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“Al tío lo van a matar”: la herida por el asesinato del futbolista Andrés Escobar intenta cerrarse 28 años después

Nunca un error sobre el campo de fútbol tuvo peores consecuencias. Netflix estrena mañana una serie sobre el futbolista colombiano asesinado por el narcotráfico tras marcar un gol en propia meta durante el Mundial de 1994

El futbolista colombiano 
Andrés Escobar fotografiado en 1994.
El futbolista colombiano Andrés Escobar fotografiado en 1994.imago sportfotodienst (imago sportfotodienst / Cordon Press)
Eva Güimil

“Mami, al tío Andrés lo van a matar”. La frase la pronunció Felipe Ángel Escobar, de diez años, a su madre el 22 de junio de 1994 tras una jugada que la televisión ha repetido miles de veces desde entonces. El centrocampista de la selección estadounidense Mike Sorber lanzó un centro del área colombiana y, para evitar que un delantero la cazase al vuelo, el defensa Andrés Escobar se lanzó con las dos piernas por delante e introdujo el balón en su propia portería. Fue el primer gol de un partido que acabaría con derrota de los colombianos por dos a uno, lo que suponía el adiós al Mundial de Fútbol de 1994.

Lo que sucedió aquella noche en el Rose Bowl de Pasadena ante 90.000 espectadores es un lance del juego tan desafortunado como cotidiano (este mismo fin de semana se marcaron dos goles en propia meta tan sólo en el Brighton-Chelsea de la Premier). Si casi tres décadas después lo recordamos con nitidez es porque diez días después se cumplió la profecía de Felipe Ángel. A su tío Andrés Escobar le descerrajaron seis tiros en la cabeza. Tenía 27 años. Que su asesinato estaba vinculado con aquel fatídico despeje es algo que nadie en Colombia dudaba. Ni siquiera un niño.

Que casi tres décadas después la herida no está cerrada y el suceso sigue despertando un interés desmedido lo demuestra que esta semana llegue a Netflix Goles en Contra, del director Carlos Moreno, una miniserie que pretende reflejar el auge y caída del fútbol colombiano entre 1987 y 1994, un periodo de demasiadas sombras.

La selección de Colombia había llegado al Mundial de Estados Unidos con la vitola de favorita, más por el peso de sus individualidades que por su trayectoria histórica. Allí estaban el inconfundible Carlos Valderrama, Faustino Asprilla, Freddy Rincón o el Tren Valencia, y al frente, Pacho Maturana, que poco después entrenaría al Atlético de Madrid. Una fase clasificatoria impecable coronada por un cero a cinco contra la Argentina de Simeone y Batistuta en el Estadio Monumental de Buenos Aires habían disparado las expectativas del país.

Andrés Escobar en el Mundial de Fútbol celebrado en Italia en 1990.
Andrés Escobar en el Mundial de Fútbol celebrado en Italia en 1990.STUDIO FOTOGRAFICO BUZZI SRL (imago/Buzzi)

“Después de esto sólo podemos volver al país como campeones del mundo”, se decían a sí mismos. La primera decepción llegó con una derrota ante la Rumanía de Gica Hagi. Aquel traspiés inesperado les obligaba a ganar a Estados Unidos en el siguiente partido. A favor de los norteamericanos jugaba el factor campo. La historia iba con los colombianos, habían ganado todos los duelos previos. Pero el partido empezó a perderse antes del pitido inicial.

El día antes del del encuentro decisivo, Maturana había recibido una llamada: “Oiga, Maturana, escuche bien y anote. Para el miércoles ante Estados Unidos saque a Barrabás Gómez y ponga en su lugar al Pitufo De Ávila. Si no lo hace, es hombre muerto”. La voz anónima culpaba a Barrabás por su mal papel ante Rumanía. Maturana amenazó con irse, pero la federación no se lo permitió. El propio Barrabás lo confirmó años después: “Estábamos en el hotel a la espera de la charla técnica del partido contra Estados Unidos. La cita era a las 11 de la mañana, eran las once y media y nada, que no llegaban Pacho y Bolillo [el segundo entrenador]. Me paré a buscarlos y cuando los vi, Pacho venía llorando y Bolillo no podía ni hablar. Los amenazaron de muerte con la advertencia de que yo no jugara. Que si jugaba mataban a la familia de Pacho, a mi familia, a mí.”

El jugador pretendía ignorar las amenazas. No era la primera vez que las recibía. “En Colombia me habían amenazado muchas veces y no había pasado nada, pero Pacho llegó muy sentido y me dijo que no jugara. No hubo ni siquiera charla técnica, el equipo se bajoneó, y entonces ahí decidí que no volvía a jugar fútbol.” Se retiró aquel mismo día, mientras el resto del equipo salía al campo cariacontecido.

El fútbol no era el único deporte que le daba alegrías al país (ahí estaba el ciclismo de hombres como Lucho Herrera o Fabio Parra), pero era donde estaba el dinero. En las entradas, en los traspasos, en las apuestas. Y donde está el dinero es donde están las mafias. El dinero del narcotráfico era la base del éxito de los equipos colombianos. El mundo del fútbol y el narcoterrorismo estaban unidos por un hilo bien visible y una impunidad lacerante desde que a finales de los setenta los millones de los cárteles empezaron a llenar las arcas de los clubes colombianos permitiéndoles poder mirar de tú a tú a los equipos argentinos, brasileños y uruguayos. Lo cuentan sin remilgos algunos de sus protagonistas en Los dos Escobar (Michael y Jeff Zimbalist, 2010) un documental que traza el paralelismo entre dos hombres opuestos cuyo único nexo de unión era su apellido: Pablo y Andrés Escobar.

Hinchas colombianos sujetan en la grada una pancarta en memoria de Andrés Escobar durante un partido en 1994.
Hinchas colombianos sujetan en la grada una pancarta en memoria de Andrés Escobar durante un partido en 1994.via www.imago-images.de (imago images / Sven Simon / Cordon Press)

“El América de Cali era el juguete de mi padre, jugaba con él como un niño con un coche teledirigido”, cuenta Fernando Rodríguez Mondragón, hijo del capo del Cartel de Cali, en el documental. Cada jefe de cartel tenía su equipo y movía sus piezas como quien se hace una liguilla en el Comunio, pero a escala real. “Los lunes le mandaban dinero a un árbitro y le decían: ‘Que lo disfrutes, pero recuerda que América tiene que ganar”. En 1989, tras un resultado que no favorecía a su equipo, el Deportivo Independiente Medellín, Pablo Escobar ordenó matar al árbitro Álvaro Ortega. Nunca se juzgó a nadie por aquel asesinato. La devoción del más sanguinario de los narcos colombianos por el fútbol no era ningún secreto, tampoco las relaciones que mantenía con dirigentes y jugadores.

Por el estadio de fútbol que Escobar había mandado construir en La Catedral, la cárcel a su medida en la que pasó un año custodiado por sus propios hombres, habían desfilado todas las estrellas de la selección colombiana, también Andrés Escobar. “No estaba de acuerdo con que hubiese que ir a ver a Pablo Escobar, pero había que ir o ir. Y fue”, recuerda su hermana María Ester en Los dos Escobar. Años después, Maturana lo confirmó, él había escuchado las mismas palabras: ‘El Patrón quiere verlo, o viene o lo metemos en la maleta”. Para algunos como Andrés Escobar ese vasallaje resultaba despreciable, otros como René Higuita no tenían los mismos escrúpulos. El excéntrico portero colombiano, capaz de marcarse una parada a lo escorpión en el mismísimo Wembley, se codeaba con Pablo Escobar de tan buen grado que su ausencia en el Mundial de Estados Unidos se debió a su implicación en un secuestro (René fue arrestado en 1993 por haber actuado supuestamente como mediador en la liberación de la hija de Luis Carlos Molina Yepes, socio de Pablo Escobar).

Pablo Escobar murió seis meses antes de que se jugase aquel fatídico partido en Pasadena. Hay quien defiende que de haber estado vivo nadie se habría atrevido a disparar al defensa. Andrés Escobar era una anomalía en aquella selección de individualidades exuberantes. Alto, espigado, serio, lo llamaban “el caballero del fútbol” por su actitud tanto dentro como fuera del césped. Era el favorito de los niños y de los medios, con los que colaboraba como analista. Maturana lo consideraba el futuro capitán de la selección tras la retirada de Valderrama y su talento no había pasado desapercibido fuera del país. El elegante central tenía una oferta del Milán de Arrigo Sacchi para ser el sustituto de Baresi. Su futuro parecía luminoso, especialmente si se alejaba de Colombia.

Andrés Escobar, el segundo en la fila superior, junto al equipo de Colombia en el Mundial de Fútbol de 1994.
Andrés Escobar, el segundo en la fila superior, junto al equipo de Colombia en el Mundial de Fútbol de 1994.LECOQ ANDRE (PRESSE SPORTS / Cordon Press)

Cuando el italiano Fabio Baldas pitó el final del partido en el Rose Bowl el clima en el país era desolador. Los jugadores habían pasado de héroes nacionales a villanos en 90 minutos. En Bogotá se había decretado la ley seca para prevenir los posibles disturbios ocasionados por una hipotética celebración, pero nadie festejó aquella noche en las calles desiertas. Algunos jugadores como Barrabás prefirieron tomarse unas vacaciones antes de volver a Colombia, conscientes de lo que les esperaba al regreso. Andrés Escobar no quiso. Rechazó la oferta de radio Caracol, la principal emisora colombiana, para quedarse en Estados Unidos comentando los partidos del Mundial. Tampoco quiso quedarse haciendo turismo con sus padres. Maturana le advirtió: “Cuídate, los conflictos en Colombia se resuelven con puños”. “Tengo que dar la cara”, respondió el defensa.

Escobar volvió a Colombia. Le esperaba su novia, Pamela Cascardo, con la que planeaba casarse cinco meses después. Tanto ella como sus allegados le aconsejaron que no se exhibiera demasiado, pero él consideraba que no había ningún motivo para esconderse. El viernes 1 de julio salió a cenar con amigos y durante toda la noche tuvo que aguantar los improperios de un grupo capitaneado por Juan Santiago y Pedro David Gallón, dos mafiosos con vínculos con el narcotráfico y los grupos paramilitares que le recriminaban su fallo. Cuando se metió en su coche a las dos de la madrugada para volver a casa (al día siguiente era el cumpleaños de Pamela) recibió seis tiros a bocajarro al grito de “gracias por el autogol”.

La investigación, que nadie excepto la fiscalía se creyó, dirimió que había sido el chófer de los Gallón, Humberto Muñoz Castro, apodado el Marrano, quien había disparado. Fue condenado a 43 años de prisión, rebajados posteriormente a 23, y apenas cumplió once. Los hermanos Gallón Henao, acusados de encubrimiento, quedaron en libertad a los pocos meses.

El partido España-Suiza fue el primero en el que se guardó un minuto de silencio. El Mundial de 1994 iba a ser el que marcase el despegue del deporte rey en norteamérica y acabó siendo recordado como el del asesinato de Escobar y el positivo por dopaje de Maradona. El futbol mostró su peor cara. En Colombia los futbolistas de la selección entraron en pánico y empezaron moverse rodeados de guardaespaldas, conscientes de que cada uno de ellos era un posible objetivo de las mafias.

Apenas una semana antes de ser asesinado, Andrés Escobar escribió la última de las crónicas que el diario El Tiempo de Bogotá publicaba sobre las interioridades de la selección en el Mundial, el título: La vida no termina aquí (que EL PAÍS también publicó en España). El central pensaba que su vida apenas empezaba. No fue tan clarividente como tantas veces había sido en el terreno de juego.

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Sobre la firma

Eva Güimil
Eva Güimil (Mieres, 1972) ha sido directora y guionista de diversos formatos de la televisión autonómica asturiana. Escribe sobre televisión en EL PAÍS y ha colaborado con las ediciones digitales de Icon y 'Vanity Fair'. Ha publicado la biografía de Mecano 'En tu fiesta me colé'.

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