Björk: “El apetito por la música en español estaba ahí y vino Rosalía y lo activó”
La cantante volvió a Islandia en 2018, tras 25 años fuera. Allí afrontó la muerte de su madre, grabó su nuevo disco, ‘Fossora’, y prepara su gira de 2023, que en septiembre la traerá a Madrid
Hace 30 años Björk Guðmundsdóttir (Reikiavik, 57 años) publicó su primer álbum, Debut. Esperaba vender 20.000 copias y terminaron siendo dos millones. Hasta entonces era esa chica de ojos rasgados que cantaba en Sugarcubes, el primer grupo islandés del que tuvimos noticia. Pero aquel disco fue para el pop de los noventa lo que Nevermind de Nirvana para el rock: algo que cambiaba las reglas. Los tres siguientes –Post (1995) Homogenic (1997) y Vespertine (2001)– terminaron de consagrarla como la artista más influyente de su generación. Y desde ahí ha seguido avanzando en una carrera cada vez más alejada de lo comercial, pero que aún conquista a generaciones de fans.
Sus directos convierten a los escépticos. Es tan innovadora como Bowie y tan inimitable que la única forma de hacerlo es caricaturizarla. Y no es un hada del bosque, sino una artista que ha marcado a decenas de artistas. Elton John, Thom Yorke, James Blake, Madonna, Katy Perry, Frank Ocean, M.I.A, Lady Gaga, St. Vincent, Sia, FKA Twigs, Billie Eilish o Rosalía han reconocido su influencia.
“La verdad es que no pienso mucho en eso”, zanja ella, que cuando una pregunta no le parece pertinente no duda en dejarlo claro. Ni siquiera reconoce que el triunfo de Rosalía, una mujer no angloparlante que ha conquistado el mercado mundial con un sonido con un pie en la raíz y otro en el futuro, sería difícil de entender sin ella. “Yo no lo veo así. Creo que el apetito por la música en español estaba ahí antes, como esperando a la persona adecuada para activarlo, y vino Rosalía y lo activó”.
Esta mañana las calles de Reikiavik están sembradas de placas de hielo, prueba de que la temperatura rara vez supera los cero grados. Pero los lugareños aseguran que para ser un miércoles de enero el clima es extrañamente apacible. Luce un tímido sol y al parecer estamos en una ventana de calma entre dos furiosas tormentas. No hay casi nubes, sueltan a la mínima, y eso es un milagro. La cita con Björk es a mediodía en una especie de club privado al estilo británico. Está en el centro, que básicamente consiste en dos calles y una avenida llenas de restaurantes y bares con los menús en inglés, agencias que venden viajes de aventura a turistas vestidos como si fueran a hacer cumbre en el K2 y tiendas de souvenirs en las que el producto estrella son jerséis de lana en dos variedades: con o sin la palabra vikingo.
Pero se puede pasar mil veces por delante del anodino portal donde está el club sin saber que en el último piso hay un refinado restaurante, todo madera, y justo debajo un elegante salón, todo cuero. Es solo para socios. Para acceder hay que conocer el código que abre el portal, que cambia diariamente. Un lugar a prueba de turistas. “El turismo nos pasó de repente y ha cambiado el país. Antes, si ibas al campo lo único que podías comer era una hamburguesa en una gasolinera. Ahora, cada pueblo tiene un lugar donde probar su queso, su cerveza o su cordero. Eso nació con el turismo”, reflexiona la artista en una de las salas del club.
Ha llegado unos minutos tarde porque no encontraba dónde aparcar su coche. Viste un quimono burdeos de algo que parece microcuero, botas negras, moño de persona que ha salido a todo correr de casa y los ojos pintadisimos de negro. Se sienta en una postura imposible sobre sus piernas y se mueve todo el tiempo. “Mucha gente en Islandia ve el turismo como la opción menos mala”, dice. “Es mejor que las fundiciones de aluminio. Ahora las han parado, pero hubo un momento en 2010 en el que a las tres que hay iban a añadir dos más. Si se hubieran construido habría afectado a los ríos de la isla. Yo creo que apostar por el turismo hizo de Islandia un lugar mucho más verde. Porque hubo un tiempo en el que los políticos negaban la existencia del cambio climático y aseguraban que este era un país muy verde. Hubo que luchar mucho para corregir las cosas”.
Islandia parece un ejemplo de sostenibilidad. Una isla volcánica a 970 kilómetros de la Europa continental y 200 del Círculo Polar Ártico. Tiene más o menos el tamaño de Portugal, pero menos del 4% de su población, 366.000 habitantes. Para los pocos que son meten mucho ruido. El cómico local Ari Eldjárn tiene un chiste sobre eso. “Somos pocos, pero somos los número uno mundiales en todo… per capita. Por ejemplo, el mayor número de premios Nobel… per capita: uno”. O los número uno en energías limpias. Casi el 100% de la electricidad islandesa proviene de fuentes renovables, como la geotérmica, aprovechando que hay más de 200 volcanes. “Hasta las plantas geotérmicas tienen límites”, matiza Björk. “Son como los campos de petróleo: perforas y cuando acaba su vida útil tienes que hacerlo en otro lugar. Algunas son verdes, pero otras son muy agresivas con la naturaleza y acaban con todo el vapor en 10 años”.
Björk no es la primera activista medioambiental de la familia. En 2002, su madre, Hildur Rúna Hauksdóttir, se declaró en huelga de hambre para protestar por la construcción de una central eléctrica. Björk creció con ella en una comuna después de que sus padres se divorciasen cuando era casi un bebé. Su padre era un electricista, serio y conservador. Su madre, todo lo contrario. En teoría, mucho menos responsable. Una vez Björk contó que a los cuatro años se dio cuenta de que era ella la que tenía que mirar a ambos lados de la carretera antes de dejar a su madre cruzar. “Según me hago mayor veo las cosas de forma distinta. De joven sentía que la familia de mi padre era mucho más organizada y responsable. Me sentía atraída por ese lado, porque el de mi madre era más esotérico y bohemio. Era demasiado new age para mí. Pero ahora entiendo que ella nos sacó a mí y a mi hermano del patriarcado. En cierto modo, ella era más organizada. Sí, tenía el pelo largo y llevaba ropa hippy. Sí, vivíamos en una casa con goteras y éramos muy pobres, pero ella era su propia jefa. Se dedicaba a fabricar muebles. En cierta manera, mi madre era más emprendedora que mi padre. Ahora lo veo como que ambos me lo han dado todo. Los dos muy organizados, los dos muy independientes, los dos muy solitarios”.
En 2018, su madre murió. “Estuvo bastante enferma los últimos tres años. Como un año y medio antes mi hermano y yo vimos lo que se acercaba. Así que no tengo la sensación de que nos quedara algo sin decir. Lo más misterioso de la muerte es que cuando alguien se ha ido, en algunas cosas están más contigo que antes. Sientes su espíritu. Con los vivos, estás ocupada con lo cotidiano”.
El año en que falleció su madre volvió a Islandia. Aquí ha compuesto y grabado Fossora, su décimo disco, publicado en septiembre. Posiblemente su álbum musicalmente más difícil de escuchar, hace tiempo que a Björk no le interesa la ligereza, pero que ella asegura que está inspirado en la tierra. “Es como andar descalza en el campo”, dice. “Creo que cada disco va sobre la muerte y el nacimiento. Creo que todos pasamos por periodos de muerte y nacimiento cada tres años. Siento como si todos mis álbumes fueran el final de algo y el principio de otra cosa. Al estar aquí durante tres años y sin viajar me sentía asentada y conectada a mis raíces y de ese sentimiento nació el álbum. Quería escarbar en el suelo”.
Es curioso, siempre se ha asegurado que Björk dejó la isla en los noventa y que desde entonces sus visitas eran breves, pero hoy lo niega. “Nunca dejé Islandia. Cuando en los noventa viví en Londres, pasaba aquí la mitad del año. Y cuando vivía en Nueva York, más. Pero supongo que se puede decir que me mudé aquí al 100% en el momento en que vendí mi casa en Brooklyn. Todas mis pertenencias vinieron aquí en un contenedor. Era la primera vez”. En Islandia, dice, tiene una vida normal. “Ahora mismo estoy editando visuales para los directos”, cuenta. El 3 de marzo empezó en Australia la gira de su grandioso espectáculo Cornucopia. “Es lo más extravagante que he hecho en mi vida. Y es muy caro. Así que siempre estamos en pérdidas”. Tiene otro directo, Björk Orchestral, una especie de grandes éxitos con orquesta. “Son complementarios, uno paga el otro. Y artísticamente también funcionan. Como cantante, es más difícil hacer los espectáculos con orquesta porque soy yo cantando todo el tiempo. Pero Cornucopia, es más teatro. Llevo muchos disfraces, camino por el escenario, me escondo... Son dos papeles muy diferentes. Así que en realidad se nutren mutuamente”. En otoño, Cornucopia llegará a Europa, con una parada el 4 de septiembre en Madrid, donde no venía desde 2007.
En Islandia su vida es tranquila. “Me levanto, hago yoga, trabajo en lo que me toca y por la tarde voy a la piscina. Es lo que se hace cuando vives en Islandia”, explica. Reikiavik está plagada de piscinas públicas de agua caliente al aire libre e ir varios días por semana es un rito nacional. “Me gusta ir a última hora, a las nueve. Reikiavik, comparado con Madrid o París, es un pueblo. Y eso facilita reunirse con amigos y familiares. Solo tardas cinco minutos en quedar con ellos para un café, ir a un bar, al cine o montar una comida. La vida aquí es muy fácil. Me gusta ese tamaño. Incluso cuando estoy fuera. Estuve en Lanzarote y me gustó mucho. Soy una chica más de islas que de grandes ciudades”.
Vivía en Brooklyn, desde más o menos 2000. Durante los noventa, cuando vivía en Londres, Björk era una celebridad, carne de paparazzi. Tuvo novios famosos y tenía los nervios tan de punta que en 1996 en el aeropuerto de Bangkok pegó a una periodista que solo le dijo: “Bienvenida a Bangkok”. Meses después la policía desactivó un paquete bomba que le había mandado un fan acosador que se suicidó después de enviarlo. Con el cambio de milenio protagonizó Bailar en la oscuridad de Lars von Trier. Fue una experiencia horrible que estuvo coleando muchos años. En 2017 denunció haber sufrido en el pasado acoso sexual por parte de “un director danés” de cine. Von Trier es el único director danés con el que ha trabajado. Ganó el premio a mejor actriz en Cannes. Fue a los Oscar con un vestido de cisne tan icónico —y polémico— que ahora se vende como disfraz en Amazon. Se casó con el artista Matthew Barney, mundialmente famoso por su épica serie de películas del ciclo Cremaster. Vivían en un ático de cuatro dormitorios que, llegado el divorcio, se puso a la venta por nueve millones de dólares. Tuvieron una hija, Isadora, que con 20 años ya ha trabajado de modelo, actriz y ha publicado una canción. Tiene otro hijo, Sindri, músico de 36 años, que tuvo con su primer esposo, el músico islandés Þór Eldon. “No sé en España, pero aquí, los padres no contaban las cosas a los hijos. Yo se lo he contado siempre todo. Siempre fueron niños muy responsables. Pero más ahora. Me ayudaron mucho con el funeral de mi madre. Creo que ahora entienden que cuando te ayudan con algo familiar, lo están haciendo también para ellos mismos y para sus hijos”, rememora ahora la cantante.
La separación de Barney se produjo en 2013. El divorcio fue largo y complicado. “Ya está superado. Algo que solía funcionar dejó de funcionar y tienes que cambiar. Es parte de la vida”, zanja ella. En 2015 publicó Vulnicura, su disco de ruptura. Era un álbum con momentos preciosos: su voz, muchos violines, programaciones electrónicas que parecían un corazón a punto de infartar y letras casi adolescentes de desamor. Ese año Barney la demandó en Nueva York, porque, afirmaba, impedía a su hija pasar tiempo con él. En EE UU muchos medios tomaron partido por él y publicaron el durísimo texto de la demanda como si fueran hechos probados. Hicieron sangre. Page 6, la web de famoseo del New York Post, decía: “Entre sus excentricidades se incluye coserse perlas en la piel”. Se refería al vídeo de Pagan Poetry, que se había rodado 20 años antes y esa escena la hizo un doble.
Björk ya se quejó entonces del tratamiento sexista que daban los medios a su trabajo. Hoy, lo mantiene: “La prensa entiende lo que hago como cantante, como compositora, y hasta como persona, pero no como productora. Toda mi vida he ido a cada mezcla, a cada sesión de mastering. Nada se ha hecho en mis discos sin que yo estuviera presente. Pero parece que la gente piensa: ‘Es imposible que eso no lo haya hecho un tío’. Recuerdo una gira en Islandia en 2006 de conciertos acústicos en iglesias con instrumentos de metal y cuerdas. Lo organicé todo y era la directora musical. Pero había un pianista, hombre, y los medios de comunicación e incluso algunos de mis familiares dijeron : ‘Qué gran producción, qué grandes arreglos’. Me quedé como... ‘¿Pero a qué creéis que me dedico? Yo hago mis arreglos. Yo misma”. Siempre se tiende a destacar la presencia en sus discos de productores como Matmos o Howie B. “No solía hablar de ello. Así que creo que en parte era culpable por ser parte del patriarcado. Porque en cierto modo lo ocultaba. No tengo ni idea de por qué. Tal vez para hacer que se sintieran bien. Ahora lo dejo claro. Dije en todas las entrevistas, tanto en Vulnicura como en Fossora, que yo hacía todos los ritmos. Cuando Arca entró ya estaban. Hizo el diseño de sonido y luego añadió elementos percusivos. Y eso también sucedió en Vespertine con Matmos. Hice ese álbum a lo largo de tres años, y ellos vinieron dos semanas al final. No sé, tal vez necesito filmarme haciendo un beat, y así la gente dirá: ‘Ah, ella hace ritmos”.
Está muy interesada en dejar claro que eso no le ha pasado con sus compañeros músicos. Ni siquiera cuando estaba dando sus primeros pasos internacionales con Sugarcubes. “Cuando hicimos la primera gira fuera de Islandia yo acababa de tener a mi primer hijo. Les dije que me lo llevaría de gira con una niñera, pero que si no se adaptaba, me volvería. Y ellos, como lo hacíamos todo juntos, pagaron la niñera. Éramos una familia, todos iguales. Pero hablando con otras mujeres en esa misma posición, ninguna tuvo ese apoyo”.
En aquel momento nadie sabía que en Islandia pasaban cosas. “Recuerdo que cuando el punk llegó a Islandia, parecía que cada persona había fundado una banda y había conciertos todas las noches. Yo era un poco joven y los chicos eran cinco o diez años mayores que yo. Así que era la chavalita que andaba por ahí, siguiéndolos. Y luego se fundó el primer sello indie. Y me puse a trabajar allí gratis con 14 años”. Reikiavik era entonces una ciudad de 80.000 habitantes, pero el mundo estaba lleno de posibilidades. “Con las plataformas de streaming hoy es muy difícil ser músico”.
En 2015 intentó que Vulnicura no estuviera en Spotify, pero renunció. “Tienes que escoger las batallas que luchas”, dice. “¿Has visto sus cifras? Creo que la gente debería pagar más por Spotify, que Spotify debería pagar más a los artistas y que las discográficas deberían aumentar los porcentajes de los artistas”. Björk lleva trabajando con la misma discográfica desde los tiempos de Sugarcubes. Algo bastante inusual. Más aún teniendo en cuenta que su sello es una modesta independiente británica, One Little Indie. “Son mis amigos. Derek Birkett, el dueño, es también mi manager. Es una persona honorable: tenemos un acuerdo al 50%, así se hacía en los viejos tiempos de las independientes. Derek es familia”.
Ahora que el mundo se ha vuelto abrir, ¿se quedará en Islandia? “Sí. Y creo que es el momento de hablar de la acidificación de los océanos. Islandia lo está haciendo muy mal en ese campo y va a ser de los lugares más golpeados”. Ya que está tan implicada en el país, ¿ha pensado en meterse en política? Antes de contestar mira entre asombrada y divertida. La respuesta es un punto final: “Nunca”.
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