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Manual para llorar fuera de casa: evitar ascensores, coger líneas vacías del metro y usar el baño de la oficina

Una guía publicada en internet señala los mejores lugares de Nueva York para dar rienda suelta al llanto sin testigos: un símbolo de esta era de correr por tanto y sonreír por tan poco

¿Dónde llorar en Nueva York, una ciudad con gente por todas partes? Algunos usuarios de Internet han hecho una guía para sortear el problema.
¿Dónde llorar en Nueva York, una ciudad con gente por todas partes? Algunos usuarios de Internet han hecho una guía para sortear el problema.

Existe una guía en Tumblr que, desde el año 2014, lleva documentando los mejores y peores lugares para llorar en la ciudad de Nueva York gracias a las recomendaciones anónimas de usuarios. Su creadora, una treintañera llamada Kerry O’Brien, contó a New York Magazine que se lanzó con este particular TripAdvisor del llanto tras una ruptura: “Me dejaron, y entonces me di cuenta de que escogía el lugar de mi pausa para comer en función de dónde lloraría más tranquila y sin que nadie me mirara”. Cualquier persona a quien alguna vez le hayan roto el corazón en pedazos será capaz de entender la disyuntiva de O’Brien a la hora del almuerzo, y quizás también de valorar su enorme labor de servicio público, tanto para llorones ocasionales como para llorones empedernidos. O’Brien argumentó que “la vida en Nueva York puede ser muy dura y el problema es que no tenemos lugares en los que llorar en paz fuera de nuestros apartamentos”. Incluso a menudo, explicaba esta entrepreneur, en el interior de apartamentos diminutos y compartidos con compañeros de piso, también se hacía imposible llorar a gusto.

En su guía, los neoyorkinos desaconsejan llorar en ascensores (”No puedo ni contar la cantidad de veces que entré en un ascensor vacío y pensé: ‘¡Estoy solo! ¡Perfecto para llorar!’, para que 15 segundos después, con mi cara hecha un cuadro, entrasen media docena de personas. Igual puedes llorar en un ascensor de Kansas, pero jamás se te ocurra llorar en un ascensor en Nueva York”) y recomiendan llorar en lugares como el metro, especialmente, la línea 7 (”¡Siéntete libre de llorar tan fuerte como quieras en este tren, nadie te mirará jamás! ¡Es el sueño de cualquier llorón! Lloro en este tren al menos una vez al día”), en el cuarto de baño de cualquier oficina, en las escaleras mecánicas del metro (”Perfectas para un lloro rapidito de 1 o 2 minutos”) o, para los más románticos, en el ferry a Staten Island.

La búsqueda de los mejores rincones de una ciudad para dar rienda suelta al llanto no debería sorprender a aquellas personas que hayan visto el curioso viraje que ha dado internet en los últimos años. Tal y como defiende el analista digital Geert Lovink en su ensayo Tristes por diseño (Consonni, 2019) la tristeza es “un estado mental predeterminado en internet”. “It’s OK to not be OK” (que podría traducirse como “Está bien estar mal”) se ha convertido en uno de los mantras más utilizados por los millennials jóvenes y los zoomers en redes sociales. La incertidumbre, la angustia, el miedo o la desesperanza ante la crisis socioeconómica, sanitaria y climática se traducen en respuestas insospechadas en el mundo digital, como los tutoriales de maquillaje con cara llorosa que triunfan en TikTok, los selfis de Bella Hadid hecha un mar de lágrimas, las aplicaciones como BeReal, que instan a mostrar la cruda realidad sin filtros, o los mensajes de cuentas de Twitter como @SoSadToday, que incluyen afirmaciones diarias como “creo que pasaré el resto del día preparándome para lo peor”. Una de las cualidades que definen a millennials y zoomers es la de que están más conectados con sus emociones que generaciones anteriores, y también están acostumbrados a compartir todas esas emociones en redes sociales. El llanto, esa respuesta tan humana a un amplio abanico de emociones — desde la tristeza más profunda a la desesperación, sin olvidar la representación más histriónica posible de la alegría— parece haber salido de las pantallas y los dispositivos móviles y materializarse en las calles.

Un estudio publicado en la revista científica alemana Der Ophthalmologe reveló que las mujeres lloraban de media entre 30 y 64 veces al año, mientras que los hombres lo hacían entre 6 y 17 veces al año. El psicólogo clínico y profesor neerlandés Ad Vingerhoets, especializado en estrés y emociones y que ha pasado 20 años de su carrera investigando sobre por qué lloramos, determinó que el 75% de las ocasiones que nos da la llorera, nos da, afortunadamente, en casa. Eso nos deja con un 25% de ocasiones para llorar en el coche de camino al trabajo, en un parque o en el probador de alguna tienda de ropa, por poner tres ejemplos.

A raíz de la pandemia y el hoyo emocional en el que nos sumió como sociedad, llorar se convirtió en un ejercicio habitual y en una manera de conectar con los demás. Algunos especialistas han afirmado que, tras las cuarentenas, mostrar nuestras emociones en público también formaba parte de la llamada nueva normalidad. Durante un tiempo, la gente dejó de responder con “Bien” a la pregunta “¿Qué tal estás?”. Y, sin embargo, llorar en público sigue siendo una excepción y una incomodidad: a quien la llantina le sobreviene en la cola de Correos, le vendrá acompañada por un profundo sentimiento de vergüenza, y quien tiene la mala suerte de toparse con una plañidera en el metro, seguramente intentará darle toda la intimidad de la que es capaz mirando a un punto fijo en el suelo o haciendo un scroll infinito en su teléfono móvil.

La socióloga francoisraelí Eva Illouz desarrolló en su ensayo de 2007 titulado Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, el concepto de “capitalismo emocional”, refiriéndose al estado actual en el que todas nuestras emociones y sentimientos pueden ser mercantilizados y servir de alguna forma al sistema. La búsqueda del amor nos lleva a sumergirnos en aplicaciones de citas, a pagar vinos y cenas en coquetos restaurantes o a invertir en ropa nueva y perfumes para la conquista. El desamor, en cambio, nos suele llevar a una fatídica visita al peluquero, a unas cuántas sesiones de terapia y a una intentona de volver al gimnasio. El llanto, de momento y salvo por el gasto en pañuelos, no parece ser demasiado rentable. Y resulta curioso que en una ciudad como Nueva York, baluarte del capitalismo tardío más rampante, un puñado de personas anónimas anden recomendándose sitios gratuitos y tranquilos donde desatar sus emociones. Quién sabe, igual la conquista de los espacios públicos en las grandes ciudades pasa por mostrarnos abiertamente vulnerables y no esconder nuestros malestares, que aunque aparenten ser individuales, a menudo son generalizados. Ya conocemos el refrán: “Quien no llora, no mama”.

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