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301: mi particular homenaje en el 2.500 aniversario de las Termópilas

De haber nacido en Esparta, a mí me hubieran abandonado ‘ipso facto’ en el monte por flojo

Jacinto Antón
Jacinto Antón - Ilustración firma ICON

El título numérico de este artículo no responde a una rebaja de los Levi’s 501, que podría, sino a la suma de los famosos 300 espartanos de las Termópilas más uno, un infiltrado. Lo han adivinado: yo. Hace tiempo –vale, en realidad desde la musculada película de Zack Snyder– que quería saber lo que se siente caracterizado de recio espartano. En la antigüedad no me hubiera sido posible, pues los requisitos para ser polites-hoplites, el ciudadano-soldado, incluían, además de buenos pectorales, un acreditado valor y una gran capacidad de soportar el sufrimiento. De haber nacido en Esparta, a mí me hubieran abandonado ipso facto en el monte por flojo.

La oportunidad me llegó el otro día cuando hicimos en el A vivir de Javier del Pino, a sugerencia mía, un programa sobre el 2.500 aniversario de las Termópilas. Puede parecer una majadería disfrazarse de espartano para un espacio de... radio, pero uno pilla la ocasión cuando puede. ¿Qué pasa? La cuestión es que, dado que no se recomienda viajar a Grecia, yo me había buscado un sitio en la montaña cerca de mi casa que se parecía más a las Termópilas, ese estrecho paso donde se libró el famoso enfrentamiento de los pocos griegos contra los muchos persas, que las propias Termópilas. Y lo digo con conocimiento de causa pues he estado allí no una sino dos veces y el paisaje ha cambiado tanto que hoy no entiende la batalla ni Jerjes. Ocupé mis pequeñas Termópilas la mañana del domingo colocándome con decisión en medio del paso. Iba envuelto en un manto rojo (una vieja bandera soviética), cubierto con una resultona réplica de plástico del tradicional casco de hoplita y sostenía en una mano una gran bandeja metálica como escudo y en la otra mi lanza: una jabalina deportiva que perteneció al padre de Laura, un atleta. Daba el pego, sobre todo porque el manto impedía comparar a la baja mis abdominales con los de los otros 300. La respuesta es no, no llevaba taparrabos como los espartanos de la película; ¡las Termópilas no es el Flamingo, señores!

Era complicado sostener el móvil para entrar en antena, el libro El mito de Esparta, del invitado, el catedrático César Fornis (que afortunadamente no podía verme), el escudo y la lanza, y además hacer ejercicios de calistenia como los machotes espartanos antes de la batalla. Reflexioné que, de disponer de móvil, Leónidas podría haber pedido refuerzos o al menos unas pizzas –para cenar en el infierno, efectivamente–. El programa no fue lo bien que yo esperaba, sobre todo porque se perdió la cobertura (pero no el paso) y tuve que correr de un lado a otro, jadeando bajo el peso de todo lo que llevaba, para tratar de recuperarla. Hay que ver lo difícil que es en esa tesitura decir cosas como “Heródoto” o “lacedemonio”. Curiosamente, dado lo apartado del lugar, durante la conexión no dejó de circular gente. Algunos hacían como que no me veían (pensarían que era una ilusión: un espartano en Viladrau a finales de verano...), otros me saludaban y hasta hubo quien soltó un sentido “¡kalimera!”. Un ciclista en mountain bike preguntó si era un rodaje y yo, metiéndome en el papel y masticando ferozmente la respuesta, le contesté, por supuesto, que no, que aquello era... ¡Esparta!

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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