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Acabemos por siempre con los herederos de la KGB. O acabarán con todos nosotros

La única forma de evitar la amenaza de guerra nuclear, escriben Yuri Felshtinsky —experto en el servicio secreto ruso — y el investigador Vladimir Popov, es que se ponga fin al aparato de Seguridad del estado ruso y se prohíba su reconstrucción

Moscú
Una mujer pasa ante un cartel que dice: "¡Hasta la victoria! ¡Por nosotros! ¡Por la verdad!", en Moscú, este 20 de febrero.YURI KADOBNOV (AFP)

El “período democrático” ruso, con Yeltsin, duró menos de nueve años, desde el 22 de agosto de 1991 hasta el 31 de diciembre de 1999. Ese fue el trozo de democracia que le tocó al pueblo ruso gracias al fracasado golpe de Estado de la GKChP [el Comité Estatal de Situación de Emergencia, responsable del golpe de estado contra Gorbachov]. En esos nueve años, Rusia se convirtió en un país de mercado libre, fronteras abiertas y prensa libre. En ese tiempo, la URSS acabó completamente disuelta y a partir de las repúblicas que la habían integrado, en el mapamundi surgieron nuevos países soberanos. En el frente interior, uno de los mayores logros de Yeltsin fue la descentralización del Estado y la renuncia a un férreo sistema centralizado en el que una capital, que ni siquiera estaba situada en el centro del territorio, gobernó el país a lo largo de siglos.

Con todo, el intento de crear un sistema electoral que permitiera elecciones limpias, tanto estatales como regionales, acabó estrellándose contra la corrupción general en Rusia y saboteado por la Seguridad del Estado, que colaba a miles de sus colaboradores y agentes en las listas electorales. A fin de cuentas, Yeltsin no consiguió imponer en Rusia un sistema electoral democrático y protegerlo de las garras de la Seguridad del Estado. Además, en 1999 tropezó otra vez con la misma piedra y se dejó arrastrar nuevamente por el FSB [el servicio de seguridad ruso, heredero del KGB] a una guerra en Chechenia, organizada con los mismos propósitos y herramientas que la anterior.

A lo largo de los años de Yeltsin, la economía de la corrupta Rusia continuó dependiendo de los precios que los recursos minerales tenían en el mercado mundial. Ni el Buró Político soviético, ni el reformador Yeltsin, ni el capitalista corporativo Putin consiguieron escapar jamás a la fluctuación de esa magnitud. Putin no quería o no podía hacerles la competencia en el campo económico a las democracias occidentales. Sin embargo, demostró que a la hora de desatar guerras y generar distorsiones en el orden de la comunicación era un fuerte competidor. Así, en particular, las acciones bélicas que emprendió contra Georgia en 2008 y Ucrania en 2014 fueron acompañadas de guerras propagandísticas contra los georgianos y los ucranianos de una magnitud y una intensidad que no se habían visto antes. Estas estrategias de comunicación despertaban encendidos sentimientos nacionalistas en la población rusa. Como consecuencia de estas campañas, en las que la televisión, la prensa e internet controladas por la Seguridad del Estado tomaron parte activa, una gran parte de los rusos o, incluso, la mayor parte de los rusos dejaron de ser personas neutrales y apolíticas, y se convirtieron en una masa guerrerista y fascistoide. Como en los tiempos soviéticos, las democracias occidentales fueron declaradas enemigas mortales de Rusia. En cambio, las fuerzas nacionalistas de derechas, tanto en el interior del país como más allá de sus fronteras, se convirtieron en aliadas y partidarias del Kremlin y la Lubianka [la sede de la policía secreta soviética en Moscú]. El apoyo público, y en ocasiones secreto, que la dirección y la Seguridad del Estado rusas prestaron a esas fuerzas incrementó la influencia de los movimientos neofascistas y de ultraderecha en Rusia, Europa y EE UU.

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Al acostumbrado arsenal de armas, se añadió una nueva y poderosa: la intervención en elecciones presidenciales o parlamentarias. Ese era un método mucho más efectista y eficaz para golpear al enemigo. Como ya se había hecho en 2000 en Rusia, bastaba con poner al mando al hombre seleccionado. Las tareas estratégicas del Kremlin fueron diseñadas con precisión. Consistían en desatar guerras en las exrepúblicas soviéticas que aún no habían integrado la OTAN para evitar la expansión de la Alianza Atlántica, que nunca admite a países con conflictos territoriales no resueltos; buscar el cisma, el debilitamiento o la disolución de la OTAN; promover la disolución de la Unión Europea mediante el fortalecimiento de los partidos de ultraderecha que declararan la intención de abandonar la familia europea; expandir el territorio de la Federación Rusa por medio de la adquisición de territorios vecinos. En la actualidad, gracias a la incorporación de Transnistria, Abjasia, Osetia del Sur, Crimea y las “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk, la Federación de Rusia ha crecido en 268.128 kilómetros cuadrados y 16,3 millones de habitantes. (…)

Los hombres del FSB no creen en la democracia ni juegan a ella. Ellos creen en la fuerza y en el “ordeno y mando”. Podríamos citar muchas cosas malas en las que el FSB cree. Y muchísimas cosas buenas en las que no cree. No cree en el derecho de la gente a participar en elecciones libres e influir de esa manera en el curso del Estado. El FSB se considera a sí mismo el Estado y a sus colaboradores los ve como a servidores que trabajan para que la voluntad del Estado prevalezca sobre la voluntad de los individuos. Pero resulta que la primacía del Estado sobre el individuo y la nulidad del individuo ante la fuerza del Estado es a lo que denominamos fascismo, en el sentido clásico de la palabra. (…) La Rusia “de Putin” no promete a los pueblos paz, bondad y progreso. Lo que esa Rusia le trae a la humanidad es guerra, y la destrucción, la miseria y la muerte que la guerra provoca. No hay mejor ilustración del mundo ruso de Putin que el arruinado y despoblado este de Ucrania, las regiones de Lugansk y Donetsk heridas de muerte. Por ahora, ese mundo ruso sólo ha llevado la guerra a Ucrania. Fue con ese propósito que Putin se hizo con la presidencia de Rusia en nombre de la Seguridad del Estado. Fue con ese propósito que la Lubianka se apoderó del país y sus recursos: para ponerlo todo en función de la restauración de un Imperio ruso al que todos temieran, como temieron a la URSS. Ahora ni siquiera importa el nombre de ese país por llegar.

La historia nos enseña que con el fascismo sólo se puede hablar desde una posición de fuerza. Eso es así porque ni las personas que se han hecho con el poder en los países fascistas, ni el pueblo que han conseguido adormecer con la propaganda, son capaces de apartarse por su cuenta del camino de la guerra, ni cobrar conciencia de hasta qué punto ese camino los conduce a ellos mismos al peligro y la muerte. No obstante, a este triste paisaje podemos añadir unos pocos tonos esperanzadores. En el mundo contemporáneo, las ideologías basadas en el odio y el dominio están condenadas a la derrota. Y cuanto antes se dé cuenta Rusia de que no es un gran Estado, sino un país como otro cualquiera, ni está habitada por un gran pueblo, sino por personas normales, menor será el precio que pagará para librarse de esta otra pesadilla en la que se ha metido liderada y dirigida por la Seguridad del Estado.

Cuando Rusia se aparte de esa pesadilla verá que los dos grandes objetivos estratégicos que el actual liderazgo del país trazó, es decir, la disolución de la UE y el fin de la OTAN, quedaron en nada. Y que la ocupación de los territorios vecinos no pasó de ser una alucinación geoestratégica. Para salvar a Rusia y a la humanidad de la amenaza de guerra termonuclear que Putin no ha dejado de agitar, se necesita el simple trazo de una pluma al pie del documento que disuelva la Seguridad del Estado rusa y prohíba su reconstrucción en el futuro con cualquier nuevo nombre o siglas. Putin pretende permanecer en la presidencia hasta el año 2036, pero más nos vale no esperar tanto. Podría resultar que ya entonces no habrá quién pueda firmar ese documento. Puede que ni siquiera habrá ya quién pueda leerlo.

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