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75 años de Potsdam: Europa se despedazó en tres semanas

La Conferencia de Potsdam, celebrada hace 75 años, definió el destino del continente. En aquellos días, mapas y fronteras se reformulaban con una facilidad pasmosa

En primer plano, Clement Atlee, Harry Truman y Josef Stalin en Potsdam.
En primer plano, Clement Atlee, Harry Truman y Josef Stalin en Potsdam.Bettmann (Bettmann Archive)
Guillermo Altares

El momento más terrible de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial está representado en el Museo Nacional de Historia de este país en Berlín por un sencillo y pequeño carrito de madera, de los que se tira con una cuerda, y dos maletas apiladas. Simbolizan la limpieza étnica de 11 millones de alemanes de los países del este y el centro de Europa, que fueron expulsados, prácticamente con lo puesto, de los lugares donde habían vivido durante generaciones, ya fuese en Polonia, Checoslovaquia, Hungría o la URSS. Esta tragedia final, que quedó eclipsada por los horrores del conflicto y por el sentimiento de responsabilidad colectiva alemana en los crímenes nazis, ya había empezado en mayo de 1945, con el final de la guerra, pero fue sancionada hace ahora 75 años en la Conferencia de Potsdam, el último de los grandes encuentros en los que las potencias vencedoras reformularon mapas y fronteras.

La idea de una Europa formada por Estados multiétnicos, por naciones dentro de países, se acabó entonces, como explica Tony Judt en Posguerra (Taurus): “La historia de la posguerra de Europa está ensombrecida por los silencios; por la ausencia. El continente europeo fue antaño un intrincado tapiz de lenguas, religiones, comunidades y naciones entremezcladas”. Las conclusiones de Potsdam dictaminaron la “transferencia de forma ordenada y humana de las poblaciones alemanas”, lo que en el despiadado escenario de la posguerra se tradujo en matanzas y muertes de refugiados en los caminos por hambre y agotamiento. Entre 600.000 y dos millones de alemanes étnicos fallecieron durante aquel éxodo.

En un mundo embrutecido por seis años del peor conflicto de la historia, que había acabado en Europa —pero no en Asia, porque la guerra con Japón continuó hasta agosto—, las transferencias de poblaciones y el destino de los países se decretaban con una facilidad pasmosa. El diplomático, escritor y héroe de guerra Fitzroy MacLean, enviado británico a los Balcanes, cuenta en sus memorias, Eastern Approaches, que cuando le explicó a Winston Churchill que era muy posible que Yugoslavia terminase siendo un país comunista, el primer ministro le respondió: “¿Pretende vivir ahí cuando acabe la guerra?”. “No, señor”, replicó McLean. Y Churchill prosiguió: “Yo tampoco. Y, por eso, cuanto menos me preocupe la forma de gobierno que establezcan, mucho mejor”. El historiador Keith Lowe reproduce en su ensayo Continentes salvajes (Galaxia Gutenberg) una frase del político británico en Potsdam todavía más despiadada sobre la expulsión de los alemanes: “Sería una lástima cebar la oca polaca con demasiada comida alemana y provocarle así una indigestión”.

Estas palabras fueron pronunciadas en el palacio de Cecilienhof de Potsdam, un pastiche arquitectónico a medio camino entre una mansión campestre inglesa y un castillo centroeuropeo situado frente a un plácido lago, que acogió entre el 17 de julio y el 2 de agosto a las tres grandes potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos, Reino Unido y la URSS. Tras Teherán, en 1943, y Yalta, en febrero de 1945, fue la tercera —y la más improductiva— de las conferencias entre unos aliados que ya estaban metidos en un juego de poder por el control de Europa.

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En aquel primer verano de la posguerra en Europa, la desconfianza era total y se estaban sentando las bases de la Guerra Fría. De hecho, junto a la expulsión de los alemanes, la división de Alemania en cuatro sectores y las fronteras definitivas de Polonia, con la línea Oder-Neisse como demarcación occidental, la conclusión más perdurable que produjo Potsdam ocurrió al margen de la conferencia: EE UU había probado con éxito un día antes del principio del encuentro un arma de un poder destructivo desconocido hasta entonces, y estaba dispuesto a utilizarla contra Japón si no se rendía, lo que ocurrió en agosto en Hiroshima y Nagasaki. La carrera atómica acababa de empezar.

Harry Truman, Josef Stalin y Winston Churchill durante la Conferencia de Potsdam.
Harry Truman, Josef Stalin y Winston Churchill durante la Conferencia de Potsdam.Keystone

En un bloque se encontraban Estados Unidos (representado por Harry Truman, que había reemplazado a Franklin D. Roosevelt, fallecido en abril de una hemorragia cerebral); junto al Reino Unido (por el que acudió primero Churchill y luego Clement Attlee, cuando el primer ministro conservador perdió las elecciones en mitad de la conferencia). En el otro se situaba la URSS, que vivía bajo el dominio del terror de Josef Stalin. El margen de maniobra era mínimo porque las tropas soviéticas dominaban una gran parte de Europa y no tenían la más mínima intención de irse. Cada vez estaba más claro que la posibilidad de que estos pueblos recuperasen la libertad a través de elecciones democráticas era una quimera.

Como explica la historiadora Diana Preston en su libro Eight Days at Yalta, “a Stalin le gustaba decir, ‘Quienquiera que ocupe un territorio impone en él su propio sistema social’, y la Unión Soviética era demasiado poderosa para resistirse. Roosevelt y Churchill lucharon por la autodeterminación de Polonia y otros países de Europa del Este, pero al final sólo consiguieron promesas sobre el papel que Occidente no tenía forma de hacer cumplir”.

El gran historiador de la Segunda Guerra Mundial, Antony Beevor, también considera que las tres conferencias —Teherán, Yalta, Potsdam— forman parte de una misma negociación y que, finalmente, fue el dictador soviético el que se salió con la suya. “Una vez que Stalin persuadió a Roosevelt en Teherán de que la estrategia militar de los aliados occidentales debía consistir en invadir Alemania a través del norte de Francia, la ocupación soviética de Europa Central y la limpieza étnica de los alemanes fue el resultado obvio”, explica Beevor en una entrevista por correo electrónico. “Stalin explotó el sacrificio del Ejército Rojo para asegurarse de que su estrategia fuera aceptada. Fue brillante en la forma en que se las arregló para explotar las líneas divisorias entre estadounidenses y británicos. Stalin sabía exactamente lo que quería: un cordón sanitario defensivo de países satélite controlados a través del centro y sur de Europa para que la Unión Soviética no se viera sorprendida de nuevo por otra invasión de Occidente como en junio de 1941”.

La Europa dividida por muros y alambradas y étnicamente homogénea —salvo en algunas zonas de los Balcanes— nació en Potsdam. Sin embargo, no todo fueron malas noticias. Los aliados occidentales no repitieron el error del Tratado de Versalles, con el que acabó la Primera Guerra Mundial, y tenían claro que solo una Alemania próspera y democrática podía garantizar la paz y la estabilidad en el continente. Esa idea también se confirmó aquellos días de julio. Pero durante 40 años, la mitad de los europeos miraron con envidia la libertad de sus vecinos. El propio palacio donde se celebró la conferencia se encontraba muy cerca de la frontera entre el este y el oeste de Alemania y a apenas unos cientos de metros del famoso puente Glienicke, conocido como “puente de los espías”, donde se producían los intercambios de agentes durante la Guerra Fría. Su mismo emplazamiento es un poderoso recordatorio de la Europa rota que se sancionó entonces.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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