador Enver Hoxha (el “tío Enver”), y nunca entendió por qué habían tenido la mala suerte de compartir apellido con Xhafer Ypi, el primer ministro albanés anterior a la revolución al que el régimen despreciaba.
Cuando todo se desmoronó, sus padres, convencidos de que el mejor modo de proteger a la niña había sido ocultarle el pasado, revelaron a una Lea de apenas 12 años una realidad de familiares encarcelados y de vidas futuras que durante décadas vivieron condenados por la desgracia de heredar una “biografía” equivocada.
Ypi recibe a EL PAÍS en su pequeño despacho de la London School of Economics, entre montañas de libros. Es profesora de Teoría Política en el Departamento de Estudios de Gobierno. La filosofía, la literatura y el mundo de las ideas rescataron a una joven que dejó atrás un país atormentado, pero al que ha vuelto ahora con una obra magistral: Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia (Anagrama). Traducido a más de 20 idiomas, Ypi ha logrado plasmar en un libro de memorias una profunda reflexión sobre el verdadero significado de ser libre.
Pregunta. Sus memorias de infancia y adolescencia en Albania llegan más lejos que cualquier tratado académico para entender el aislamiento de ese país. ¿Era lo que pretendía?
Respuesta. Quería escribir un libro sobre la libertad. Siempre me interesó mucho el concepto de la libertad tanto en la tradición y pensamiento político liberal como en el socialista. Una de mis convicciones más asentadas es que no son conceptos tan opuestos como la gente se cree. Suele asociarse el liberalismo con la libertad y el socialismo con la igualdad. Creo, sin embargo, que comparten una preocupación solapada por la libertad. Iba a ser un libro muy académico. Estaba en Berlín, con mis tres hijos pequeños. Llegó la pandemia y el confinamiento. Como no podían ir a la escuela, no dejaban de requerirme. Me acabé encerrando en un cobertizo enorme para poder trabajar. Empecé a pensar: estoy en Berlín, el centro de la democracia liberal. Y las normas del confinamiento no nos permitían ir al parque, viajar o visitar a la familia. Todo lo que das por hecho en una democracia liberal occidental había quedado suspendido. Se convirtió más y más en una reflexión personal, que me devolvía a los periodos de mi vida en Albania. A momentos en los que también me pregunté si en eso consistía realmente la libertad. Siempre me ha gustado la literatura que incluye conceptos filosóficos. Que introduce ideas a través de personajes y argumentos. Por eso decidí contar una historia sobre la libertad en vez de un texto académico.
P. Hay una primera parte del relato plagada de recuerdos amables que, precisamente por serlo, chocará con los prejuicios de muchos lectores.
R. Siguen ahí. Son recuerdos felices. Ya sé que resulta polémico decirlo ahora, pero para una niña, el mundo era muy diferente a como lo veían los adultos. Si te han criado en un entorno familiar amoroso, sin traumas ni abusos, un niño no tiene opiniones políticas. No sufre ningún tipo de censura. ¿Puedo jugar en el patio? ¿Puedo ver a mis amigos? Eso es la libertad para un niño. Sí recuerdo esos años como años de escasez. Pero no se me pasaba por la cabeza que no fuera un país políticamente libre. En términos materiales, sabías que no tenías de todo, y deseabas cosas que sí había en Occidente, como el chicle, la coca-cola, los jeans o la ropa. Había, sin embargo, un discurso público que justificaba que no tuviéramos de todo. Y a mí, como niña, me convencía.
P. Albania fue de los últimos países en dejar el socialismo. Para una niña que deseaba tener en casa una foto del “tío Enver”, ¿fue traumática la nueva realidad?
R. Fue como el momento en que te dicen que Papá Noel no existe. Habíamos construido, para los niños, un mito para explicar el mundo. Ahora resultaba necesario saber la verdad. Fue una revelación progresiva. Como cuando supe que mi abuelo, del que siempre me contaron que había pasado 15 años en la universidad, fuera del país, había estado en realidad ese tiempo en prisión. Y pude leer los diarios que había escrito.
P. Su abuelo, que conoció a Hoxha…
R. Sí, se conocían muy bien ambos porque coincidieron estudiando en París. Mi abuelo era socialista. Enver Hoxha era comunista. Mi abuelo no era revolucionario. Era un socialdemócrata, aunque entonces significaba algo muy distinto a lo que significa ahora. Sus artículos de entonces eran muy radicales, muy críticos con el capitalismo. En realidad, discrepaban sobre el método. ¿Qué hacemos? ¿Ganamos elecciones o hacemos la revolución?
P. El conflicto más triste de su libro está entre sus padres y usted. Entre la llegada tardía de ellos a un mundo anhelado y la exigencia que le hacían para que usted lo aprovechara.
R. Fue muy tarde para todos ellos. Y eso hizo que mi visión de la transición fuera muy diferente a la suya. Ellos tenían la sensación de que habían deseado siempre este mundo nuevo, pero ahora ya no podían vivirlo. Era mi responsabilidad, me decían, hacer todo lo que ellos no pudieron hacer. Y como adolescente, la vida era bastante sombría y desalentadora durante los años noventa. Albania llegó a sufrir una guerra civil en 1997. E incluso antes de pasar por eso, los traficantes sacaban a la gente del país y muchas niñas acabaron siendo víctimas de trata sexual. Para mí, la experiencia de la transición fue una de profunda inseguridad, conflicto y trauma. Todo era nuevo. No teníamos electricidad. Los libros de siempre de la escuela ya no servían. La historia, la geografía, la literatura…, todo tenía que ser reescrito. Me sentía desorientada. Y mis padres me decían: sí, pero ni estás en prisión, ni trabajas en una mina ni te persiguen. ¿De qué te quejas? Es un mundo de libertad. Sí, quizá lo era, pero yo no estaba viviendo esa libertad.
P. Y de esa experiencia, junto a sus estudios como académica, deriva un conflicto que la enfrenta a los dos lados del espejo.
R. Tengo una dificultad doble. Con la gente de Albania, porque están en contra de todo lo que suene a izquierda. No son capaces de ver que quizá algo sea rescatable, no solo de Albania, sino de la tradición de la izquierda. Que hay algo intelectualmente importante en el pensamiento político del socialismo. Una crítica de la sociedad que no deberíamos simplemente arrojar por la ventana. Y en Occidente ocurre lo contrario. Es como si esa experiencia vital no contara. Son dos perspectivas que presentan muchos problemas. La primera asegura que la historia lo determina todo. Si algo ha sido ensayado y ha fracasado, ¿qué sentido tiene recuperar estos textos y estas ideas? La segunda sigue sosteniendo que el socialismo es una gran idea. Sí, lo pusieron en práctica en medio mundo y no funcionó. Pero era debido a la idiosincrasia particular de esos países, o que en Europa Oriental sencillamente no supieron hacerlo. Ambos fracasan en entender la complejidad con que se mezclan las ideas y la historia.
P. ¿Qué plantea para reconciliarlas?
R. Mi propuesta consiste en pedir que se considere desde una perspectiva histórica la experiencia de estos países. No puedes arrojarla sin más a la basura. De hecho, con el ascenso actual de China, es obvio que resultaría un error, ahora que nos vemos obligados a tratar con un país socialista gigantesco. Sigo pensando que nos estamos perdiendo algo realmente necesario. Cuando los filósofos trabajan con ideas, deben ser más conscientes de la historia. Y los que creen que han aprendido a partir de su experiencia histórica, siguen necesitando pensar sobre las ideas.
P. Usted se define como socialista, pero tiene un discurso muy crítico con la izquierda actual.
R. Creo que la izquierda, en estos momentos, no tiene ninguna respuesta. Hay cierto pensamiento de izquierdas que es importante, como cierta crítica del capitalismo que necesitamos volver a articular. Del mismo modo que hay una crítica interesante sobre el Estado nación, porque ha inhibido algunos movimientos progresistas al constreñirlos al territorio nacional. Hay ciertamente una crítica del capitalismo que debe ir mano a mano con una crítica de la socialdemocracia, que analice los fallos de esta última.
P. Pero frente al auge actual de los autoritarismos, el discurso de consenso habla más bien de la necesidad de defender las democracias liberales.
R. No creo que las democracias liberales occidentales sean liberales ni democráticas. Incluso si te defines a ti mismo como un liberal demócrata, deberías mostrarte realmente crítico con la sociedad en la que vives. No es una sociedad libre. O al menos, no es libre para mucha gente. Si uno vive en Londres y viaja desde Knightsbridge, donde están los almacenes Harrods, hasta Acton, donde yo vivo, pasando por Willesden Junction y Harlesden, puede presenciar escenas de alienación y auténtica privación social. Mi barrio, por ejemplo, está lleno de casas de apuestas. ¿Cómo puedes defender la democracia liberal con una diferencia tan drástica en apenas dos kilómetros?
P. ¿Se ha conformado la izquierda con esa democracia liberal?
R. Está muy ligada al éxito del social-liberalismo, o de la socialdemocracia. A principios del siglo XX la izquierda se volvió socialdemócrata, por razones plausibles. Le iba bien en las elecciones y la democracia claramente funcionaba. Se abrió a las clases trabajadoras y la expansión de la franquicia coincidió con la existencia real de más oportunidades para todos. Pero entonces el proyecto socialdemócrata acabó muy ligado al proyecto del Estado nación. El futuro de la socialdemocracia quedó atado al destino del Estado donde ese proyecto se estaba desplegando. La idea original, sin embargo, era superar el Estado como vehículo de emancipación. Se trataba de derribar las fronteras. Los trabajadores no tenían patria, era una unidad mayor que el barrio o el pequeño Estado. Allí comenzaron a perder, al quedar amarrados al Estado nación y a la idea de ganar elecciones. Si la izquierda dejaba de construir una visión, una idea para todo el mundo, había comenzado a fracasar. Y en eso estamos aún.
P. Una solución intermedia de un proyecto que superara ese Estado nación sería la Unión Europea.
R. Yo soy muy defensora del proyecto de la Unión Europea. Pero necesita más contenido. El que tiene ahora no es democrático, es neoliberal. Tiene un discurso muy económico, orientado al mercado. No habla de emancipación política o democracia. Yo soy federalista. Creo que necesitamos una UE socialista y federal. Eso debería defender la izquierda. Somos anticapitalistas. Somos internacionalistas. Ya no dicen nada de eso. Solo dicen lo que creen que la gente quiere escuchar, para ganar elecciones. Pero lo que la gente quiere es, muchas veces, lo que transmiten los medios. Eso no es opinión pública. Requiere una mayor elaboración, un discurso intelectual.
P. Albania aspira como meta definitiva a ingresar en la UE. Me recuerda a otros países, en otros momentos históricos.
R. Vivimos una era en la que los ciudadanos se muestran escépticos ante cualquier visión política. La única visión aceptada es la UE. Nadie cuestiona la premisa mayor en Albania, ese deseo de formar parte de la UE. ¿Qué clase de UE es la que quieres? ¿En qué va a contribuir Albania? ¿Qué hemos aprendido de la experiencia de ser un país en el margen de los Balcanes? Si tu único deseo es incorporarte a la UE de este modo tan dogmático, solo lograrás perpetuar una dinámica de dependencia, la que tuvieron todos estos países respecto a anteriores imperios, el turco-otomano, el de los Habsburgo o el soviético. La misma relación que tuvieron históricamente con las grandes potencias. Porque cuando piensan en la UE no piensan en los eslovacos o los checos, sino en Alemania o Francia.
P. ¿Se identifica con esa política identitaria en la que, según afirman muchos de sus críticos, ha caído la actual izquierda?
R. No me gusta. Y lo considero un falso conflicto. Una parte de mí se irrita bastante. La izquierda ha sido siempre universalista. La idea de atrincherarse en una identidad a expensas de, o en conflicto con otras es completamente alienante respecto a esa aspiración universalista que ha definido históricamente a la izquierda, que es la que a mí me interesa. Yo comencé estudiando el proyecto de la Ilustración porque era un proyecto universal. Y entiendo las críticas a las que fue sometido desde una perspectiva poscolonial. Pero para mí el problema no es la Ilustración ni el universalismo. El problema es el capitalismo, que solo emancipa a unos pocos. Y al retirarte a la trinchera de la identidad abandonas esa lucha.
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