Los molletes que conquistan la alta cocina
El malagueño Pedro Heras elabora cada día en Obrador Máximo 1.500 panecillos que se sirven en hoteles de lujo y reconocidos restaurantes de toda España, pero también en los bares de su pueblo, Benaoján
Cuando los mira, sus ojos echan chiribitas. Cuando los acaricia, alucina con su corteza crujiente y su esponjosa miga, que parece un laberinto de cristal. Cuando los prueba, confirma lo que ya sabía. “Han salido perfectos”, dice el malagueño Pedro Heras, de 35 años, mientras saca del horno los últimos molletes del día. Son la diez de la mañana y este panadero tiene ya prácticamente listos los 1.600 que elabora a diario. Los hace, de madrugada, en un humilde horno de Benaoján, pueblo blanco malagueño escondido en la Serranía de Ronda. Desde allí, este milagro a base de harina, agua, levadura, sal y masa madre viaja hacia cocinas de hoteles de lujo, conocidos restaurantes y afortunados particulares de toda España. “Es excepcional por la calidad de la masa, la humedad, su crujiente, su fragilidad. Es, sin duda, uno de los grandes productos de la sierra”, confirma Benito Gómez, chef con dos estrellas Michelin en Bardal (Ronda) y que los sirve en su otro restaurante rondeño, Tragatá, con panceta adobada, col, mayonesa de chipotle y cilantro (6,50 euros).
Los molletes del Obrador Máximo son el orgullo de Benaoján, nombre que se cree viene de una palabra árabe que significa, precisamente, “casa del panadero”. En todos los restaurantes y cafeterías del pueblo los sirven a la hora de desayunar. En uno de ellos, el bar El Encuentro, el propio Heras acude con frecuencia a saborear su obra con panceta Mariano, huevo frito, cebolla caramelizada y alioli (4 euros, café incluido). Suele ser su único descanso, sobre las seis y media de la mañana, cuando ya lleva tres horas en la panadería y los panecillos afrontan su segunda fermentación. “Esto es un trabajazo. Es muy jodido porque todo se hace a mano, menos la masa”, explica Heras de vuelta en la panadería mientras su teléfono echa fuego. No para de recibir llamadas y mensajes de clientes con nuevas peticiones. En su Whatsapp aparecen nombres como los del chef José Andrés y pedidos como los 10.000 molletes que este año surtirán al Mutua Madrid Open de tenis, en Madrid. “La demanda es tan alta que yo solo hago molletes”, subraya el panadero. El resto del equipo, su padre —Pedro Heras— y el panadero Miguel Ángel Villalba, también elaboran otros panes de cuarto o medio kilo, además de tortas de chicharrones.
Los molletes son unos panecillos de origen árabe, pero la exitosa receta de los que preparan en el Obrador Máximo nació en 1892 de la mano de la tatarabuela de Heras, Isabel Gil, que entonces trabajaba en una panadería a cambio de una pieza de pan al día. Su bisabuelo Máximo decidió más tarde fundar —hace alrededor de un siglo— un negocio propio, que desde entonces ha pasado de generación en generación. La transmisión familiar estuvo a punto de finalizar porque Heras no estaba destinado a esta profesión: su padre siempre lo quiso lejos del horno. Flirteó con Económicas en Granada y Marketing Internacional en Málaga, pero finalmente acabó, de vuelta al pueblo, en el bar de su prima. Su dominio del inglés le llevó al cercano hotel Molino del Santo. Hasta que hace una década retomó la senda familiar cuando su entonces novia, hoy mujer, Sandra Gamero, tuvo que dejar su trabajo. “Decidimos reforzar la panadería con una línea de dulces, porque a ella se le dan de escándalo”, recuerda.
Aquella aventura les llevó a probar multitud de recetas, como las galletas de coco y mantequilla o distintas tartas. Unas iban mejor y otras peor, pero con el tiempo reconoció que el producto que realmente funcionaba en la panadería eran aquellos molletes que elaboraban —y elaboran— su padre y el panadero Villalba, que lleva con ellos toda la vida. Quiso aprender a hacerlos y no fue fácil. “Estuve nueve meses trabajando mañana y noche para conocer sus secretos, a diario. Fue duro: en ese tiempo quemé muchos, en otros la masa no subía o subía demasiado… Hasta que entendí que había que ser paciente, dejar la masa fermentar” relata. El dominio del tiempo es clave para unos molletes que llevan una hidratación superior al 85% (es decir, casi la misma cantidad de agua que harina. Con ello consigue una masa “alveolada y liviana” que los distancia de otros tradicionales como los de Écija (Sevilla), Espera (Cádiz) o Antequera (Málaga), los únicos con Indicación Geográfica Protegida, obtenida en 2020.
Heras sabía que su producto funcionaría más allá de Benaoján, pero no podía esperar que sus clientes fueran hasta el pueblo, con poco turismo. Así que trazó un plan. Primero, los dio a conocer al director de Gurmé Málaga y fundador del #comandomollete, Carlos Mateos. Este quedó sorprendido y habló tan bien de ellos que la venta a distancia se disparó. Ya nunca bajó y los molletes del Obrador Máximo llenan cada día media furgoneta del repartidor de MRW que los recoge para distribuirlos por toda España. Llegan en menos de 24 horas en dos formatos: mediano y pequeño. Sus destinos son hoteles, restaurantes, cafeterías y particulares de toda España. De la cadena hotelera Only You en Málaga y Sevilla al restaurante Aleia (Barcelona, 1 estrella Michelín) o la XL Taberna de Zumaia (Bilbao), así como la taberna Recreo, en Madrid, donde también tiene presencia en los restaurantes del Grupo Larrumba o Grupo Carbón.
“Los molletes de Pedro son completamente únicos”, confirma el chef Daniel Carnero, que los sirve con steak tartar con pepinillos, chips, yema de huevo (21 euros) en La Cosmo y con atún en tartar, parmesano y mahonesa de pisto (24 euros) en La Cosmopolita. “Son súper crujientes por fuera y aéreos por dentro. Y eso es lo que creo que les hace tener la fama que tienen”, asegura Carnero. “Están riquísimos y, además, no son nada pesados. Para nosotros es una de las claves”, añade José María Alba, propietario del restaurante Berebere, en Torre del Mar, donde sirven los molletes del Obrador Máximo con atún de Gadira, papada de jamón Joselito, cebolla, brotes verdes y una mayonesa picante (10 euros). “La combinación funciona muy bien: es uno de los platos que más sale”, indica Alba.
Eso sí, nada como disfrutar de los molletes en su casa —Benaoján— y en formato original —el más grande, XXL—. Solo se vende en el despacho de la panadería, pero la demanda es tan alta que a veces la producción vuela antes de que amanezca, por lo que hay que encargarlos con tiempo; y en los bares y restaurantes locales, donde los sirven ya sea con manteca colorá, carne mechá o aceite.
Un proceso a base de palmas y cepillos
Cada madrugada, Pedro Heras agarra 80 kilos de harina —procedente de las localidades malagueñas de Pizarra y Coín, así como de La Rambla, en Córdoba— y le añade “mucha agua” además de masa madre, sal y levadura. Los ingredientes se mezclan durante más de media hora en la amasadora —la única máquina en todo el proceso— hasta generar una masa sorprendentemente elástica. El panadero extrae de ella pequeños trozos que deja fermentar alrededor de 45 minutos cubiertos de harina. Luego los palmea —para eliminar esa harina sobrante— y les deja después otras dos horas de fermentación, tiempo que varía según el clima y el viento que corra en el pueblo. Con burbujas a punto de romper y una densidad gelatinosa, los molletes pasan al horno diez minutos a alta temperatura. “Como tiene mucha agua, la masa necesita mucho calor para subir y poco tiempo para que no se tueste demasiado”, indica Heras. Su madre, Marisol Aguilar, es la encargada junto a Sandra Gamero del toque final: un rápido cepillado para quitar los restos de harina. Es un gesto veloz que hacen como autómatas, habilidad adquirida tras limpiar miles de molletes durante años. Tras el envasado, también manual, quedan listos para viajar a toda España.
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