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Violencia explícita, sexo sugerido: cómo Hollywood disfrazó la homosexualidad en el cine de gánsteres

El ensayo ‘Gangsters maricas. Extravagancia y furia en el cine negro’, de Juan Dos Ramos, analiza cómo la hipermasculinidad del cine de mafiosos fue el terreno perfecto para que los hombres se amasen entre sí cuando ese amor estaba prohibido

Hollywood gay gangsters
En 'Gilda', Glenn Ford y George Macready se miden por conquistar a Rita Hayworth... ¿O quizás late una pasión oculta entre ellos dos?John Kobal Foundation (Getty Images)

No es un chiste: ¿en qué se parecían un gánster y un homosexual? Llevaban una doble vida, se veían envueltos en conductas delictivas, se entregaban a encuentros clandestinos y ocultaban sus actividades en las sombras. Desde los años treinta hasta el cambio de siglo, estas dos figuras han vivido una evolución en su representación cinematográfica que redobla su marginalidad en la figura del gánster homosexual.

“Los expertos en cine negro responden a un perfil heterosexual muy canónico que, desde la reverencia y la mitificación, no han podido o no han querido ver las innumerables connotaciones maricas que palpitan en los grandes clásicos”, explica Juan Dos Ramos, autor del ensayo Gangsters maricas. Extravagancia y furia en el cine negro, ilustrado por Álex Tarazón. Además, desde hoy al 18 de febrero esta iniciativa editorial se traslada a la Cineteca de Matadero (Madrid), en el ciclo Gangsters maricas con la proyección de Gilda, Al rojo vivo, Los sobornados, Performance y Carretera perdida. A continuación, una cronología de este subgénero infiltrado con sus más ilustrativos ejemplos.

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El pequeño César encañona a su añorado excompinche en presencia de su amada en 'Hampa dorada'.

El gánster que entiende, pero no entiende nada

En Hampa dorada (Marvin Leroy, 1931), Edward G. Robinson es un atracador de poca monta que se muda a Chicago junto a su compinche, que prefiere hacerse bailarín en busca del éxito. Mientras su amigo prospera y se enamora de una bailarina, el pequeño César Rico Bandello escala en el hampa y se pasa toda la cinta intentando que su exsocio, el único en quien depositaría su confianza, regrese a su lado como mano derecha de la banda. “Las mujeres no van con los negocios”, le suelta.

Hacia el final de la película, Rico tiene encañonado a su amigo, pero no le salen las balas. “Su mirada desesperada en ese momento lo dice todo. Es casi como una escena de ruptura, el gánster ahí pierde todo por exponerse. Esa es la gran tragedia de Rico: el hombre que él quería se ha ido con una mujer”, señala Dos Ramos. Un patinazo emocional que le obliga a esconderse de la policía para acabar ametrallado en un callejón bajo un cartel que anuncia el nuevo espectáculo del que fue su amor secreto.

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El código Hays obligó a agudizar su ingenio a los guionistas, que desplegaron todo un código propio con el que desencriptar la auténtica naturaleza sexual de algunos personajes. Aquí, Peter Lorre frota con mimo su bastón ante un impertérrito Humphrey Bogart en 'El halcón maltés'Alamy Stock Photo

Humphrey Bogart: un macho asediado por gays

El editor de la novela El halcón maltés solicitó a su autor, Dashiell Hammett, que rebajara el tono homosexual. Cuando John Huston la llevó al cine en 1941, recogió las pistas que dejaba el libro para desplegar toda una paleta de moralidades dudosas, especialmente en el trío de gánsteres descaradamente homosexuales que sumen en el embrollo de búsqueda de la preciada figura del halcón a Humphrey Bogart, detective con pocas barreras éticas.

Juan Dos Ramos apunta: “Aquí se cumple otra de las reglas del cine negro: la de amariconar a los secundarios para apuntalar la hombría del detective protagonista. Es un recurso que el mismo Raymond Chandler decía que abundaba entre los narradores de novela negra”. Peter Lorre compone aquí uno de los roles más brillantes de su carrera: el de Joel Cairo, un gánster que no oculta su diferencia desde el minuto uno. Se presenta en el despacho de Bogart precedido por una tarjeta con aroma a su perfume de gardenias y durante la charla con el detective acaricia con remilgo su bastón. El personaje del gánster gordo (Sydney Greenstreet) siempre con su amigo pistolero cerca (Elisha Cook Jr.), al que quiere “como un hijo”, tampoco anda con disimulos. Cuando decide traicionar al joven esbirro, dice: “Si pierdes un hijo siempre es posible conseguir otro”.

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El triángulo sexual de 'Gilda' da más juego del que muchos quisieron ver.

Gilda o el triángulo amoroso como coartada

Gilda (Charles Vidor, 1946), ha pasado a la historia como gran precursora del destape (ese guante de Rita Hayworth), pero se marca otro tanto: el de plantear un posible triángulo amoroso bisexual. No hay más que asomarse a la escena de arranque. Glenn Ford sale de una timba ilegal en un antro del puerto de Buenos Aires tras jugársela con sus dados trucados. Un maleante ve su intento de atracarle frustrado por el golpe de un bastón que oculta una punta de cuchillo. Lo maneja un misterioso hombre atildado, el gánster encarnado por George Macready. Ya desde ese momento, todo son equívocos y dobles sentidos en el diálogo.

“Es un amigo fiel y obediente. Guarda silencio cuando quiero que esté callado y habla cuando quiero que hable”, dice Macready sobre su bastón. “Esa es mi idea de la amistad”. “Muy alegre su vida”, le responde Ford (ese “alegre” es gay en el guion original que, aunque ya está en desuso, en esa acepción servía para definir algo feliz o divertido). Y celebran su recién estrenada amistad fumando un cigarro y paseando juntos por la zona portuaria. “El que hace su propia suerte como yo, reconoce a sus semejantes”, dice el gánster antes de despedirse.

“Todo son signos para el ojo queer”, apunta Juan dos Ramos. “Se encuentran en el puerto, zona de cruising por antonomasia, rodeados de criminales y marineros. El gánster aparece en escena levantando el bastón como símbolo de una erección. Pronto ofrece a este hombre, con el que quiere ligar, una carrera meteórica en el hampa. La dinámica del triángulo amoroso también es muy divertida. Este mafioso es consciente de que Glenn Ford es un bomboncito heterosexual y se trae del brazo a Gilda como subterfugio para que acaben los tres juntos. Y para que no haya dudas morales, el villano muere ensartado por su propio bastón: el penetrador es penetrado”.

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James Cagney presta toda su atención a su mamá gangster, ignorando por completo a la explosiva Virginia Mayo en 'Al rojo vivo'.Alamy Stock Photo

James Cagney y el complejo de edipo

Para Al rojo vivo (1949), James Cagney quiso dar vida a un matón sensible al que vemos llorar o dejarse arrullar en las rodillas de su madre, la matriarca de una banda criminal de eterno luto por su marido. Cuando fallece, el protagonista traslada sus afectos a un policía infiltrado en la banda. Como deduce el autor de Gangsters maricas: “El falso socio criminal pasa a ocupar su lugar. De él espera la protección y firmeza que encontraba en su progenitora. Es con él con quien tiene las escenas más íntimas, con quien quiere repartir el botín, mientras que a la mujer florero que le han puesto por guion (la explosiva Virginia Mayo) la desprecia sistemáticamente. Tras el desengaño amoroso mayúsculo que supone la revelación de la verdadera identidad del agente del orden, por supuesto, el desenlace del gánster es dramático y violento, digno de un loco, el único retrato posible para un marica. Hay un afán por desmontar un tipo de masculinidad y yo creo que Cagney era muy consciente de lo que estaba haciendo”, bromea.

Si es homosexual, es depravado

Desde 1934 hasta 1967 el código Hays (impulsado por el líder republicano William H. Hays y que velaba por la moralidad en pantalla) obligó a directores y guionistas a ser audaces. Como explica Dos Ramos: “Utilizaban ciertos apuntes como ponerle una flor en el ojal a un tipo corpulento, señores que van mucho al teatro, que van perfumados… A eso hay que sumarle el uso de la elipsis narrativa para resolver determinadas situaciones que sugieren encuentros sexuales. El código Hays permitía cierta relajación si la homosexualidad se percibía como una pincelada que subrayase la naturaleza monstruosa del gánster, además”.

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Howard Hawks regaló al mundo sus fantasías más violentas de dominación del macho (en este caso, Robert Mitchum) en 'Las fronteras del crimen'.Alamy Stock Photo

Sin embargo, algunas producciones dejaban traslucir un catálogo particularmente retorcido de perversiones sexuales. Es el caso de Howard Hughes, el magnate y productor. El playboy no disimulaba su voracidad bisexual. Para Las fronteras del crimen (1951) contó con dos sex symbols, Jane Russell y Robert Mitchum. El gánster marica en este caso lo encarna Raymond Burr, fornido actor gay que se había fabricado una biografía falsa encadenando matrimonios y que más tarde triunfaría en la serie Perry Mason. Burr se transforma en Las fronteras del crimen en el alter ego de Howard Hughes para desatar las fantasías más perversas de dominación sobre el macho heterosexual encarnado por Mitchum. En la escena final, después de que el protagonista se cuele en el barco de los malos, el villano Burr se deleita dando órdenes a sus hombres para que le den una paliza, lo descamisen, lo aten a un mástil, lo zurren con la hebilla de un cinturón y rematen la tortura encerrándolo en una sala de máquinas llena de vapor cuyos sudores emulan sin tapujos los de una sauna. Una fiesta bondage solo tolerada porque el bueno vence y acaba abrazando a la chica.

Y por fin salió del armario

Probablemente la película pionera en el gánster abiertamente homosexual sea Los sobornados (Fritz Lang, 1953). La secuencia de arranque presenta al maduro Alexander Scourby, envuelto en un pijama de seda en la cama con un guapo y atento joven en albornoz de pie a su lado que se dedica a marcarle llamadas de teléfono y prenderle los cigarrillos. Luego descubriremos que tiene una hija, pero ni rastro de esposa. Poco importa. “El relajamiento del código Hays permitió atender a las realidades de la calle y a las demandas de un público en busca de historias que reflejaran situaciones más reales”, deduce Dos Ramos.

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Los violentísimos Fante y Mingo, una de las primeras parejas del hampa cuyo amor gay es correspondido, en 'Agente especial'.

En ese contexto nace, por ejemplo, la despiadada pareja de pistoleros gais de Agente especial (Joseph H. Lewis, 1955), que quizás por ser una cinta de serie B, se permitió mayores licencias. “No puedo comer más salami”, dice uno de ellos. “Es todo lo que hay”, responde el otro. “La policía nos buscará hasta en los armarios”, aventuran antes de encontrar un trágico final. Aunque el primer film que nos brindaría por fin a un señor del crimen liberadamente marica fue británico. El gangster (1971) constituye un punto de inflexión, además, por contar por primera vez en un rol así con alguien que ya era una superestrella: Richard Burton. En ella vemos a Burton y su amante Ian McShane entrar y salir del dormitorio en albornoz (eso sí, el beso que se rodó quedó fuera del montaje final). A pesar de ello, dice el autor de Gangsters maricas, “es una película que conserva su atractivo. Además, le añade una capa al género que solo desde la tradición europea podían darle: mientras que el cine negro americano es más prefabricado en su estética, aquí asoma el dandismo que predicaba Oscar Wilde. La ropa en el gánster es esencial, y eso los británicos lo cultivan muy bien”.

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Richard Burton fue la primera gran estrella que interpretó a un señor del crimen abiertamente homosexual en 'El gangster'.

El personaje de Burton se basa en uno de los gemelos Kray, célebres figuras reales del crimen organizado inglés. Con planta impecable, pinta de tipo duro y abiertamente homosexual, Ron Kray se ha convertido en un icono de la cultura pop. Tanto que hasta hemos visto desde un biopic, The Krays (1990), protagonizado por los hermanos Kemp de Spandau Ballet, hasta una pirueta interpretativa de Tom Hardy interpretando a ambos gemelos simultáneamente en Legend (2015). Lo que nos lleva al siguiente punto: el inevitable encuentro entre la figura del gánster y la de la estrella de la música.

El gánster ‘glitter’

Esta evolución del gánster glitter nos la brindó Performance (Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1971). Un agresivo mafioso escondido de su propia banda, James Fox, y un rockero en pleno bloqueo creativo, Mick Jagger, se transmutan el uno en el otro. En mitad de este tripi (literalmente, en pleno viaje de setas), Anita Pallenberg (novia por entonces de otro Rolling, Keith Richards) le dice al matón camuflado bajo maquillaje y peluca que su amante músico es “un hombre mujer-hombre al que su demonio le ha abandonado”. También vemos al criminal acostarse con una andrógina groupie a la que le murmura en pleno acto: “Pareces un muchachito”. La actuación imaginaria de Jagger caracterizado de gánster, con los ambiguos y rollizos miembros del hampa despelotándose a su alrededor, es tan imposible que solo se puede aplaudir que exista.

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Con la fascinación mutua entre Mick Jagger y un miembro fugado del hampa se producía un encuentro inevitable en la cultura pop: el del gangster y la estrella del rock.

A todo esto hay que sumarle la más que abierta naturaleza homosexual del capo que persigue al protagonista: un tipo calvo, peludete, del montón, al que vemos recibiendo a chaperos y ojeando revistas de culturistas rodeado de su banda de bichos raros. Es, en palabras de Dos Ramos, “un milagro de película. No solo por equiparar la figura de la estrella del pop con el gánster americano que acaparaba titulares en la era dorada, también por desarrollar todas esas nuevas masculinidades que trajo la liberación sexual a finales de los sesenta y la apertura de mentes que propiciaron las drogas psicodélicas”.

Divine, más divino que nunca, haciendo de jefe del hampa en la ciudad imaginaria de Rain City, en la película 'Inquietudes'.
Divine, más divino que nunca, haciendo de jefe del hampa en la ciudad imaginaria de Rain City, en la película 'Inquietudes'.Alamy Stock Photo

Si hablamos de trascender identidades y géneros, no podemos ignorar el primer (y casi único) papel masculino que compuso la drag queen Divine, musa de John Waters: el gánster ególatra, autoritario y misógino de Inquietudes (Alan Rudolph, 1985). A pesar de sus escasas apariciones, se alza como gancho incontestable del film componiendo lo que Juan Dos Ramos llama, “un gánster posmoderno, por encima de todos los clichés”.

David Lynch lo retuerce todo

Cuando hablamos de que el término gánster marica, o gay, o queer nunca es blanco ni negro, sino que ocupa una amplia gama de grises, no contábamos con la paleta de oscurísimos tonos que maneja David Lynch. En dos de sus obras maestras, Terciopelo azul (1986) y Carretera perdida (1997), nos enfrenta a unos villanos de sexualidad poco ortodoxa, extravagantes y aterradores. En palabras de Dos Ramos, “probablemente responda a la devoción de Lynch por el cine negro clásico. Cuando creces viendo a este tipo de personajes más ambiguos siempre presentados como depravados y con una vida interior torturada, no separas la parte criminal de la orientación sexual. Me imagino a David Lynch viendo de joven esas películas e intuyendo que no solo son malvados, sino que tienen una sexualidad oscura, casi indescriptible. Algo que él se apropia y potencia. El retrato que hace en estas dos pelis puede resultar hasta homófobo, pero le sirve para hacer aún más siniestros a sus personajes en busca de un impacto estético brutal”.

Pensemos en el personaje de Dean Stockwell en Terciopelo azul, crooner siniestro maquilladísimo, con boquilla de fumar y camisa de chorreras, que establece una conexión eléctrica con el retorcido Dennis Hopper. Comparten drogas, miradas abismales y extorsionan a la femme fatale (Isabella Rossellini) bajo la mirada del antihéroe Kyle MacLachlan. La escena, por supuesto, deriva en un Hopper desatado llevándose a la pareja secuestrada y exclamando “¡Vamos a joder! ¡Me joderé a todo lo que se mueva!”. De ahí, los somete a un viaje al fin de la noche en el que, sin parar de inhalar nitrito de amilo de una bombona (la droga conocida en el mundo gay como poppers), primero le quiere pinchar los pechos a ella y después le cubre a él la cara de besos con pintalabios para acabar dándole una paliza.

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Dean Stockwell cantando 'In dreams', de Roy Orbison, al desatado Dennis Hopper en 'Terciopelo azul'.

En Carretera perdida, el mafioso caracterizado por Robert Loggia no se presenta tan desaforado, pero sí igualmente inquietante. Tras obligar a su joven mecánico de confianza (Balthazar Getty) a subir a su coche para hacerle partícipe de un accidente provocado, tantea sus posibilidades invitándole a ver porno. En un paralelismo con Gilda (cinta de la que Lynch es declarado fan), intenta a continuación captar al joven presentándole a una bellísima rubia, Patricia Arquette. “Loggia introduce a Arquette de la misma forma que el gánster del casino presenta a Rita Hayworth en Gilda: primero sondea al muchacho, pero ve que no va a conseguir nada. Y un día aparece con la chica despampanante a su lado”. Cambian los tiempos, las pulsiones depravadas permanecen.

Si eres hombre, te va a gustar

Quentin Tarantino lo ha dicho muchas veces: “El subtexto gay siempre mejora una película”. En Reservoir Dogs (1992) lo materializó en el trasfondo romántico que une al Señor Blanco (Harvey Keitel) y el Señor Naranja (Tim Roth). Después de que en el atraco todo haya salido mal, Blanco pasa la mitad del metraje acunando a un Naranja moribundo sobre un charco de sangre con la esperanza de que, al menos, el compinche con el que se ha encariñado sobreviva a un tiro en el estómago. Son un ejemplo de lo que Juan Dos Ramos ha bautizado como “el superamor. No estamos hablando de una naturaleza gay en su literalidad, sino de los vínculos que generan estos hombres que viven en unos ambientes hipermasculinos, en constante peligro, siempre con miedo a no saber en quién confiar. Se enfrentan juntos a unas situaciones tan críticas que desarrollan otras dinámicas emocionales en las que la mujer tiene muy poco peso”.

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Sobre el charco de sangre que deja Tim Roth, late una inesperada pulsión romántica de Harvey Keitel en 'Reservoir dogs'.Alamy Stock Photo

Algo que se manifiesta también en Lock & Stock (Guy Ritchie, 1998), donde todo juega en favor de una desbordante y testosterónica camaradería, abundan los chistes de maricones y la figura de la mujer brilla por su ausencia. “Son tipos que se ponen cachondos entre ellos hablando de sus cosas de hombres. Es casi como una película de sexo gay quinqui, filmada en unos sótanos insalubres del East London, con las escenas explícitas suprimidas”.

Los Soprano: la homosexualidad no se perdona

El triste final en Los Soprano de Vito Spatafore, uno de los gánsteres más fieles de Tony Soprano, pone de manifiesto los complejos del mafioso italoamericano ante cualquier alternativa que desafíe su hombría. Esta subtrama está basada en el caso real de John D’Amato, más conocido como Johnny Boy, jefazo de la familia DeCavalcante, la más poderosa de Nueva Jersey. Su misma esposa filtró que iban a clubs de intercambios de pareja y que su marido tenía particular propensión en esos encuentros a entregarse a otros hombres. Fue asesinado a tiros por soldados de sus propias filas en 1992. En la investigación de su muerte, un informante deslizó que “nadie va a respetarnos si tenemos a un capo homosexual discutiendo asuntos de La Cosa Nostra”.

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El mafioso armarizado de 'Los Soprano' Vito Spatafore, en primer plano, encuentra una violentísima muerte a manos de sus propios compañeros cuando se descubre su inclinación sexual.

En la teleserie, Vito Spatafore pasa de respetable matón a repudiado al ser descubierto ligando, vestido del poli de Village People, en una discoteca gay. Su inmediato autoexilio le trae una ilusión efímera de felicidad junto a un tipo gay corriente. Aunque añora sus fechorías y regresa pidiendo perdón a la banda y proponiendo a su mujer tener otro hijo, amparándose en una enajenación homosexual transitoria provocada por una medicación. Pero la mafia no perdona. Spatafore aparece muerto en un hotel con un bate de béisbol metido por el recto. “La elección de un final tan gráfico y bestia responde a la necesidad de los guionistas de reforzar ese pensamiento monolítico y tradicional del hombre italoamericano, herencia de actitudes de las viejas mafias sicilianas, donde probablemente solo violar la omertà [la ley del silencio] sea un pecado mayor que ser homosexual”, concluye Dos Ramos.

¿Adiós al gánster marica?

Los modelos de gánster (marica o no) quedaron caducos con el cambio de siglo. En la era de la hipertecnificación y las distopías adelantadas, su figura podría tomar cualquier forma, desde un algoritmo villano que roba y extorsiona valiéndose de la inteligencia artificial hasta la encarnación de un megalómano tipo Elon Musk, capo de las estratosferas. O, más vulgarmente, la de banqueros, políticos o presidentes de club de fútbol. En cualquier caso, con el tabú de la homosexualidad prácticamente desarticulado en pantalla, el concepto de gánster marica deja de tener un sentido claro para el futuro. Concluye el autor de este ensayo: “La sexualidad termina siendo irrelevante cuando tienes poder. Otra cosa es explorar lo queer sobre este nuevo escenario en el que se ha desmoronado el sistema patriarcal, proliferan en los medios nuevos modelos de masculinidad y los logros LGTBI dibujan un nuevo marco donde situar ficciones. En esa nueva realidad, el gánster marica ya no va a ser algo tan raro ni tan sofisticado. De igual manera, el hombre heterosexual moderno se ha apropiado de comportamientos y acciones antes impensables por considerarse femeninas. Así que si decimos adiós al macho, también decimos adiós al gánster marica”.

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