El problemático fin del jefe intermedio: “Cobran sueldos de directivo pero realizan tareas de capataz”
La figura del responsable medio en una organización, ese que ni produce ni termina de mandar, se encuentra en tela de juicio como casi siempre que huele a crisis. Pero, ¿es tan buena idea cargarse a la persona que concilia la planta noble con el empleado llano?
El mundo corporativo tiene un muerto en vida, un no cadáver en el armario que se resiste a morir y agoniza desde la irrupción, hace ya cuatro décadas, del modelo Silicon Valley. Se trata de los cargos intermedios. Elon Musk los describe como el “peso muerto” que lastra el crecimiento de las empresas. Para Mark Zuckerberg son el último reducto del pensamiento jerarquizado, esa ponzoñosa burocratización de los entornos laborales que conspira contra la productividad y aplasta la innovación.
El pasado marzo, Zuckerberg anunció que su compañía, Meta, ha optado por reestructurarse, o sea, convertir “gran cantidad de supervisores en supervisados”. Es decir, les despoja de sus galones, les hace bajar al barro y espera de ellos que, una vez liberados de tareas rutinarias y en el fondo más bien superfluas, aporten mucho más valor y saquen el máximo partido de su talento. Musk ha dejado caer también que sus jefes de equipo tendrán que volver a programar, que la supervisión del trabajo ajeno ya no es suficiente para justificar sus sueldos.
Llueve sobre mojado: un estudio de la consultora Gartner de junio de 2022, citado en las últimas semanas por medios como la CNN o The New York Times, afirma que una cuarta parte de los cargos intermedios de las empresas estadounidenses se sienten atrapados en una rutina laboral insatisfactoria y que un porcentaje similar “ha perdido la motivación o la implicación emocional”.
A raíz del estudio, Molly Lipson, redactora de Business Insider, concluía, de manera un tanto efectista, que tal vez haya llegado la hora de prescindir de ese “17,9% de profesionales que cobran sueldos de directivo, pero en el fondo realizan tareas de capataz o de bedel”. Para Lipson, si su aportación objetiva es cuestionable y ni siquiera parecen particularmente motivados para hacer lo que hacen, no tiene sentido seguir contando con ellos. Hace apenas unos días, otra redactora de Business Insider, Aki Ito, avanzaba una tesis algo más matizada: tal vez las empresas que se consideran “audaces y disruptivas” (ella, además de Meta, Tesla o Twitter, cita Amazon o la minorista de calzado Zappos) buscan la manera de aligerar sus estructuras en tiempo de incertidumbre y han elegido empezar la criba por el eslabón en apariencia más débil: los que no “producen” pero tampoco ejercen el verdadero poder corporativo ni toman las grandes decisiones.
En última instancia, según Ito, se trataría de optar entre dos modelos básicos de gestión: el horizontal y el jerarquizado. El primero, en opinión al menos de apóstoles de la “nueva horizontalidad” como Zuckerberg y Musk, se estaría quedando obsoleto: las empresas solo exigen escalones intermedios cuando se han estructurado de manera innecesariamente compleja, sobre pilares disfuncionales como la segmentación y la opacidad. El camino sería renunciar a tanta rigidez y tanta estructura encorsetada y estéril para abrazar un caos fértil, una suerte de anarquía de individuos autónomos que comparten información y tareas en pie de igualdad: el modelo horizontal. Ito precisa que las pirámides a las que extirpas los estratos intermedios no dejan por ello de ser pirámides. Aunque sean solo dos pisos: Elon Musk y su círculo de estricta confianza en la cúspide, una tropa de subordinados “sin jerarquizar” en la base.
Ito añade que la idea en absoluto es nueva, que ya se ha puesto en práctica en épocas anteriores, como entre 1986 y 1998 (un periodo en el que, según datos de Gallup, el porcentaje de trabajadores que respondían de manera directa al presidente de la compañía, sin jefes intermedios, se incrementó exponencialmente), con resultados de evaluación incierta. El impulso horizontal es una idea de ida y vuelta. Se pone de moda en épocas de crisis o de transformación disruptiva como la nuestra y suele ser desechada en beneficio de la jerarquización en fases más estables o cuando el encanto de la novedad se agota. Ahora toca soltar lastre y promover un hilo directo entre profesionales y altos directivos, sin intermediarios supuestamente gravosos y molestos. Tal vez cuando las empresas líderes completen sus procesos de reestructuración interna, el péndulo vuelva a inclinarse, sutilmente, hacia el lado de la jerarquización y los jefes intermedios.
¡Alto, Elon! Ni horizontal ni vertical
Los profesionales con iniciativa y talento aceptan la evaluación. No la supervisión. Piden respeto a su autonomía y que les traten como adultos. Esa es la teoría. En la práctica, un estudio de Gallup sobre el grado de satisfacción de los empleados de grandes compañías de EE UU arroja que el 76% da importancia a la personalidad, capacidad y actitudes de su supervisor directo. Si es alguien competente, con buen trato y tienen sintonía, tienden a ser felices. Si no, sus rutinas pueden volverse un infierno. Solo el 11% atribuye esa importancia a los altos directivos o propietarios. Quizás el discurso de la horizontalidad obvia algo sustancial: los buenos supervisores crean valor y prescindir de ellos puede no ser buena idea.
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