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A Gusto
Columna
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Por qué La Tagliatella es mejor restaurante que elBulli

Trabajar por amor al arte y trabajar por dinero son dos extremos de una misma calle. Uno tiene que saber quién es y decidir en qué número de esa calle quiere plantar la bandera

gastronomía
Por qué La Tagliatella es mejor restaurante que elBulliFERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Hace un par de días tuve una conversación interesante en Twitter con un compañero del gremio de la hostelería, uno de esos ratos buenos en nuestras redes sociales tan de caña y carajillo, que terminan con un “aguántame el cubata”.

Como todo el mundo sabe, toda charla con un hostelero nace de un lloro. Pocos gremios subliman con tanta perfección ese síndrome tan masculino del ser incapaz de vivir con temple y dignidad un resfriado común: quien haya convivido con un macho humano no deconstruído sabe que un hombre convencional no se resfría; un hombre pasa de ser el puto amo a aullar como un tuberculoso al borde de la muerte por neumonía con 37 de fiebre. El hostelero medio no habla, el hostelero medio o alardea o llora.

Y es curioso, porque en este caso concreto el lloro venía de alguien a quien, en mi opinión, le sobran los motivos para alardear.

“A diferencia del resto, en mi sector cada escalón de calidad que subes lo bajas de rentabilidad. Encuentro acojonante que esto esté normalizado.”, empezaba. Y seguía con un: “Encontramos normal que, por ejemplo, una Tagliatella gane mil veces más que un gran restaurante del país. Y esto no debería ser así, creo.”

“Si me aguantas el cubata te hago un artículo titulado Por qué La Tagliatella es mejor restaurante que elBulli”, respondí. Así que aquí estoy.

Aguántenme el cubata.

Tres son los grandes mantras que debería grabarse a fuego en el pecho cualquier empresario del gremio hostelero que quisiese ganarse la vida con un restaurante. Tres son los principios que sostienen el taburete de tres patas que es un restaurante viable económicamente.

El primero, acuñado por el magnate de uno de los más importantes imperios hosteleros de todos los tiempos, Conrad Hilton, reza que las tres claves del éxito en una empresa de hostelería son “location, location, location”, es decir, ubicación, ubicación y ubicación. Lleva el chiringuito allí donde están tus clientes, seas un hotel en Punta Cana, una churrería a la salida de una discoteca, o un restaurante de comida rápida en un centro comercial.

El segundo principio es tan simple y evidente como gastar menos de lo que se ingresa. Un restaurante no vive de la facturación, sino del margen: de la diferencia entre lo que entra en la caja y lo que sale, y en muchos casos trabajar más no significa ganar más, sino todo lo contrario. Por obvio que esto parezca, hay muchísimos restaurantes en este país que parecen no tenerlo claro, y obsesionados con estar abiertos el máximo tiempo posible para poder facturar desde el primer café de la mañana hasta el último gin-tonic de la noche, se olvidan de que igual hay franjas horarias en las que la suma de las horas del personal y las facturas de luz, agua y gas es mucho mayor que el precio de los cuatro cafés o los cuatro combinados que van a venderse; o de que a veces poner una sola mesa más en el comedor significa contratar un camarero y un cocinero adicionales para no hacer peligrar la fluidez del total del servicio de comidas o cenas. A la pregunta de si un restaurante puede vivir pagando un alquiler de 5.000 euros mensuales, la respuesta sólo puede ser “depende. Si factura 50.000, eso no es ningún problema.”

El tercer principio vale tanto para captar dinero del cliente de a pie, como millones de grandes fondos de inversión, como para ser un buen amigo: hay que ser fiable, regular, digno de confianza, cumplir lo que se promete de forma sostenida en el tiempo. En otras palabras: ofrecer el mínimo riesgo posible. Cuando oímos decir que los restaurantes viven del boca-oreja, de lo que hablamos es de su capacidad de cumplir en la segunda, la tercera y la enésima visita, no en la primera; de estar a la altura del cliente que da la cara por ti cuando sale un día satisfecho de tu local y al llegar a casa se lo cuenta al cuñado: “Ve un día, porque te encantará”. Si el restaurante falla en esa segunda visita, no es sólo su credibilidad como empresa la que se pondrá en duda, sino también la del primer cliente delante del cuñado. Y eso no se perdona.

La clave del éxito de La Tagliatella como modelo de negocio está en seguir esos preceptos a rajatabla: se planta allí donde se aglomeran sus clientes, los centros comerciales; ama al margen por encima de todas las cosas, la pasta y la pizza son básicamente harina y agua, y es capaz de convencer a sus clientes de que vale la pena pagar 15 euros por un plato lleno de ellos; y es fiable, cumple exactamente con lo que promete, siempre de la misma forma, en todos y cada uno de sus locales y a través del tiempo.

Todos los principios anteriores, en cambio, se los saltó Adrià a la torera: su chiringuito estaba donde Cristo perdió el mechero, de camino a ninguna parte; su cuenta de resultados sonaba a Simba riéndose en la cara del peligro (el único margen a medir en ese comedor, entre suministros, horas de personal y producto, era la separación entre las mesas y las paredes). Y en lo que respecta al riesgo, hay poco que decir: adentrarse en territorios que nadie ha explorado antes da bastantes papeletas para ser el primero en ser devorado por un tigre o caer por un acantilado. El mejor restaurante de todos los tiempos no vivía de dar de comer; Adrià ha explicado en mil y una ocasiones que elBulli como restaurante no era rentable.

Si un restaurante es una empresa que genera beneficios dando de comer a sus clientes, La Tagliatella, y no El Bulli, es el modelo de éxito. Si a esta ecuación quisiéramos añadir como condición que la comida servida sea sabrosa, con personalidad y tenga algún tipo de vinculación con la tradición culinaria local, toda mi vida he pensado que el modelo de negocio más brillante que haya dado nunca nuestro país es el del asador de pollos.

El compañero que lloraba por no haberse hecho rico con su restaurante lleva un negocio que tiene más de cinco décadas de historia de rentabilidad y éxito a sus espaldas. Paga sus facturas, tanto a proveedores como a trabajadores, sirve comida de la que se siente orgulloso y ofrece una atención amable y profesional a una clientela que le es fiel y que incluye gente de diferentes generaciones. Sábados y domingos, desde el confinamiento, tiene una línea de negocio paralela de pollos asados en brasa de carbón para llevar.

Es un tipo inteligente. Sabe perfectamente lo que tendría que hacer para trabajar menos y ganar más, y probablemente sería tan sencillo como cerrar el restaurante y dedicarse simplemente a los pollos, idea de negocio que además es fácilmente escalable y franquiciable, o venderlo todo, liarse la manta a la cabeza y comprar tres Tagliatellas. Lo que no sé es si haciéndolo seguiría gozando tanto de lo que hace, ni si seguiría estando tan orgulloso como está de dar la cara por su garito y por los platos que se sirven en él. Todo en la vida tiene un precio, sobre todo el dinero.

Trabajar por amor al arte y trabajar por dinero son dos extremos de una misma calle. Uno tiene que saber quién es, decidir en qué número de esa calle quiere plantar la bandera, tener claros cuáles son los motivos por los que hace lo que hace, y medir su éxito en base a ellos, a sus propios criterios. Como dice una buena amiga mía, no se puede comer sopa y pollo frito en una misma cucharada sin acabar armando un cristo de tres pares de narices.

Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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