Todo sería distinto si Estados Unidos hubiera capturado a Bin Laden en 2001
Con Afganistán, George W. Bush y sus sucesores se vieron atrapados en una espiral tratando de responder a los fracasos del pasado
Si Estados Unidos hubiera capturado y matado a Osama Bin Laden en diciembre de 2001, la presencia militar de EE UU en Afganistán se habría terminado casi de inmediato. No puedo demostrarlo. Es solo la opinión que tengo después de haber pertenecido al equipo que redactaba los discursos del presidente George W. Bush en 2001 y 2002.
Pero lo creo firmemente. Estados Unidos ha estado 20 años en Afganistán porque Bush y sus sucesores se vieron atrapados en una espiral de responder a los fracasos del pasado redoblando los esfuerzos. En el otoño de 2001, la misión que tenía Estados Unidos en Afganistán estaba clara, tenía unos límites y era factible: encontrar y matar a Bin Laden. Cuando este se escapó, la misión se convirtió en algo más confuso y casi imposible: reconstruir la sociedad afgana y transformar Afganistán.
Si las fuerzas estadounidenses hubieran derrotado a Bin Laden en 2001, se habría hecho el tipo de justicia que le gusta a Estados Unidos: rápida, estricta y barata. Los republicanos habrían podido hacer campaña en las elecciones de 2002 como vencedores de una guerra terminada y después pasar a ocuparse de los problemas nacionales. Hay que recordar que, si George W. Bush aprendió una lección de la presidencia de su padre, fue que, por arrolladora que sea una victoria militar, no garantiza la reelección. En noviembre de 1992, Bush, padre, obtuvo el 37% de los votos frente a un candidato demócrata que se había opuesto a la guerra del Golfo que el primero acababa de ganar.
El hecho de que Bin Laden sobreviviera sentenció cualquier posibilidad de dirigir la atención a los problemas internos del país. Sin una imagen de Bin Laden muerto o capturado, el rápido derrocamiento del Gobierno talibán fue un premio de consolación. Que preparó el terreno para la guerra de Irak.
Repito que esta no es más que mi opinión personal, pero creo que Bush no había decidido aún librar una guerra terrestre contra Sadam Husein cuando pronunció su discurso sobre el “eje del mal” en enero de 2002. En aquella ocasión dijo que la capacidad armamentística de Irak era una grave amenaza contra la seguridad. Pero dijo lo mismo sobre el potencial armamentístico de Irán y Corea del Norte y no mostró ninguna intención de declararles la guerra. Había y hay muchos métodos para afrontar la posible capacidad armamentística de un país sin librar batallas terrestres, como las sanciones, los sabotajes o los ataques aéreos.
Sin embargo, en el año posterior a aquel discurso se fue fraguando la decisión de empezar la guerra. Había que hacer algo contra el terrorismo islámico fuera de Afganistán y la guerra de Irak cumplió ese papel. El aparato de política exterior estadounidense se dividió en una extraña dicotomía. Varios personajes destacados del Gobierno de Bush —el vicepresidente Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld— deseaban a toda costa salir de Afganistán, en parte por su empeño en eliminar a Sadam Husein pero también porque les parecía la estrategia más apropiada. (Por si a alguien puede interesarle, yo también era de esa opinión en aquel entonces: aunque las probabilidades de que Irak tuviera un futuro estable eran muy escasas, era una nación urbanizada y culta y, por tanto, mucho más prometedora para los objetivos estratégicos de Estados Unidos que un país sin remedio como Afganistán).
Los motivos que empujaron a Bush hacia Irak sirvieron, en sentido inverso, para que sus rivales demócratas se vieran cada vez más inmersos en Afganistán. No creo que, sin todo lo sucedido anteriormente, ni John Kerry ni Barack Obama hubieran pensado de pronto que una guerra terrestre en Afganistán era una operación de política exterior sensata. Pero después de haber dicho que en la guerra de Irak todo había sido un error, tanto el lugar como el enemigo, se vieron obligados a asegurar que la guerra de Afganistán era la que había que llevar adelante, en el país apropiado y contra el verdadero enemigo.
Exigir cada vez más recursos para Afganistán se convirtió en dogma para el Partido Demócrata. Su programa en 2004 proclamaba: “Debemos aumentar el número de soldados de la OTAN alrededor de Kabul. Debemos acelerar el entrenamiento de la policía y el ejército afganos. Hay que intensificar el programa para desarmar y reintegrar a los combatientes dirigidos por los caudillos y convertirlo en una estrategia general. Atacaremos el tráfico de opio, que se ha disparado mientras el Gobierno de Bush no le prestaba atención, redoblando nuestra ayuda al Gobierno de Karzai en la lucha contra la droga y reforzando el programa regional de control del narcotráfico”.
Los aliados de Estados Unidos que habían visto la guerra de Irak con escepticismo también se involucraron cada vez más en Afganistán. En enero de 2002 prometieron aportar 4.500 millones de dólares —una cantidad relativamente modesta— en un plazo de cinco años a la reconstrucción del país, casi 1.000 millones de dólares al año. Para 2004 ya habían duplicado el gasto, que pasó a ser de 7.000 millones de dólares en el plazo de tres años.
Barack Obama se había opuesto a la guerra de Irak todavía más que John Kerry y por eso la necesidad de “hacer algo” le empujó a ser todavía más favorable que él a la intervención en Afganistán. En febrero de 2009, el presidente Obama aprobó el envío de 17.000 soldados más. En diciembre ordenó un refuerzo de otros 30.000. Al acabar su primer mandato, había casi 65.000 estadounidenses desplegados en el país afgano. ¿Cuál era el objetivo de esas tropas? Cada vez era más difícil saberlo. El socio más importante de Estados Unidos en Afganistán era el vecino Pakistán. Sin su cooperación era imposible sostener las operaciones militares. Pero, al mismo tiempo, Pakistán era también el enemigo más letal e implacable de la campaña estadounidense, el máximo patrocinador de los talibanes contra los que luchaba Estados Unidos. Cuando, por fin, mataron a Bin Laden, lo hicieron en Pakistán, donde alguien llevaba muchos años ocultándolo.
El presidente Trump, igual que Obama, comenzó su presidencia enviando más tropas a Afganistán. Hacia el final de su mandato, estaba buscando la manera de salir de allí como fuera. Y el precio que pagó fue un acuerdo con los talibanes: la retirada definitiva de las tropas tras las elecciones de 2020 a cambio de que ellos se comprometieran a no causar bajas estadounidenses antes de los comicios. Trump hizo realidad su deseo político —pudo presumir de, al menos, haber puesto fin a la “guerra interminable”— y dejó un dilema complicado en herencia a su sucesor. ¿Debía renegar de lo que había firmado Trump y reactivar la guerra? ¿O respetar el pacto de Trump, aceptar la caída del Gobierno de Kabul y sufrir feroces críticas de los seguidores de Trump por proseguir con la política que él había puesto en marcha?
El futuro inmediato de Afganistán es sombrío y truculento. Todo lo que pueda hacer Estados Unidos para mitigar el sufrimiento debe hacerlo, en particular ayudando a los que colaboraron con las fuerzas estadounidenses y la comunidad internacional. No obstante, en el frío cálculo del poder, la repercusión en Estados Unidos será seguramente considerablemente menor de lo que muchos prevén ahora con preocupación. Estados Unidos aplastó el poder militar de Al Qaeda y después el del Estado Islámico. Las encuestas dan a entender que el extremismo islámico está perdiendo fuerza en los países árabes de Oriente Próximo y el norte de África. Bin Laden se refugió en Afganistán para luchar desde allí por el control del Estado saudí. Pero todo indica que la importancia estratégica de Oriente Próximo pronto empezará también a ser cada vez menor. El consumo mundial de petróleo alcanzará probablemente su máximo nivel en esta década y a partir de entonces disminuirá. Estados Unidos y otros países desarrollados están preparando a toda velocidad un futuro sin petróleo. Y el petróleo que sigan quemando procederá de muchas más fuentes que hasta ahora. Estados Unidos es desde hace casi 10 años exportador neto de crudo. La visión de Bin Laden, de Afganistán como punto de partida para un califato mundial, resulta hoy todavía más extraña que hace 20 años.
Sin embargo, al marcharse de Afganistán, Estados Unidos tendrá libertad para afrontar de forma más directa el problema de seguridad que constituye el apoyo de Pakistán al yihadismo regional y mundial. Desde el 11-S, Estados Unidos ha desarrollado nuevas estrategias para golpear a los terroristas con menos riesgos para su propio personal militar. Si los nuevos gobernantes de Afganistán deciden volver a dar refugio a yihadistas antiamericanos, Estados Unidos tendrá la capacidad de ejercer represalias muy duras contra ellos.
La lección más importante de lo ocurrido en Afganistán es tal vez el terrible coste estratégico que tiene la feroz polarización partidista de Estados Unidos. Las decisiones que han tomado sobre el terreno en estos años tanto los republicanos como los demócratas han tenido que ver mucho más con la rivalidad entre los dos grandes partidos políticos que con lo que verdaderamente sucedía en Afganistán. George W. Bush no pudo permitirse salir del país cuando debería haberlo hecho, a principios de 2002. John Kerry y Barack Obama se sintieron obligados a prometer demasiadas cosas a pesar de que ambos tenían sus dudas sobre la guerra. Donald Trump aplazó una debacle porque deseaba una victoria aparentemente fácil en 2020.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos se las arregló para llevar a cabo una política exterior que estaba por encima de los sectarismos. Desde 1990, no ha sabido evitar las divisiones partidistas en una tarea política tan importante y, desde que comenzó el siglo XXI, las cosas han ido a peor.
No me cabe ninguna duda de que la caída de Kabul va a provocar una nueva ola de sectarismo en política exterior. Durante cinco años, los admiradores de Trump han defendido el proteccionismo, el aislacionismo y la traición a aliados como Estonia, Montenegro y los kurdos de Siria. La idea que tenía Trump personalmente de la política exterior era la de una especie de red de extorsión en la que los países que quisieran la protección de Estados Unidos debían pagar al Tesoro público y a las propias empresas de Trump. Ahora esos defensores de un Estados Unidos solo y depredador intentarán ofrecer una nueva versión de la historia y presentarse como defensores de un país fuerte y a la vanguardia.
En las próximas semanas, los seguidores de Trump atacarán a Biden y asombrarán al mundo con su desvergüenza cuando pasen de las críticas sobre las guerras interminables a las lamentaciones sobre el último helicóptero que partió de Ciudad Ho Chi Minh (antigua Saigón). Esa desvergüenza será más eficaz de lo que merece, pero menos de lo que necesita. Las valientes vidas perdidas y el dinero despilfarrado en Afganistán atormentarán a la sociedad estadounidense durante mucho tiempo. Pero las nuevas oportunidades, el hecho de haber recuperado la libertad de acción y el despilfarro futuro que se ha evitado también serán reales. Estados Unidos sigue contando con los factores materiales, económicos, financieros y morales que le dan fuerza. El problema que hay que superar ahora es la disfunción política interna que hace que siempre cuente más el politiqueo que la política, y no la iconografía de los helicópteros despegando de Kabul.
David Frum es redactor de la revista ‘The Atlantic’ y autor de ‘Trumpocalypse’ (2020). En 2001 y 2002 perteneció al equipo redactor de discursos del presidente George W. Bush.
© 2021 The Atlantic Monthly Group. Todos los derechos reservados. Distribuido por Tribune Content Agency, LLC.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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