¿Qué estamos olvidando en la celebración del fin de la Segunda Guerra Mundial?
El historiador británico Keith Lowe invita a reflexionar sobre la manera de recordar la Segunda Guerra Mundial y alerta sobre el carácter divisivo de las útimas conmemoraciones
Entre los numerosos actos anulados esta primavera debido a la pandemia de coronavirus, hay uno que destaca.
El 75º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, que se conmemora este mes de mayo, iba a ser un acontecimiento verdaderamente internacional. En Berlín habían declarado el 8 de mayo como fiesta nacional y estaba prevista una gran celebración. En Londres iba a haber tres días de festividades, que incluían un desfile de veteranos de guerra por el Mall. En todo el continente se habían planeado miles de fiestas callejeras, conciertos, festivales y servicios religiosos conmemorativos. Casi todo esto ha quedado suprimido.
Para los veteranos y los supervivientes de la guerra, esta habría sido quizá la última oportunidad de participar en una gran celebración de este tipo. El próximo aniversario redondo del Día de la Victoria no se producirá hasta 2025, una fecha en la que ya muy pocos de ellos seguirán estando con nosotros.
Sin embargo, por tristes que sean todas esas cancelaciones, quizá ahora podamos aprovechar para reflexionar sobre nuestra manera de recordar la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, las conmemoraciones se han vuelto divisivas y dañinas.
El año pasado, en la conmemoración del Día-D en Portsmouth, hubo que levantar un muro de acero alrededor del espacio reservado a los actos, porque a los organizadores les preocupaba que fueran activistas a manifestarse contra Donald Trump. A Vladimir Putin ni le invitaron, y la reacción de las autoridades rusas ante el desprecio fue decir que, de todas formas, el Día D no era digno de conmemoración, porque, a esas alturas de la guerra, los héroes rusos ya habían ganado todas las batallas verdaderamente importantes.
También en otras partes de Europa ha habido tensiones similares que han empañado las celebraciones. El pasado mes de enero, el presidente polaco, Andrzej Duda, desistió de acudir a Jerusalén, a una ceremonia en recuerdo del Holocausto. Le enfadó saber que Putin iba a pronunciar un discurso pero a él no le habían concedido el mismo honor. Putin replicó boicoteando una ceremonia equivalente en Polonia, para conmemorar el 75º aniversario de la liberación de Auschwitz.
Muchos grupos de víctimas también han empezado a hacer el boicot a este tipo de ceremonias. En Croacia, los serbios, judíos y gitanos se niegan desde hace varios años a asistir a las conmemoraciones del Holocausto, en señal de protesta por el ascenso de la extrema derecha croata. En Hungría y Austria, los grupos judíos hicieron lo mismo en 2014 y 2018, alegando que los populistas de sus respectivos países estaban utilizando las ceremonias para sus propios fines.
El Parlamento Europeo está ya tan preocupado por hechos así que, el pasado septiembre, aprobó una resolución extraordinaria sobre los actos en recuerdo de la guerra. En ella condenaba la tendencia creciente en toda Europa a glorificar a los fascistas, los comunistas y sus numerosos colaboradores en tiempos de guerra. Ahora bien, mientras que responsabilizaba en concreto a las autoridades rusas, el texto no mencionaba a ninguno de los Estados miembros de la UE que han hecho lo mismo.
En semejante atmósfera, no celebrar nada este mes de mayo tal vez no sea mala idea. El Día de la Victoria, confinados en nuestros hogares, quizá deberíamos aprovechar para examinar qué es exactamente lo que estamos recordando y —también muy importante— qué estamos olvidando.
En Gran Bretaña, hoy en día, vemos la guerra como una sencilla batalla entre el bien absoluto y el mal absoluto. Hemos dejado de valorar las difíciles decisiones morales que tuvimos que tomar en el proceso, especialmente en relación con las campañas de bombardeos o nuestro abandono del Este de Europa en 1945.
No todos nuestros veteranos de guerra fueron santos y héroes, como ellos mismos reconocen antes que nadie. El año pasado, durante la conmemoración del Día D, el veterano de guerra británico Harry Bellinge aseguró a un periodista de la BBC que gran parte de lo que se recuerda hoy es, en realidad, “pura palabrería”. “No me den las gracias, y no digan que soy un héroe”, insistió. “Todos los héroes están muertos”.
El veterano estadounidense Leonard Creo estaba de acuerdo. Cuando le entrevisté en Navidades, justo antes de que falleciera, me dijo que las conmemoraciones no le interesaban, porque el culto al heroísmo de la Segunda Guerra Mundial le parecía absurdo. “Vemos una adulación creciente cada día que pasa, porque cada vez somos menos”, explicó. “Pronto sabrán quién es el último. Y entonces le atribuirán todo a un solo tipo que quizá fue cocinero, o administrativo, o lo que fuera”.
En la Europa continental existe también el culto al mártir. En el continente murieron al menos 35 millones de personas, y los recuerdos de la matanza siguen suscitando fuertes sentimientos en todas partes. Pero, también en este caso, no todas las víctimas fueron completamente puras.
Grecia sufrió terriblemente bajo la ocupación alemana. Pero muchos murieron a manos de sus propios compatriotas en la salvaje guerra civil que estalló después.
En Francia, 1944-1945 no fue solo un año de liberación, sino también un periodo de rapado de cabezas y venganza contra los colaboracionistas.
Uno de los países que más sufrió en la guerra fue Ucrania, con uno de cada cinco habitantes muerto. Los partisanos ucranianos ejercieron una resistencia heroica contra los nazis y contra los soviets, pero también llevaron a cabo una campaña asesina contra las minorías polacas y judías. ¿Debemos considerarlos héroes, mártires o monstruos?
Quienes sobrevivieron a 1945 recuerdan la complejidad moral de aquella época. Su generación sabía que la guerra no era algo glorioso, sino algo terrible de lo que ninguna nación salió con sus principios intactos. Ese fue el motivo por el que, a partir de ese año, nuestros abuelos apartaran sus discrepancias para fundar todo un abanico de instituciones mundiales, entre ellas Naciones Unidas y la Unión Europea. Una de esas instituciones —la Organización Mundial de la Salud, creada en 1948— está hoy en primera línea de la lucha contra el coronavirus.
Los próximos meses estarán probablemente entre los más difíciles de los últimos 75 años. Nuestros líderes nacionales ya están comparando la situación actual con la última guerra mundial. Quizá ha llegado el momento de que sigan el ejemplo de nuestros abuelos y aprendan a trabajar unidos una vez más.
Si somos capaces de superar esta crisis con dignidad y cooperación —y, cosa fundamental, sin revivir los viejos resentimientos—, entonces es posible que también nosotros tengamos algo que merezca la pena contar a nuestros nietos.
Keith Lowe es autor de Continente Salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Su nuevo libro, Prisoners of History, se publicará en julio. @KeithLoweAuthor.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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