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Futurofobia: el miedo a no poder imaginar un porvenir mejor

El progreso parece encallado y la política no ofrece relatos alternativos. Las sociedades se resignan

Futurofobia
El Reloj Climático, a imagen y semejanza del 'reloj del fin del mundo', marca el tiempo que queda para poder frenar el cambio climático, en Nueva York el 22 de julio de 2022.Lokman Vural Elibol (Anadolu Agency via Getty Images)
Sergio C. Fanjul

La verdadera nostalgia, la más honda, no tiene que ver con el pasado, sino con el futuro. Yo siento con frecuencia la nostalgia del futuro (…) cuando todo merodeaba por delante y el futuro aún estaba en su sitio”, escribió Luis García Montero en un poema. ¿Qué demonios le ha pasado al futuro?

Estos versos, que el poeta compuso en tono intimista, podrían ahora entenderse en términos civilizatorios. Hace no tanto el futuro se veía como un lugar apetecible al que viajar, lleno de novedades y prodigios. Ahora, en vista de las múltiples proyecciones distópicas y variedades del fin del mundo que se nos presentan como si fueran el menú del día, el futuro parece un sitio inhóspito que no tendremos otro remedio que transitar. Hay futurofobia. “El término no se refiere tanto al miedo al futuro, sino al miedo ante la incapacidad de pensar futuros mejores al presente que tenemos”, explica el periodista Héctor García Barnés en el libro del mismo título, Futurofobia (Plaza & Janés). Desilusión, arrebatos de nostalgia, agotamiento, cinismo, falta de perspectiva vital. Como apuntó en célebre cita el filósofo Fredric Jameson, hoy en día “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Hagan la prueba.

Nos vemos sometidos a continuos relatos sobre el colapso de la realidad tal y como la conocemos (amenazas climáticas, tecnológicas, totalitarias, bélicas, económicas, pandémicas, nucleares, migratorias, etcétera), pero la política no consigue ofrecer relatos alternativos para salir del atolladero, la imaginación ha llegado a un límite, y la sociedad parece hastiada y hasta resignada. “Durante la pandemia me sorprendió la naturalidad con la que, después de un primer momento, aceptábamos la situación”, rememora García Barnés, “como si ya estuviéramos acostumbrados a vivir con una sensación de shock continuo”. Pero aquello no fue todo: aminorando la pandemia, cuando las cosas parecían volver a una (nueva) normalidad, se desató la guerra de Ucrania, el pavoneo atómico, la inflación rampante, el descontento social, y aquí seguimos, esperando con la media sonrisa puesta a los próximos y novedosos riesgos existenciales, para enchufarnos a las tertulias y emitir nuevos memes.

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Formas de pensar el futuro

La reflexión sobre el futuro no siempre ha existido. En épocas pretéritas las cosas cambiaban tan poco en la vida de las generaciones que el tiempo parecía estático. La gente nacía y moría y todo seguía igual. Solo en la Edad Moderna, con los albores del desarrollo científico-técnico y las nuevas ideas políticas y sociales, la civilización empieza a evolucionar de manera perceptible a los individuos, y comienzan a surgir visiones del futuro, sobre todo utópicas (Moro, Campanella, Bacon, Swift) o de amable ciencia ficción (H. G. Wells o Julio Verne).

Las distopías comenzarían a llegar más tarde. “La historia humana ya conoció varias crisis, pero la así llamada ‘civilización global’ —nombre arrogante para la economía capitalista basada en combustibles fósiles— jamás enfrentó una amenaza como la presente”, escriben Danowski y Viveiros de Castro en ¿Hay mundo por venir? (Caja Negra), en el que hacen un repaso a las diferentes versiones de la idea del fin del mundo. “El futuro próximo, en la escala de algunas pocas décadas, no solo se vuelve imprevisible, sino también inimaginable por fuera del marco de la ciencia ficción o de las escatologías mesiánicas”, dicen los citados autores.

Ahora esas distopías se imponen como la forma canónica de prever el porvenir (exceptuando las visiones tecnoutópicas paridas en el Silicon Valley de Elon Musk), como se plasma en múltiples productos culturales, novelas, series, películas. “En cierto sentido, nunca antes en la historia humana hemos sabido tanto sobre cómo será el futuro. Y es uno completamente distópico y aterrador”, afirma el filósofo australiano Roman Krznaric, autor de El buen antepasado (Capitán Swing).

Hace no tanto, el progreso social parecía garantizado, algo que, más allá del empuje ejercido por los habitantes de la época, se acabaría dando de forma paulatina, tarde o temprano. Ahora más bien da la impresión de que el retroceso en muchos aspectos es inevitable, y que la tarea de las próximas generaciones consistirá, más que en progresar y construir su propio futuro, en deshacer los entuertos que les dejamos como herencia sus mayores, si es que todavía están a tiempo.

“Nuestra casa está en llamas, quiero que entren en pánico”, espetó la joven activista medioambiental Greta Thunberg ante la Eurocámara en 2019. Para Krznaric el miedo puede ser, incluso, más motivador que la tierna esperanza. “Históricamente, las élites se han visto motivadas por el miedo para cambiar sus actuaciones. Necesitamos aprovechar este miedo y ponerlo a trabajar para la transformación económica y política, por ejemplo, para ir más allá de nuestras economías obsesionadas con el crecimiento para crear economías regenerativas”, señala.

Una furia heroico-demencial

Las consecuencias de esta falta de perspectiva, de este darse con un muro, las cifra el filósofo italiano Franco Bifo Berardi, autor de Futurabilidad o Fenomenología del fin (Caja Negra), en la depresión generalizada que se registra: “En una condición de depresión masiva lo que puede acontecer (lo que pasó en los años veinte y está pasando de nuevo) es una explosión de violencia y agresividad. El fascismo es una cura para la depresión. La guerra es una cura para la depresión. Pero es como tomar anfetaminas en una crisis de tristeza. Funciona al momento, pero el día después puedes tirarte por la ventana del décimo piso”. Una situación suicida provocada por una “furia heroico-demencial”, por la hybris financiera, el avance de la explotación y la devastación medioambiental, por el empeño de las élites en el crecimiento cerril contra los límites objetivos del planeta.

Los científicos del Boletín de los Científicos Atómicos, que se creó hace 75 años por miembros del Proyecto Manhattan, donde se construyó la bomba nuclear, mantienen un metafórico reloj del fin del mundo. En su última actualización, el pasado mes de enero, colocaron la simbólica aguja a solo 100 segundos de las doce de la noche, del apocalipsis. Más cerca que nunca de ese futuro que es la cancelación definitiva del futuro mismo. “Me pregunto: ¿sigue existiendo una perspectiva de salida de la autodestrucción? En esto momento no la veo”, dice Berardi.

El pensador Krznaric aboga, en términos más esperanzados, por la idea del buen antepasado, es decir, por preguntarnos cómo seremos juzgados por las generaciones venideras según lo que hicimos o no hicimos cuando tuvimos la oportunidad. Por el largoplacismo en tiempos instantáneos. “Un buen antepasado es alguien que reconoce que colonizamos el futuro, que lo tratamos como un puesto colonial distante donde podemos arrojar libremente degradación ecológica y riesgos tecnológicos como si no hubiera nadie allí, un buen antepasado participa en la lucha por descolonizar el futuro tratando de llevar las voces de las generaciones futuras en las decisiones que tomamos hoy”. No lo somos y no está claro que lo lleguemos a ser.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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