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Filósofos y amantes culpables: el nazi Martin Heidegger y la judía Hannah Arendt

En pleno siglo XX, el deslumbramiento ante las grandes figuras masculinas no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable, escribe Vivian Gornick en un libro del que ‘Ideas’ adelanta un extracto. La devoción de la filósofa alemana por su maestro es el caso más inquietante del siglo del totalitarismo

Hannah Arendt Heidegger
Retratos de los filósofos Hannah Arendt (1906-1975) y Martin Heidegger (1889-1976).ALAMY/ALBUM

La cosa se reduce a lo siguiente: quien no entiende sus sentimientos se pasa la vida vapuleado por ellos, a su merced; quien los entiende pero no es capaz de procesarlos está abocado a años de dolor; quien niega y desprecia el poder que tienen está perdido. De esto quieren hablarnos Hardy e Ibsen con sus grandes personajes: de mujeres y hombres atenazados. (…).

La historia de Hannah Arendt y Martin Heidegger es cosa de dramaturgos más que de críticos. Es un relato sobre una conexión emocional muy temprana en la vida de ambos, que nunca llegó a asimilarse del todo y que acabó enterrada viva en unos sentimientos que los protagonistas se empeñaron en ocultarse a sí mismos. Los sentimientos de este cariz son como las malas hierbas que crecen en el cemento y que, cuando pasa el huracán y siembra el mundo de destrucción, siguen allí cimbrándose al viento.

Hannah Arendt empezó a asistir en 1924 a las clases de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo. Ella tenía 18 años; él tenía 35 y era ya famoso en los círculos universitarios. (La publicación de Ser y tiempo tres años después lo encumbraría al Olimpo de la filosofía). Ella era guapa y, ni que decir tiene, la alumna más inteligente de la clase. Él se vio atraído e hizo sus avances. Al cabo de unos meses eran amantes. El idilio duró cuatro años.

Heidegger llevó las riendas de la relación y Hannah las de la veneración —por supuesto, ¡cómo iba a ser de otra manera!—, pero, en cierto modo, la dinámica entre ambos los empataba. Él necesitaba la veneración inteligente de ella tanto como ella necesitaba prodigarla. Ambos abordaban con reverencia el talento de él para pensar, los dos creían que era el receptáculo de algo grandioso, algo que siempre habrían de servir y proteger y ante lo que era necesario reaccionar siempre. El tiempo demostraría que fue esta intensidad que existía entre ellos lo que los unió con más fuerza incluso que el amor o la historia mundial.

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Heidegger fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo en la primavera de 1933. En un discurso inau­gural de infausto recuerdo dio su respaldo al nacionalsocialismo y puso a la universidad al servicio del régimen nazi. Ese verano Hannah Arendt abandonaba Alemania. Tardaría diecisiete años en regresar a su país de nacimiento. Para entonces, ella se había labrado fama internacional como pensadora política y Heidegger vivía en la pobreza, en la Alemania ocupada, y no se le permitía ejercer la enseñanza.

Ese febrero de 1950, Arendt se dijo que por nada del mundo pensaba ponerse en contacto con él, pero fue pisar Friburgo y llamarlo por teléfono. Al cabo de unas horas, él estaba en su hotel. Dos días después ella le escribía por carta:

“Cuando el camarero pronunció tu nombre, fue como si de pronto se detuviera el tiempo. Entonces tomé conciencia de manera fulminante de algo que antes no habría confesado ni a mí misma, ni a ti, ni a nadie: que la presión del impulso, después de que Friedrich me diera la dirección, tuvo la clemencia de preservarme de cometer la única infidelidad realmente imperdonable y de hacerme indigna de mi vida. Pero una cosa debes saber (…): si lo hubiera hecho, habría sido por orgullo, es decir, por una estupidez pura y simple y loca. No por ciertos motivos”.

Tres meses después, Heidegger le envía cuatro cartas en rápida concatenación para decirle la alegría que le ha supuesto que ella haya vuelto a su vida; que cuando pensaba, solo ella estaba cerca de él; que soñaba con que viviera cerca de él y con pasarle los dedos por el pelo. Sonaba a un hombre que acaba de recobrar la energía, lleno de esperanza y anhelo, emocionado e inmensamente alegre de estar vivo. (…)

Fue este un apego que perduró en el tiempo, contra toda razón, entre dos personas que, según todas las leyes de la historia social instauradas, deberían haber acabado repeliéndose. Aquí lo interesante es la irracionalidad, donde reside el drama, donde un supuesto interpretativo es tan válido como cualquiera. La pregunta se plantea: ¿cómo pudo ella —cuando la vida ética era una de sus inquietudes vitales— no solo seguir queriendo a un hombre que había sido nazi, sino que además no cejó, durante la década de 1960, de argumentar por escrito que, en realidad, él no había sabido lo que se hacía, que era políticamente inocente?

(…) No me cabe duda de que el amor de Arendt por Heidegger se asemejaba al de una niña angustiada por el padre primero inaccesible y luego difunto; y no me cabe duda de que eso reforzó la maraña de miedos e inhi­biciones emocionales que encerraba la rigidez intelectual que acabó convirtiéndose en el distintivo estilo de Arendt. Pero, como bien sabe cualquier dramaturgo, un análisis en términos psicológicos como este solamente es interesante cuando se presenta dentro de una mitología mayor, una que aporte un correlato objetivo a esa necesidad incontrolable de la protagonista. ­Arendt y Heidegger tenían una mitología así muy a mano.

Ambos encarnaban el prototipo del intelectual europeo. Adoraban el acto de la intelección. Para ellos, pensar era lo que hacía a los humanos superiores a los animales. Más que superiores: los dotaba de sentido y trascendencia. (…)

Para tales personas, Heidegger fue un visionario, un hombre envuelto en un aura, imbuido con el oscuro poder de “pensar”. Este impresionante don lo situaba, en la imaginación de prácticamente todo el que lo conocía, más allá de la crítica corriente. Hacerlo como él lo hacía era ascender al monte Olimpo. (…)

Tal apego es, en esencia, una parábola del anhelo de trascendencia. El anhelo es el meollo romántico del asunto. Era letal. Lanzaba un anzuelo a todos a quienes hablaba. El anzuelo estaba unido a una intensidad que tiraba del corazón. La cuestión de quiénes pueden zafarse cuando la devoción amenaza la integridad del ser, y quiénes no, es ciertamente una cuestión de temperamento, de comprensión y de integridad del ser: esto es, la libertad de acción que surge de la unificación de mente y espíritu. (…)

Arendt desdeñaba a Freud y aborrecía de la devoción de los estadounidenses por el psicoanálisis. Le parecía una cháchara obsesiva e inmadura; no despertaba en ella ni interés ni simpatías; no podía imaginar que, ocultas en su interior, había ideas que reflejaban una realidad que sí era relevante. El desprecio era sintomático; la dejaba fuera de todo conocimiento de sus conflictos internos. Al quedar fuera, era más vulnerable a ellos de lo que podía ser otra persona quizá más sencilla pero más dispuesta a la introspección. Más vulnerable y, por ende, más dramáticamente culpable.

En nuestros días (…), esa devoción histórica por la trascendencia a través del arte y del intelecto suena extraña, incluso extranjera, en cierto modo. Pero es una historia de sensibilidad compartida, eso que todos sentíamos hasta hace nada. ¿Cuántos hombres y mujeres no he visto, en mi corta y confusa vida, subyugados por El Gran Hombre, el que parecía encarnar al Arte o la Revolución en mayúsculas? Somos legión. Nosotros mismos éramos personas inteligentes, cultas, talentosas, ninguno éramos monstruos de la moralidad, solamente personas corrientes con ganas de vivir la vida a un nivel simbólico. En su momento El Gran Hombre no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable.

Pienso que estamos demasiado cercanos en el tiempo a los acontecimientos internos de esta historia para poder juzgar su significado. Pero juzgar es una necesidad que tenemos: interpela directamente a nuestras propias angustias, nos alivia del lastre de nosotros mismos. Podemos resistirnos tanto como Hannah Arendt pudo resistirse a Martin Heidegger.

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