Consagrarse a la gilda, la nueva tendencia en bares (y clubes nocturnos)
La Gildería y Doble y Gilda, en Madrid, o Bar Gilda, en Zaragoza, son algunos de los bares en los que se rinde pleitesía a este pincho cuyo auge en los últimos años ha ido de la mano del resurgir del vermouth
Ahorrémonos las presentaciones. Insustituible en innumerables bares y restaurantes, la gilda no la necesita, aunque sí que le hacía falta algo de mimo, como antes se le dio a otras elaboraciones icónicas como las croquetas o la tortilla de patata. Al menos eso es lo que creen quienes, en los últimos años, han decidido reivindicarla y hacerla protagonista de sus locales. “Si no hubiera sido un bar en torno a la gilda y los vinagrillos, no hubiéramos abierto nada en hostelería”, cuenta Cristina Bonaga, de 34 años y dedicada, antes, al marketing digital. Ella y Yahaira Maravé, de 37 años y dj, han revolucionado la hora del aperitivo en La Latina con La Gildería, donde un sábado o domingo cualquiera venden alrededor de 500 gildas. “No esperábamos que funcionara tan bien y que se creara este impacto alrededor de La Gildería que generara abrir un proyecto más ambicioso como Gilda Haus”, añade Bonaga, sobre su segundo local al que se han lanzado junto con otros dos socios y en el que gildas y otros vinagrillos se toman hasta altas horas de la madrugada junto a tragos, mientras suena de fondo música electrónica.
“La Gildería fue una apuesta para dignificar este pincho tan rico que siempre se veía en recipientes llenos de aceite de oliva o girasol con todas las gildas ahí metidas”, argumenta Bonaga. Ellas las elaboran diariamente con “producto nacional” como la piparra vasca, la aceituna manzanilla y la anchoa cántabra y aseguran que, pese a parecer una eleboración sencilla a simple vista por sus pocos ingredientes, su complejidad reside en encontrar el equilibrio. “Estuvimos mucho tiempo para encontrar una anchoa rica porque no queríamos que la gilda clásica tuviera un precio muy alto”, dice Bonaga, como ejemplo del trabajo previo de búsqueda de ingredientes. Para ella y su socia la perfección pasa, además de por unos ingredientes de calidad, porque el pincho “tenga ligero sabor a vinagre, que sea untuoso, un bocado fino con el punto de sal justo. Que en la mordida, los elementos tengan sentido”. En total ellas sirven alrededor de 13 variedades de gildas, elaboradas en el establecimiento a excepción de tres referencias que adquieren directamente a la fábrica madrileña Bombas, lagartos y cohetes. A los ingredientes que insertan uno a uno en el palillo, le añaden “aderezo secreto que le da bastante sabor y unas gotas de aceite de oliva virgen extra”.
La búsqueda de la armonía en el bocado es también lo que más les ha costado conseguir a Fátima Martín y Emilio Hernández, pareja y propietarios de Doble y Gilda. Ellos tuvieron claro desde el principio que su salida del mundo laboral por cuenta ajena iría de la mano de los vinagrillos, en concreto de la gilda, “que nunca faltaba en las reuniones familiares y con amigos”, explica Martín, de orígenes vascos. Hace un año y medio comenzaron exclusivamente con una tienda dedicada a la venta de encurtidos que rápidamente transformaron en un bar —mudanza mediante— ante las peticiones de los clientes de poder tomarse un pincho y un vermú en el local. Ahora, en su barra, lucen nueve pinchos distintos. La clásica gilda de anchoa —”gilda solo hay una”, incide Martín—, la elaboran en formato doble con anchoas de Casa Santoña que ellos mismos terminan de desespinar, piparra “crujiente y no avinagrada” y aceituna gordal de Trilujo, en Campo Real. Después está la versión con boquerón, con anchoa y huevo de codorniz, la vegetal —con alcachofa, ajo dulce y tomate seco—, la de queso de oveja, o la de cecina y queso. Todas con precios que van desde los 2 hasta los 3,50 euros. “Hemos hecho 1.000 pruebas hasta conseguir el equilibrio”, dice Martín, que antes se dedicaba al sector hotelero y ahora habla con soltura y conocimiento del mundo del bocarte. “El que desova en primavera es el bueno y es distinto del que desova en septiembre”. Sus propias manos son las que montan uno a uno los pinchos a excepción del de cecina, que adquieren a Artesanos del molino. Después las conservan en aceite de girasol “porque el aceite de oliva se granula con el frío y te cambia el sabor”. Además de servir a otros negocios de hostelería y restauración y tener su propio servicio de catering, en el local, un sábado cualquiera, despachan entre pedidos para llevar y consumiciones en barra alrededor de 400 unidades.
Antes de que su consumo volviera a resurgir con fuerza hace unos años, “el vermouth real se había denostado”, opina Pablo Chueca, de 40 años, sobre lo ocurrido en su ciudad, Zaragoza. Allí, donde las barras habían sido tomadas, explica, por los fritos, abrió hace ocho años junto a otra socia el Bar Gilda, donde ofrece, además de las variedades clásicas, opciones veganas como una con “noquerón”, un falso boquerón hecho con calabacín; la del huerto, con berenjena; o el pepinillo relleno de “no atún”. “La aceituna gordal la traemos de Aragón, las piparras de Euskadi, con sello, y las anchoas, del Cantábrico, cuando más cerca de Santona mejor”, señala Chueca, quien antes fue electricista industrial y carpintero y ahora, un lunes cualquiera, junto a su compañero Sergio García, monta y cuenta gildas una a una antes de abrir, con el añadido de que abre una a una las aceitunas para introducir dentro de ellas los otros dos ingredientes que componen el pincho tradicional, de manera que formen un solo bocado. “No es que inventáramos servirlo así, pero nos parecía una buena forma de tener siempre en la boca los tres a la vez”, comenta. Como aderezo, en este local conocido por los pinchos de jamón y chorizo batido, se utiliza el aceite de oliva y un vinagre que ellos mismos elaboran con chordón “la frambuesa silvestre del Moncayo”, tratando de usar lo máximo posible el producto de proximidad.
Tendencia, puesta en valor o redescubrimiento en algunas ciudades, hay otros lugares donde la gilda nunca ha dejado de estar en las barras y donde existen, desde hace mucho, establecimientos dedicados en exclusiva a este aperitivo (y sus variantes) cuyo origen se remonta a los años cuarenta y se sitúa, según la Cofradía de la Gilda y el Pintxo, en el bar donostiarra Casa Vallés. Así es en Burgos, donde negocios como la Bodeguilla de Santa Clara o el bar Gilda Ecu ensalzan los vinagrillos, dando lugar a creaciones autóctonas como la “gilda burgalesa” o el “capataz”. “La primera lleva pepinillo, una piparra, aceituna, anchoa y otra aceituna. El segundo se hace con aceituna, piparra, anchoa, navaja en conserva, pepinillo, mejillón y otra aceituna”, detalla Oscar Sáez, propietario del Gilda Ecu. En 2015 se hizo con la propiedad de un bar que ya era de encurtidos y decidió seguir con la oferta, eso sí, renovando sus pinchos, de los que vende alrededor de 500 diarios. Él los monta a partir de mejillones y navajas gallegos, anchoa de Laredo —”carnosa, muy limpia y nada salada”— o pepinillos que previamente pasa por agua para quitarles el exceso de vinagre. Y en el vaso o la copa, cerveza, vino, vermotuh o “un marianito”, el aperitivo por excelencia del norte.
Bocado perfecto para abrir el apetito antes de comer, según algunos cocineros, en Gilda Haus, el reinado de la gilda se alarga hasta la madrugada. “Está siempre disponible hasta las 3:30 horas”, comenta Cristina Bonaga, una de las socias del local junto a su compañera en La Gildería, Yahaira Maravé; Daniel Montanez, de Macera Taller Bar; y el gestor gastronómico Paco Cruz. En el club, se mezclan música, copas y gildas que aquí se sirven en formato doble y en cuyas variaciones se ha innovado, introduciendo, por ejemplo, versiones con carne —por ejemplo, pastrami— y con un abordaje “más vanguardista” como introducir un jalapeño confitado. Pero los vinagrillos van más allá del palillo. Todo ello acompañado de vermouth, combinados y una carta de cócteles diseñada por la coctelería Marrufo. La gilda, reina de las tabernas más castizas, de restaurantes y ahora también, del bar de copas a ritmo de música electrónica.
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