La moda de la alimentación intuitiva: ¿es saludable comer siempre lo que te pida el cuerpo?
La tendencia de la ‘intuitive eating’ propone abandonar la cultura de la dieta con una propuesta aparentemente razonable, pero que fracasa en un entorno lleno de ultraprocesados
Ser omnívoros es una ventaja porque estamos adaptados a comer una variedad inmensa de alimentos, pero aquí aparece también el famoso “dilema”, que podemos resumir en: “si puedo comer casi cualquier cosa, ¿qué como?”. Estresados por tener demasiadas opciones, ¿qué pasaría si nuestro cuerpo sabiamente nos dirigiese a elegir lo que necesitamos en cada momento? ¡Asunto resuelto! Solo tenemos que dejarnos llevar. Ojalá fuese tan fácil.
La etiqueta #intuitiveeating tiene más de dos millones de publicaciones en Instagram, y puede parecer que algunas investigaciones dan soporte científico para apostar definitivamente por la “alimentación intuitiva”, un movimiento que propone dejar a un lado la cultura de la dieta y los juicios sobre los alimentos y sobre nuestros propios cuerpos. En estudios como este se define como la práctica que implica que comamos cuando tengamos hambre y dejemos de comer cuando nos saciemos, sin restricciones dietéticas.
Busca que nos relajemos, que seamos más compasivos con nosotros mismos y para ello tiene como principio fundamental que recuperemos el contacto con nuestras señales de hambre y saciedad. Pero ¿por qué “el cuerpo nos pide” azúcar, helado, o una hamburguesa y casualmente nunca nos morimos por un plato de acelgas rehogadas ni nos levantamos en mitad de una peli para coger palitos de apio?
¿Tenemos una “inteligencia nutricional” innata?
En 1939 se publicó lo que parece el primer intento para tratar de averiguar si los humanos éramos capaces de escoger alimentos intuitivamente y de forma acertada. La pediatra Clara Davis siguió durante seis años a 15 niños que tenían entre seis y 11 meses de edad al inicio del estudio, a los que se les daba a elegir entre 33 alimentos. Con nuestros estándares actuales, el experimento sería complicado de defender ante un comité de ética, teniendo en cuenta que los niños fueron entregados por madres que no podían mantenerlos, algunos estaban desnutridos al inicio de la investigación (y podían haberse dedicado a comer leche azucarada y patatas durante media infancia).
Resultó que los niños escogían bien, hacían buenas combinaciones y llegaron al final del estudio con un buen desarrollo. Incluso, en otra muestra que oscila entre la ética dudosa y lo directamente criminal, a un niño que tenía un raquistimo severo le ofrecían aceite de hígado de bacalao (por su alto contenido en vitamina D) sin forzarle a tomarlo. ¿Qué pasó? Que el niño se bebió semejante atentado contra el paladar pero solo durante el tiempo que tardó en recuperarse: cuando mejoró, ignoró el mejunje.
Desde entonces y hasta hoy no se habían hecho muchos avances en esta área: hay estudios que muestran nuestra preferencia por alimentos ricos en energía o macronutrientes -proteínas o combinaciones de grasas e hidratos de carbono- pero respecto a la preferencia en función de los micronutrientes, todo era campo. Hasta que recientemente dos investigadores, Jeffrey Brunstrom y Mark Schatzker, se propusieron seguir esa ruta para averiguar si tenemos algo así como una “sabiduría nutricional” que nos llevaría a elegir los alimentos en función no de su valor calórico, sino de su contenido en vitaminas, minerales y otros compuestos minoritarios.
La propuesta pretende ir a la raíz, aportar luz para entender cuáles son los “factores dietéticos universales”, que estos mismos autores definen en el estudio ¿Se subestima la inteligencia nutricional humana? Exponer las sensibilidades a la composición de los alimentos en las decisiones dietéticas cotidianas como esos principios básicos que guían nuestras elecciones alimentarias, dejando fuera parámetros tan cruciales como los determinantes sociales y el contexto.
Los animales sí la tienen
Esta “inteligencia nutricional” sí aparece en animales, que adaptan sus elecciones alimentarias en función de los nutrientes específicos que necesitan en cada momento. Incluso un estudio con primates observó cómo conseguían adecuar su dieta a sus necesidades, cuando la disponibilidad de alimentos ricos en minerales se redujo drásticamente tras el paso de un huracán.
Así lo recogen Brunstrom y Schatzker para dar contexto a su estudio Micronutrientes y elección de alimentos: ¿un caso de “sabiduría nutricional” en humanos?, en el que pidieron a los voluntarios que escogieran parejas de frutas y verduras. Con las combinaciones que hicieron se conseguía la mayor cantidad de micronutrientes y, además, que fuesen complementarios y que hubiese más variedad, lo que ocurría incluso controlando sesgos como el conocimiento nutricional de los voluntarios.
Pero esto no es una prueba irrefutable de nuestro conocimiento intuitivo, y los propios investigadores reconocen limitaciones. Puede ser que coincida que los alimentos con mayor cantidad de micronutrientes son los más sabrosos, o que sean los compuestos aromáticos los que nos indican la presencia de algunos nutrientes y nos inciten a comerlos (algo que la industria conoce muy bien y utiliza a su favor al diseñar el aroma de los ultraprocesados).
¿Qué es exactamente la “elección intuitiva” en humanos?
Se desconoce cuál sería el mecanismo por el que somos capaces de hacer elecciones intuitivas, ¿será que hay señales fisiológicas que nos empujan a ello? Por ejemplo, proponen que si caen nuestros niveles de hierro y tomamos alimentos ricos en este mineral, se producirían cambios fisiológicos positivos que nos llevarían a repetir esa elección. ¿Acabas de encontrar la razón por la que tu cuerpo te pide carne roja como si no hubiera un mañana? ¿A que no tienes antojo de una lata de mejillones? Pues si tu cuerpo es sabio, deberías, porque tienen cinco veces más hierro que las chuletas, y seis más que la ternera.
No se puede pasar por alto el factor cultural: la sabiduría gastronómica pasa de generación en generación y hay combinaciones que nos parecen normales, mientras consideramos otras una aberración culinaria. Puede que el origen de esas combinaciones proceda del aprendizaje de nuestros ancestros en épocas de escasez y déficits nutricionales, o que la selección natural beneficiase a los que hacían elecciones alimentarias favorables a la supervivencia. No es una investigación definitiva, pero es un primer paso interesante para saber si tenemos esa sabiduría natural.
Una propuesta (aparentemente) razonable en un contexto incontrolable
El primer obstáculo en el camino está relacionado con las características de los alimentos que, a la postre, es el factor que se estudia en las investigaciones sobre “inteligencia nutricional” como detonante para decantarnos por uno u otro alimento. Las investigaciones sobre nuestra “sabiduría nutricional” encuentran una evidencia bastante consistente de que, cuando nos enfrentamos a alimentos hechos con materias primas reconocibles y con los que estamos familiarizados, sí aparece esa inteligencia nutricional que nos hace capaces de identificar los que tienen más nutrientes y energía, los que van a producirnos mayor saciedad.
En este caso, podemos elegir mejor, pero parece que el sistema intuitivo se nos bloquea cuando lo que tenemos delante son alimentos de diseño (como vimos en Jaque al gusto: cómo alteran nuestro paladar los ultraprocesados). El segundo obstáculo es que nuestras elecciones alimentarias están totalmente condicionadas por factores sociales, culturales, familiares o económicos de los que ya hablamos en Quien quiere, no puede: por qué la obesidad se ceba en los más pobres o en Precarios y con sobrepeso: así aumenta el riesgo de obesidad.
Elecciones supeditadas a un ambiente obesogénico que nos incita a comer en cualquier circunstancia y pone al alcance de la mano los alimentos más perjudiciales para nuestra salud estemos donde estemos -desde entornos escolares o laborales a centros sanitarios- mientras dificulta el acceso a alimentos saludables. Un entorno que busca hacer estallar nuestro sistema de control de la ingesta o las señales de hambre y de saciedad con publicidad y localización ubicua de alimentos extremadamente palatables, atractivos y placenteros que nos ponen muy difícil parar de comer: ¿Quién no ha dicho “esta es la última patata que me como, en serio” antes de acabarse la bolsa entera? No es una cuestión de voluntad (y la industria ha llegado a jactarse de ello).
La evidencia científica robusta sobre este nuevo paradigma de alimentación intuitiva es escasa y nos habla de un éxito limitado, si es que lo hay, porque choca contra la realidad cuando se traslada de la teoría a la práctica (como ejemplo, estas revisiones sistemáticas 1, 2 ,3). Haz la prueba: si ahora mismo te apetece comer algo, ¿qué puedes conseguir de forma fácil y rápida? ¿El cuerpo “te pide” chocolate? Es infinitamente más probable que sea tu cabeza la que “te pide”, y no que tu cuerpo te esté enviando señales fisiológicas de que necesita manteca de cacao o flavanoles con urgencia.
Sigue a El Comidista en TikTok, Instagram, X, Facebook o Youtube.