Solo una paz fría podrá frenar la Nueva Guerra Fría en la que estamos inmersos
Necesitamos poner sobre la mesa un pacto en nombre de la supervivencia mutua y la prosperidad global. Prohibamos las intervenciones armadas, la ciberguerra subversiva y las operaciones encubiertas
La invasión de Ucrania en febrero de 2022 es la primera guerra por delegación (proxy war) de la Nueva Guerra Fría. Invadida por Rusia (con el apoyo diplomático de China y otras autocracias), Ucrania se ha defendido valientemente con el apoyo de la OTAN y su amplia coalición, formada en su mayoría por democracias. Muchos están absorbidos, con razón, por la pregunta de si la supervivencia de Ucrania es posible, pero cuestiones igualmente apremiantes son por qué se produjo esta guerra, si se puede contener la más amplia e inminente Nueva Guerra Fría que alimenta la guerra de Ucrania y si —como parte de una distensión más amplia en esa Nueva Guerra Fría— se puede restaurar una paz estable y legítima en la región.
Los defensores de Putin afirman que se trata de una guerra defensiva, lanzada para contrarrestar la amenaza que supone para Rusia una OTAN cada vez más cerca de sus fronteras. La OTAN se ha ido desplazando hacia el este a medida que los Estados de Europa del Este clamaban por unirse a la alianza para disuadir lo que consideraban amenazas por parte de Rusia. Pero un ataque transfronterizo de la OTAN en territorio ruso nunca ha sido, y desde luego no es hoy, una amenaza creíble. Rusia es una potencia nuclear. Cualquier invasión sería respondida con armas nucleares.
Además, las propias justificaciones de Putin para la invasión de Ucrania han sido otras. Putin ha condenado la expansión de la OTAN, pero en un artículo escrito unos meses antes de la invasión expuso razones más fundamentales para el ataque: no existe, sostiene, una nación ucrania independiente. Rusos, ucranios y bielorrusos fueron y son un único pueblo. La Ucrania geográfica es una provincia rusa ilegítimamente separada del imperio ruso durante la revolución comunista de 1918-1920, tolerada por los soviéticos y ahora, tras el colapso de la URSS, en manos de fuerzas fascistas que deben ser purgadas antes de la reunificación de todos los pueblos rusos. En pocas palabras, se trata de una guerra imperialista y no de una defensa del Estado ruso existente.
Al igual que los conflictos indirectos durante la Guerra Fría —la guerra de Corea (1950-1953), la guerra de Vietnam (1955-1975) y la guerra de Afganistán (1979-1989)—, esta guerra forma parte de un eje de confrontación emergente más amplio.
Este enfrentamiento por delegación —aunque, afortunadamente, limitada— no agota los ejes de tensión que conforman el nuevo orden mundial en el que parece que estamos entrando. La era posterior a la Guerra Fría ha llegado claramente a su fin. En lugar de marcar el final de las luchas ideológicas y el comienzo de un orden liberal internacional de paz y cooperación cada vez más amplio, o incluso el retorno a un equilibrio de poder multipolar clásico, el periodo posterior a la Guerra Fría ha sido seguido por una emergente Nueva Guerra Fría. Se trata de una guerra —hasta ahora, fría— entre “democracias” y “autocracias”, tomando prestada las distinción del presidente Biden. Estos enfrentamientos entre sistemas de gobierno se caracterizan por el espionaje industrial, la subversión informativa y la guerra cibernética. Las guerras frías son luchas por la legitimidad de los gobiernos y los sistemas de gobierno, no meras contiendas por intereses materiales, poder o prestigio.
La primera vez
La primera Guerra Fría (1947-1991) se “libró” principalmente mediante carreras armamentísticas y guerras por delegación, como las de Vietnam, Angola y Afganistán. La Guerra Fría actual se libra con guerras indirectas, como la de Ucrania, pero incluso de forma más directa, transnacional, a través de la competencia industrial y la guerra cibernética. La primera fue bipolar; ésta es multidimensional y efectivamente tripolar. A finales de la década de los sesenta estaba claro que el poderío industrial de Estados Unidos arrollaría a la Unión Soviética. Ahora, el PIB de China sigue creciendo más del doble que el estadounidense, con bastante más del doble de la población de Estados Unidos, y Rusia (aunque débil económicamente) está invirtiendo mucho en capacidad militar y guerra cibernética. La cuarta “potencia”, la UE, es la superpotencia económica, pero su orientación es abrumadoramente civil y no está muy unida en sus políticas exteriores globales.
El eje de la confrontación mundial es binario y enfrenta a las autocracias (China, Rusia, Irán, Corea del Norte y sus aliados) con las democracias (Estados Unidos, la OTAN, Japón, Australia y sus aliados). Las fuentes del conflicto están profundamente arraigadas en las economías políticas, las culturas y las ideologías de ambos sistemas. A pesar de las muchas diferencias que existen entre ellas, la legitimidad de las autocracias como sistemas políticos tiene que reforzarse con la represión política de los disidentes o con unos buenos resultados económicos (la pobreza o la crisis económica no están más que a una generación hacia el pasado) o con un nacionalismo extremo, o con las tres cosas a la vez. Tanto Rusia como China sienten que han sido menospreciadas globalmente por la pérdida de su imperio: la pérdida china por el imperialismo occidental y japonés a finales del siglo XIX y principios del XX; la pérdida rusa por el colapso de la Unión Soviética.
Tanto China como Rusia se sienten profundamente amenazadas por las democracias de mercado que lindan con sus fronteras, habiendo ya sido asustadas por las protestas de Tiananmen en China en 1989 y por el contagio democrático que barrió el imperio soviético en Europa del Este y luego socavó a la propia Unión Soviética. Las amenazas a la seguridad de estos regímenes son predominantemente internas, no externas. Surgen de ciudadanos descontentos y empoderados, como los que se manifestaron en las calles de Rusia en 2012, no de ejércitos que amenazan con cruzar sus fronteras.
Todas las amenazas fronterizas reales son vistas a través del prisma de la seguridad interna: China afirma tener el control del mar de la China Meridional y no tiene ningún deseo de que Corea del Norte se derrumbe y se convierta en una Corea democrática junto a su frontera de Manchuria. China ha demostrado que no tolerará un Hong Kong plenamente democrático. Putin apoya a Lukashenko, el hombre fuerte bielorruso situado a su oeste, y al sur no soportaría una Ucrania que se adhiriera a la UE. Después de que el cliente de Rusia en Ucrania, Víktor Yanukóvich, no pudiera ser apuntalado, Putin despojó a Ucrania de Crimea, provocando que una inquieta y recientemente vulnerable minoría rusa estuviera en constante necesidad de un potencial rescate: todo ello para mantener a Ucrania dividida y en crisis y para dar una lección a todos los que pudieran buscar la democracia dentro, o la autonomía fuera, de la órbita rusa. (…)
La “trampa de Tucídides’
Los motores de la tensión y el conflicto en la emergente Nueva Guerra Fría no proceden todos de China y Rusia. En el Occidente democrático, los estrategas geopolíticos se preocupan por las amenazas para Occidente que emanan de la dinámica de poder desestabilizadora provocada por el ascenso de China. Se trata de la llamada “trampa de Tucídides”, que se remonta a la guerra del Peloponeso entre una Atenas en ascenso y una Esparta conservadora en la que el miedo a Atenas espoleó a Esparta a prepararse para la guerra en defensa de su cuestionada hegemonía sobre Grecia. Este es ahora el tema de un popular libro del politólogo estadounidense Graham Allison. En él documenta cómo sólo 4 de las 16 “trampas de Tucídides” históricas se resolvieron pacíficamente. En las otras 12, potencias dominantes como Estados Unidos atacaron para preservar su preeminencia, o potencias emergentes como China atacaron para reclamar los privilegios de liderazgo que se les habían negado.
Además, los liberales occidentales condenan y quieren imponer sanciones adicionales a los autoritarios por sus violaciones generalizadas de los derechos humanos. En el extremo, EE UU ha lanzado agresiones desestabilizadoras, como la invasión contra Sadam Husein en 2003, inspirada en la agenda de la libertad de la Administración de Bush, que han puesto en vilo a los autoritarios de todo el mundo. Y las élites corporativas multinacionales hacen sonar la alarma al tener que competir con empresas chinas y rusas controladas por el Estado o de propiedad estatal. Cualquier forma de capitalismo democrático liberal tendrá dificultades para cooperar con las autocracias nacionalistas corporativistas.
Más desestabilizador aún, un nuevo y agresivo populismo de derechas se apodera de algunas democracias anteriormente liberales. La política exterior, como casi nunca antes, es retórica, impulsada por el sensacionalismo y adaptada a los miedos psicológicos y los impulsos agresivos de las facciones políticas nacionales que son sus casi únicos destinatarios. El ascenso de Donald Trump en el Partido Republicano y su elección a la presidencia de Estados Unidos no es más que una manifestación. Desde el movimiento América Primero de Charles Lindbergh, anterior a la II Guerra Mundial y de estilo similar, Estados Unidos no había vivido un rechazo tan directo al compromiso internacional y adoptado semejante nacionalismo xenófobo.
Las raíces de estas revueltas populistas se encuentran en una combinación de crecientes desigualdades internas en algunos lugares (como EE UU) y con la aparente pérdida de control sobre las fronteras y las economías en otros (como en Europa). Ambas han sacudido los cimientos de una democracia liberal estable. La polarización política pone a prueba la gobernabilidad, y la xenofobia “nacionalista blanca” erosiona los valores de todas las democracias liberales.
La creación del Tercer Mundo
Al igual que la Guerra Fría entre el Primer Mundo capitalista democrático y el Segundo Mundo comunista dictatorial estimuló la creación del Tercer Mundo de naciones en desarrollo que buscaban una posición neutral. Hoy en día, Brasil, Sudáfrica, India, Indonesia y Turquía (a pesar de su pertenencia nominal a la OTAN) buscan un rumbo distinto, beneficiándose de las confusiones mundiales entre democracias y autocracias y manteniéndose al margen de ellas. Pero, a diferencia de la primera Guerra Fría, la transformación revolucionaria no es la gran estrategia preferida. Putin y Xi quieren “hacer un mundo seguro para la autocracia”, y Biden quiere “hacer un mundo seguro para la democracia”. Los tres países respetan —en teoría— los principios de independencia política, integridad territorial y autodeterminación. En la práctica, sin embargo, los principios no se aplicaron del todo a Irak en 2003 o no se aplican hoy en Ucrania o Taiwán. El problema más profundo es que un mundo seguro para la democracia es aquel en el que los derechos humanos y el libre mercado son normativos (en el sentido de que merece la pena promoverlos pacíficamente). Un mundo seguro para la autocracia es aquel en el que los derechos humanos y el libre mercado son nominales (y discrecionales, en función de las circunstancias nacionales). Xi y Putin ofrecen apoyo directo (como con los mercenarios armados del Grupo Wagner, una empresa rusa, en Sudán) e indirecto a los dictadores del mundo y, al hacerlo, se ganan su lealtad geopolítica. Estados Unidos y sus aliados democráticos ponen en aprietos a los dictadores, incluso cuando las democracias dependen regularmente de ellos para obtener petróleo y mercados.
Aun así, debemos recordar que los intereses racionales hacen y deben hacer frente a una Guerra Fría entre el nacionalismo autocrático y el liberalismo democrático. Los destinos de ambos están profundamente comprometidos y son interdependientes, como nunca lo fueron el Este y el Oeste en 1946. La UE depende del gas natural ruso, y la economía rusa, de la tecnología occidental. Se calcula que la primera Guerra Fría costó a EE UU unos 11 billones de dólares sólo en defensa. Una segunda podría ser aún más cara: China sigue teniendo una de las economías de más rápido crecimiento y se ha convertido en la mayor economía del mundo, según algunas mediciones. Aislar a Rusia está demostrando ser extremadamente costoso tanto para Europa como para Rusia. Además, frenar la proliferación nuclear iraní depende de la cooperación ruso-estadounidense. Y la habitabilidad del planeta dependerá de la cooperación chino-estadounidense para frenar el calentamiento global. Todo ello se ve amenazado por una Nueva Guerra Fría.
Con este espíritu, al abordar la política y las perspectivas de una distensión destacan algunas directrices clave. En la política de derechos humanos hacia Rusia, debemos ser conscientes de que Putin negará el acceso a los defensores de los derechos humanos y a los grupos liberales. La defensa debe centrarse en criticar sus políticas, evitando al mismo tiempo una retórica que exacerbe la amenaza de guerra. En el ámbito nacional, esto puede significar exponer las fuentes corruptas de la riqueza de los oligarcas de manera que resuenen con las demandas de los ciudadanos rusos de a pie. En política exterior, esto significa reconocer las reivindicaciones legítimas incluso cuando las formulan actores ilegítimos.
Las sanciones económicas deben ir siempre dirigidas a alienar al menor número posible de rusos de a pie, imponiendo al mismo tiempo costes reales a los oligarcas que apoyan a Putin, hasta que se alcance un acuerdo negociado sobre Ucrania.
Las negociaciones, facilitadas por la comunidad internacional, deben ser la prioridad número uno, no el aislamiento y la beligerancia de la Guerra Fría. Deben cultivarse los puntos en común, como la cooperación contra los grupos terroristas internacionales, incluido el ISIS. Aunque la adhesión de Finlandia y Suecia debe acogerse con satisfacción porque refuerza la alianza de la OTAN, la OTAN no debe (sobre)ampliarse a países que todavía no son vitales para la alianza ni democracias estables.
Limitar la guerra en Ucrania
Hoy en día, es esencial apoyar la defensa de Ucrania con las armas que necesita, al tiempo que se toman medidas para limitar la guerra en Ucrania. Se necesitan negociaciones genuinas entre Kiev y Moscú para restaurar la seguridad y la independencia de Ucrania. Ucrania debe poder decidir cuándo deja de luchar y qué condiciones acepta. Esos términos deben incluir la protección de los partidarios de Rusia en Ucrania y de los partidarios de Ucrania en Crimea y un reconocimiento de estas interdependencias con supervisión internacional. Rusia necesita la cooperación de Ucrania, ya que Crimea es actualmente inviable y sobrevive gracias a enormes subvenciones. Ucrania depende vitalmente de las importaciones de gas ruso.
Con China, la presión interna será ineficaz y probablemente contraproducente. Xi Jinping tiene el control efectivo de la población y de la élite empresarial. En política exterior, los liberales occidentales pueden reconocer los efectos económicos positivos fomentados por la inversión económica internacional en el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras y pueden exponer las formas en que esas inversiones también pueden fomentar el clientelismo autocrático en el mundo en desarrollo, como en Myanmar, Camboya, Filipinas y varios países africanos. Idealmente, medidas como las anteriores deberían formar parte de un giro de la Guerra Fría a algo que podríamos llamar una paz fría. Una Guerra Fría es una guerra llevada a cabo sin hostilidades armadas “calientes”, pero dirigida a la destrucción de la independencia política o la integridad territorial del otro bando. Hoy requerimos una paz fría, una distensión en la que la transformación subversiva se retire de la mesa en nombre de la supervivencia mutua y la prosperidad global. Los sistemas políticos chocarán y la persuasión y el debate crítico deben seguir siendo legítimos. Pero las intervenciones armadas por poder, la ciberguerra subversiva y las operaciones encubiertas dirigidas contra las instituciones políticas nacionales y las infraestructuras vitales deben prohibirse como forma de fuerza ilícita.
Esto significa reafirmar los principios del Estado de derecho internacional, reafirmar las alianzas existentes y mejorar los regímenes comerciales a través del Atlántico y el Pacífico, abiertos a todos los que estén dispuestos a acatar sus normas. Los objetivos también deberían incluir la creación de un régimen más coherente para la migración regular basada en normas y planes protectores y proactivos para apoyar a los refugiados. En términos más generales, esta agenda exige reforzar el orden liberal en apoyo de los derechos humanos. Estas prioridades son los cimientos de la seguridad a largo plazo. La lección de la sombría política del año pasado, tanto en Europa como en EE UU, es que la seguridad internacional no se logrará sin reconstruir primero los cimientos económicos de la democracia liberal en casa.
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