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Cómo imaginar el mundo para después del neoliberalismo

El socialismo no es la única alternativa posible. Pensar en términos binarios no ayuda a pensar en escenarios realistas

capitalismo
Empleadas en una procesadora de algodón en China en enero de 1953.Michael Nicholson (Corbis/Getty Images)

En vísperas de la caída del muro de Berlín, el politólogo Francis Fukuyama, un académico muy escuchado en la Casa Blanca, proclamó con entusiasmo que la historia había terminado. El capitalismo había vencido al socialismo soviético y estaba destinado a imponerse como único sistema, de la mano de los valores democráticos de la sociedad abierta. El trauma del 11 de septiembre de 2001 y la década sangrienta que siguió no quebraron sustancialmente esta fe en el cumplimiento de un destino universal. A los occidentales, y especialmente a nuestros amigos norteamericanos, nos sigue gustando creer que es así: que la economía china se parece cada vez más a la nuestra, que el nacionalismo indio es una desviación temporal de la norma, que Rusia se convertirá tarde o temprano en una economía y una democracia liberales. Pero la realidad es otra, y esto estaba claro mucho antes de la guerra de Ucrania. No son sólo las alianzas estratégicas de la nueva geopolítica las que lo sugieren. Los intercambios tecnológicos, las redes de suministro energético, la dirección de los flujos comerciales: todo indica que avanzamos hacia una nueva división del mundo en bloques, que tienden a acentuar sus diferencias.

Dejando a un lado la cuestión de la relación entre capitalismo y democracia, que sigue siendo controvertida, la pregunta que deberíamos hacernos en esta época de crisis de la globalización liberal es qué ha hecho prosperar al capitalismo durante los dos últimos siglos, no sólo manteniéndolo vivo, sino también exportándolo al resto del mundo. ¿Fue su superior eficiencia económica, como afirman sus defensores? ¿O fue más bien su fuerza ideológica, como afirman algunos de sus críticos?

Ninguna de estas explicaciones parece convincente. El capitalismo es, ante todo, un sistema social. Tiene sus raíces en la combinación de individualismo y desigualdad estructural que ha caracterizado a las sociedades occidentales desde la Edad Moderna. Se reprodujo a partir de esas condiciones preexistentes y se extendió a Asia, África y América Latina en una fase histórica precisa —la era de la industria y del imperio— caracterizada por la hegemonía de las potencias atlánticas.

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Para comprender el capitalismo, se piense como se piense, hay que partir necesariamente de Karl Marx, su más profundo conocedor. Marx tuvo dos méritos fundamentales. El primero fue darse cuenta de que no se trata de un sistema natural, sino de una construcción histórica. “El capital”, escribió, “no es una cosa, sino una relación social entre personas mediada por cosas”. Esta frase, un tanto hermética, no significa más que el capitalismo, aunque fundado en la apropiación de bienes materiales, es esencialmente un conjunto de relaciones de poder, que cambian con el tiempo. La segunda intuición fructífera de Marx es que el capitalismo es inestable porque es un sistema orientado al beneficio y no a la satisfacción de las necesidades. Un ejemplo concreto, y todavía de dramática actualidad, de la brecha entre la lógica del beneficio y las necesidades es la lacra del desempleo. ¿Qué es el desempleo sino un despilfarro sin sentido no sólo de fuerza de trabajo y educación, sino de proyectos de vida y aspiraciones humanas? Sin embargo, el pensador alemán se precipitó un poco al predecir el fin de la era del capital, subestimando en primer lugar la capacidad de la sociedad para activar mecanismos compensatorios como la intervención pública en la economía. Además, con cierto optimismo, asumió que la explotación y el conflicto de clases se resolverían automáticamente con la superación del capitalismo.

Para ser justos, Marx no fue el único profeta que pecó de impaciencia. Hacia 1930, el economista británico John Maynard Keynes se declaraba convencido de que dentro de 100 años nos liberaríamos de la tiranía del dinero y nos dedicaríamos por fin a la buena vida. Libres de preocupaciones materiales, tendríamos mucho tiempo libre para nutrirnos de conocimiento y belleza. Keynes era un liberal de izquierdas. Pero incluso pensadores situados muy a su derecha estaban dispuestos a jurar que el capitalismo estaba produciendo sus propios sepultureros. También en el periodo de entreguerras, Joseph Schumpeter, campeón de la economía de mercado, desde su cátedra de Harvard señalaba con el dedo el poder subversivo de los intelectuales, parásitos de la sociedad en su opinión envidiosos del éxito de los emprendedores, los verdaderos productores de riqueza.

¿Y qué decir de Friedrich Hayek, el padre del neoliberalismo? Estaba dispuesto a jurar que pronto cualquier diferencia entre sistemas económicos se perdería en un magma indistinto: capitalismo y socialismo iban a converger bajo el paraguas de una planificación económica totalitaria. Sin embargo, se olvidó de reflexionar sobre la responsabilidad que el capitalismo había tenido en causar la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión, sin las cuales el fruto envenenado del fascismo habría sido sin duda mucho menos apetecible.

Si se tiene en cuenta el daño que produce cuando se deja sin regular, difícilmente se puede argumentar que el capitalismo es un sistema eficiente. Pero también es cierto que no es sencillo deshacerse de él, al menos en esta parte del mundo, e incluso cuando eso ocurra, el socialismo no sería la única alternativa posible, ni quizá la más probable. Pensar en términos binarios, en definitiva, no ayuda a imaginar escenarios realistas.

Ahora bien, quienes se preocupan por la justicia social deberían considerar que el propio capitalismo no es un monolito, sino que ha existido en diferentes formas, algunas compatibles con una socialdemocracia radical. Un mundo multipolar ofrecería mayor libertad para experimentar con nuevas soluciones. Me gusta pensar que será el sur el protagonista de la nueva etapa; por ejemplo, América Latina, donde podrían crearse las condiciones para abandonar definitivamente el modelo neoliberal y emprender el camino del desarrollo autodeterminado y participativo. Pero también Europa haría bien en despertar del sueño de Fukuyama si no quiere llegar tarde a su cita con la historia.

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