Occidente y sus delirios coloniales: el desastre de Afganistán se veía venir
Las potencias occidentales ignoraron la lección más sencilla de la descolonización: los días en que los hombres blancos podían invadir tierras asiáticas y africanas con pretextos humanitarios se han acabado. El ensayista angloindio Pankaj Mishra liga el fracaso afgano a ambiciones neoimperialistas
“La carga del hombre blanco”, escribió Hannah Arendt en los años cuarenta, “es o bien la hipocresía o bien el racismo”, y quienes soportaban esa carga honradamente acababan siempre expuestos como “los trágicos y quijotescos locos del imperialismo”. Recuerdo leer estas palabras en 2001, poco después de los atentados terroristas del 11-S, cuando muchos políticos y periodistas angloamericanos se convirtieron en miembros de una cruzada humanitaria mundial.
Tony Blair, entonces primer ministro, hablaba de llevar la salvación no solo a los afganos, sino “a los hambrientos, los desdichados, los desposeídos, los ignorantes, los que viven en la pobreza y la miseria, desde los desiertos del norte de África hasta las barriadas de Gaza”. Max Boot, investigador del Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos, afirmó: “Afganistán y otras tierras atribuladas piden hoy una administración extranjera ilustrada, del tipo de la que en otro tiempo proporcionaron unos ingleses arrogantes con sus pantalones de montar y sus salacots”. Michael Ignatieff, antiguo líder de la oposición en Canadá, destacó la necesidad de que Estados Unidos instaurara un “imperio en versión moderada”. Algunos escritores e intelectuales occidentales, como Bernard-Henri Lévy, resucitaron sin reparos la vieja antítesis del siglo XIX entre civilización y barbarie.
A muchos escritores y pensadores de Asia y África, aquel neoimperialismo tan descarado les causó indignación. Hoy vuelven a sentir esa misma indignación al ver que Estados Unidos retira sus tropas de Afganistán en medio de un caos previsible y los círculos políticos, mediáticos y de seguridad del otro lado del Atlántico estallan de ira y amargura por una derrota previsible e inevitable desde hace mucho tiempo.
Según escribe Max Boot en The Washington Post, Joe Biden “ha cometido un error trágico, catastrófico”. El último número de The Economist, el principal órgano de las élites de habla inglesa, publica una fuerte crítica a Biden escrita nada menos que por Henry Kissinger, cuya credibilidad en esta materia quedó destruida hace casi 50 años con su aventurerismo diplomático y militar en Vietnam. Tony Blair, impertérrito pese al desastre de Irak, ha calificado la decisión estadounidense de “estúpida” y ha dicho que las tropas occidentales enviadas a Afganistán a finales de 2001, cuando él era primer ministro del Reino Unido, deberían quedarse para proteger “lo ganado”. A estos personajes de la élite no parece importarles el hecho de que la pobreza y la violencia hayan aumentado dramáticamente en Afganistán durante el último decenio. De hecho, la situación en el país era ya intolerable para los afganos y claramente insostenible para los gobernantes respaldados por Occidente. Además, la presencia occidental en Afganistán ha sido un fracaso tan rotundo que grupos como el Estado Islámico, responsable del horrible atentado suicida en el aeropuerto de Kabul el jueves, han logrado hacerse fuertes, y los talibanes han podido apoderarse de todo el país sin encontrar mucha resistencia.
Las críticas a la retirada del ejército estadounidense delatan los delirios de grandeza alimentados desde hace tiempo y aún vivos en Londres, Nueva York y Washington DC y hacen pensar que la verdadera amenaza para la seguridad y la credibilidad de Occidente no está en lo que suceda en las zonas rurales afganas, sino en las disfunciones políticas e intelectuales en el mundo angloamericano, que nos han proporcionado, uno detrás de otro, los fracasos militares en Afganistán, Irak y otros países, la crisis financiera, el Brexit y Trump.
Ya en 2001 parecía que muchas clases dirigentes occidentales no habían aprendido nada del pasado, ni de los desastres provocados por los ingleses arrogantes ni del perverso legado que dejaron en Asia y África. Contemplamos, horrorizados, cómo la máquina de propaganda del neoimperialismo se apoderaba de los grandes medios de comunicación, desde The New York Times hasta el Financial Times y la BBC, e incluso lograba atraer el entusiasta apoyo militar de países, como España, que habían abandonado sus ambiciones imperiales hacía mucho tiempo.
El historiador Niall Ferguson afirmó en un documental de la BBC que el imperio británico había extendido los beneficios de la democracia y el libre comercio en Asia y África. En aquel entonces nadie refutó una afirmación tan absurda porque los escritores de Asia y África tenían muy pocas oportunidades de demostrar la verdad: que, por ejemplo, decenas de millones de personas habían muerto por hambrunas en la India e Irlanda cuando las despóticas autoridades británicas convirtieron los dos países en laboratorios en los que experimentar el libre comercio sin restricciones.
En los últimos años, el Brexit ha dejado al descubierto, para asombro de muchos europeos, la soberbia, la temeridad y la ineptitud de Boris Johnson y sus predecesores más recientes. Estas características de la clase dirigente británica existían ya cuando Gran Bretaña se retiró bruscamente de la India en 1947. Tampoco entonces, como hoy en Afganistán, se preparó la retirada ordenadamente. En la anarquía que se produjo murieron hasta un millón de personas, hubo innumerables mujeres secuestradas y violadas y se creó la mayor población de refugiados del mundo; una inmensa carnicería que sobrepasó cualquier cosa que haya sucedido y pueda suceder ahora en Afganistán.
Estas retiradas catastróficas de la potencia imperial, desde Chipre hasta Malasia, desde Palestina hasta Sudáfrica, han sido siempre un rasgo distintivo de los regímenes extranjeros explotadores e insensibles y deberíamos recordarlo ahora que estamos presenciando otro desastre de retirada imperial en Afganistán. Por desgracia, a los países les es fácil ocultar sus crímenes históricos si mantienen su poder cultural y su prestigio. Por eso un personaje como Blair puede decir que su país fue un salvador tradicional de la humanidad ignorante y, como unos griegos llenos de sabiduría aconsejando a los romanos con aspiraciones imperiales, insta a los estadounidenses a asumir la carga del hombre blanco en todo el mundo.
Han hecho caso omiso de la lección más sencilla de la descolonización, el acontecimiento más importante del siglo XX: que los días en los que los hombres blancos podían invadir y ocupar tierras asiáticas y africanas con pretextos humanitarios se habían terminado. La reivindicación básica de la autodeterminación, pasara lo que pasara, la resumió la figura menos talibán imaginable: Mohandas Gandhi, que emprendió una campaña contra los británicos durante la Segunda Guerra Mundial y los exhortó a “dejar la India en manos de Dios y la anarquía”.
En sus prisas por invadir y transformar Afganistán en 2001, las clases dirigentes de Occidente olvidaron su largo y sanguinario pasado, su ineptitud criminal en el ejercicio del gobierno y su deshonrosa huida de Asia y África. “Demos una oportunidad a la guerra”, proclamó Thomas Friedman, el columnista especializado en política exterior más influyente de Estados Unidos, en un artículo publicado en The New York Times en noviembre de 2001. Después de 20 años de una guerra interminable y contraproducente, que llevó el terrorismo a las calles de numerosas ciudades occidentales, muchos responsables de política exterior de Occidente no han aprendido tampoco nada del presente. Una aventura ruinosa, que ha costado un número incontable de vidas y billones de dólares, ha dejado Afganistán indudablemente peor que antes. Las posteriores intervenciones militares de Occidente en Irak, Libia, Yemen y Somalia arruinaron sociedades enteras y engendraron monstruos como el Estado Islámico, que hacen que, a su lado, los talibanes parezcan liberales. Pese a ello, los tediosos fanáticos de Occidente todavía quieren mantener tropas occidentales en Afganistán.
Quienes conocíamos Afganistán —no solo sus ciudades— ya antes del 11-S preveíamos y temíamos desde hacía mucho tiempo el siniestro final que está desarrollándose en Kabul esta semana. En diciembre de 2001, muchos periodistas occidentales se presentaron como libertadores de Afganistán, y las muchedumbres que bailaban y vitoreaban en la capital parecían respaldar su fantasía. Daba la impresión de que no sabían o no asimilaban que los talibanes contaban con una sólida base en la sociedad rural afgana, sobre todo en las provincias meridionales del país —donde vive la mayoría pastún—, y que contaban con el apoyo de los jefes militares y de los servicios de inteligencia en Pakistán, para los que los talibanes eran una especie de seguro contra la influencia occidental e india en Afganistán. Por mucho que Occidente lo negara, la participación de los talibanes en el futuro político del país parecía garantizada.
Independientemente de lo que se opinara sobre ellos, los talibanes representaban la triste realidad de Afganistán tras décadas de una violencia devastadora: después de una larga lucha entre los comunistas soviéticos y los islamistas radicales (incluidos los fundadores de Al Qaeda) en la que Occidente había aprovisionado a estos últimos de armas y dinero, se había librado una cruenta guerra civil en la que vencieron los talibanes con su promesa de un orden riguroso. Sin embargo, hablar con los diplomáticos, oficiales y periodistas occidentales era entrar en un mundo de ficción, en el que la ayuda militar y económica de Occidente contribuiría a convertir Afganistán en una democracia moderna. Pero ¿cómo iba a ser posible que los protegidos y aliados de Occidente en Afganistán, entre los que siempre estuvieron algunos de los caudillos y traficantes de opio más crueles y corruptos del país, ayudasen a construir la democracia y proteger los derechos de las mujeres? ¿Y quién iba a pagar, a la hora de la verdad, el precio político de las decenas de miles de afganos muertos por los ataques con drones, los bombardeos con misiles y las incursiones de los ejércitos occidentales?
Lo que me extrañaba en mis visitas a Afganistán era qué pocos eran los que hacían estas preguntas básicas a los occidentales dedicados a la construcción nacional, la promoción de la democracia y la intervención humanitaria. Las escasas voces afganas que se oían procedían, casi en su totalidad, de una élite que trataba de sustituir a los talibanes, gente que después se hizo tristemente famosa por su extraordinario nivel de corrupción e incompetencia. En mis propios artículos para publicaciones estadounidenses, sentía las presiones de mis jefes para que no me apartara demasiado del consenso nacional sobre la idea de que los estadounidenses estaban impulsando la democracia y liberando a los afganos, sobre todo a las mujeres, de sus crueles opresores. Esa falsa ilusión convirtió la guerra de Afganistán en un gran fiasco intelectual: un fracaso crucial que plantó la semilla de todos los demás fracasos —diplomáticos, militares y políticos— en Irak y otros países, redujo drásticamente el poder y la influencia de Europa y Estados Unidos en el mundo y regaló enormes ventajas estratégicas y geopolíticas a países como Irán, Rusia, China y Turquía.
Ahora, ese desastre intelectual sigue intensificándose y haciéndose más peligroso a medida que las tropas estadounidenses se van del país. Los neoimperialistas no se dan cuenta ni siquiera de que la retirada estadounidense de Afganistán cuenta con el apoyo popular. En Occidente hace mucho tiempo que grandes mayorías protestaron contra las guerras catastróficas y fallidas de sus líderes. En España, Aznar no sobrevivió a la enorme oposición a su belicismo. Blair, deshonrado por el desastre de Irak, fue repudiado por su propio partido. En Estados Unidos, Donald Trump se benefició del hartazgo que provocaban en muchos ciudadanos sus guerras interminables; llegó al poder culpando expresamente de ellas a las incompetentes élites de Washington DC y con la promesa de ponerles fin; es significativo que fuera Trump quien negoció y oficializó el acuerdo de retirada con los talibanes. Otro factor más aleccionador de la retirada de Estados Unidos es que la violencia organizada está cambiando. Las misiones militares convencionales han dado paso a los ataques con drones, las operaciones con fuerzas especiales y los ataques con misiles. Hasta el punto de que Biden dijo el viernes que Estados Unidos perseguirá a los jefes del Estado Islámico que han ordenado los atentados suicidas en Kabul “sin emprender grandes operaciones militares”.
Hoy parece innegable que fue una locura extraordinaria vincular el prestigio, la seguridad y la credibilidad de Occidente a la alucinación de un poder largamente desaparecido, unas guerras neoimperialistas y unas cruzadas humanitarias. Porque ni las jerarquías raciales y geopolíticas ni las tecnologías militares creadas por europeos y norteamericanos blancos cuando colonizaron el mundo en el siglo XIX se pueden reproducir en el XXI. No cabe duda de que la reaparición de los brutales talibanes, con sus turbantes negros y sus largas barbas, alimentará una fantasía masculina sobre el justo combate de Occidente contra unos nativos atrasados e intransigentes. “La resistencia acaba de comenzar”, tuiteó Bernard-Henri Lévy la semana pasada. Pero lo más urgente es salvar, a Occidente y a los afganos, de los locos quijotescos del imperialismo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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