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¿Dónde está la gracia de los chistes absurdos, “fistro duodenal”?

Quizá resida en que alivia tensiones o en que nos despierta sentimientos de superioridad, escribe Jaime Rubio Hancock, periodista especializado en humor. Una tercera posibilidad es que la sorpresa de la incongruencia nos desternilla

Jaime Rubio Hancock
Chistes
Viñeta "Tragedia", por Tono, 21 de mayo de 1927. Portada de revista Gutiérrez. Biblioteca Nacional de España.

Para entender bien por qué Chiquito era gracioso vamos a tener que retroceder unas cuantas décadas. Lo hacemos en busca de un ejemplo casi perfecto y de una época en la que los humoristas jugaban a este humor absurdo con el lenguaje, aunque todavía sin desbaratarlo como el malagueño. Pongamos que estamos a 21 de mayo de 1927 y vamos al quiosco a comprar el tercer número de una nueva revista de humor. No es una revista satírica, como las de la Transición o como El Jueves y Mongolia. Es un humor literario, muy imaginativo y poco preocupado por los asuntos terrenales, hasta el punto de que se podría catalogar de humor de evasión. En la portada de este tercer número, firmada por Tono, hay un señor muy serio, calvo y con bigote, que está a punto de comerse un huevo frito acompañado de un vaso de vino. Su señora, de pie, le dice:

—¡Qué horrible desgracia! He lavado el traje del niño y se ha quedado pequeño.

—Pues lava al niño.

Es un buen ejemplo del humor absurdo que tuvo una presencia importante a partir de los años veinte y treinta del siglo pasado, culminando en la primera etapa de la revista La Codorniz, ya durante la posguerra, y que influyó en los cómicos de décadas posteriores, como Gila y Tip y Coll. Y nos sirve para intentar explicar cómo es este humor y cuál es el mecanismo que hay detrás de un chiste que parece una tontería, pero que desde luego no lo es. Y es más fácil hacerlo con esta pequeña cápsula absurda, que parece casi un ejemplo de laboratorio, que con uno de los intrincados juegos de Chiquito, que casi requerirían su propia tesis doctoral.

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Hay tres grandes teorías que intentan explicar por qué nos reímos —o, al menos, sonreímos— frente a una viñeta como esta,

1. La teoría de la superioridad. Aristóteles y Hobbes sostenían que el humor surgía desde la burla y la superioridad: nos reímos porque nos resultan agradables los errores de los demás, ya sea una equivocación en el razonamiento o una caída escaleras abajo. Para ­Hobbes, la risa era la manifestación del “entusiasmo repentino” que surge cuando nos comparamos con otros y salimos ganando. No tiene una visión muy positiva de esta forma de reír: “Ocurre esto a la mayor parte de aquellos que tienen conciencia de lo exiguo de su propia capacidad”, escribía en el Leviatán, juzgando este humor como propio de pusilánimes “porque los hombres grandes propenden siempre a ayudar a los demás en sus cuitas, y se comparan solo con los más capaces”.

Podríamos interpretar el chiste de Tono siguiendo esta teoría y decir que nos reímos del hombre porque es tan estúpido que piensa que lavar al niño servirá para encogerlo. Pero la explicación se nos queda corta: no nos hace gracia el error porque sea una tontería sin sentido; al contrario, nos hace reír por su exceso de lógica y porque se presenta como una idea estupenda. Además, no todos los errores son cómicos: si lo fueran, a los humoristas les bastaría con salir al escenario y decir, por ejemplo, 125 + 48 = 1.361. Tampoco ayuda a explicar los chistes de Chiquito: cuando dice “fistro duodenal”, ¿qué comparación podemos establecer? Ni siquiera podemos hablar de la superioridad de quien lo entiende sobre los que no, porque ni siquiera está claro que haya algo que entender.

2. Teoría de la descarga. Otra teoría era la que proponían Herbert Spencer y Sigmund Freud, que sugerían que el humor consiste en el alivio de una tensión sostenida o reprimida. El chiste de la portada de [la revista de humor literario] Gutiérrez es más difícil de interpretar siguiendo esta idea, aunque es cierto que hay una pequeña tensión que se genera entre la presentación del problema y la respuesta del padre, que no sabemos por dónde saldrá. Pero la explicación también resulta insuficiente: si, en lugar de una viñeta y dos líneas, el chiste fuera un texto de tres o cuatro párrafos, no nos haría necesariamente más gracia, por mucho que se pudiera construir más tensión entre el planteamiento y el remate. De hecho, ocurre algo parecido en el caso de Chiquito: es cierto que nos hace reír cuantas más digresiones y expresiones mete y cuanto más se aleja el final del chiste de su discurso, pero eso no significa que nos riamos más cuando llega a la conclusión porque se ha resuelto toda esa tensión. Al contrario, esa conclusión, en su caso, suele ser anticlimática, como veremos también en el caso de Faemino y Cansado: no reventamos de risa cuando llegamos a ese final pospuesto, sino que lo gracioso en todo caso sería la creación de esa tensión hasta el punto de que el final nos da más o menos lo mismo.

3. Teoría de la incongruencia. La tercera teoría es la que, según la mayoría de los expertos, explica mejor el humor. Se trata de la incongruencia: nos reímos cuando se rompen normas y expectativas, cuando aparece un disparate o un cambio de perspectiva, cuando lo familiar deja de serlo, cuando sucede algo imprevisto y sorprendente. No nos reímos de alguien que se cae porque seamos crueles, sino porque no lo esperamos, porque nos sorprende.

Francis Hutcheson avanzó esta teoría en su Reflections Upon Laughter en el siglo XVIII y en respuesta, precisamente, a Hobbes. Kant recogió esta idea en la Crítica del juicio: para que haya risa, escribe, tiene que “haber algún absurdo (en lo cual el entendimiento no puede encontrar por sí satisfacción alguna)”. También presenta su propuesta de mecanismo para explicar lo cómico: “La risa es una emoción que nace de la súbita transformación de una ansiosa espera en nada”. En resumen, y como apunta el sociólogo Peter Berger, en lo cómico hay “una incongruencia grotesca, que se percibe de súbito en el contexto de una expectativa totalmente distinta”.

Volviendo al ejemplo de Gutiérrez, Tono plantea un problema: el traje ha encogido al lavar. En una situación normal, las posibles reacciones se corresponderían con lo que conocemos y esperamos: el marido propondría comprar otro, quizá se enfadaría porque ya es la tercera vez que pasa o a lo mejor diría que no hay dinero y que el niño tendrá que salir a la calle con las mangas a medio brazo. Pero estas expectativas se rompen en el remate del chiste, cuando sugiere una solución que no entra dentro de lo previsto: solo hay que lavar al niño para que encoja. A la sensación de incongruencia contribuye el semblante serio de este caballero con traje y mostacho que está comiéndose un huevo frito. La solución propuesta se desvía de lo que cualquier persona razonable podría plantear y va más allá de lo que sería una equivocación o un error.

Y se puede aplicar también a Chiquito: nadie había contado ni cuenta los chistes así. Tiene precedentes, como hemos visto, además de continuadores. Pero no esperábamos a un señor de sesenta años con esas expresiones que se pusiera a cantar flamenco en medio de una historia.

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Jaime Rubio Hancock
Editor de boletines de EL PAÍS y columnista en Anatomía de Twitter. Antes pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', además de la novela 'El informe Penkse', premio La Llama de narrativa de humor.

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