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FunerArte, la asociación que quiere que vayas más al cementerio: “¡Son museos al aire libre!”

Ainara Ariztoy y Paloma Contreras son las fundadoras de un proyecto que pretende acercar las biografías, la historia y el arte que guardan los camposantos, esos lugares que la mayoría ya solo pisa cada 1 de noviembre

Paloma Contreras (izquierda) y Ainara Ariztoy, de la asociación FunerArte, en el cementerio de San Justo, en Madrid.
Paloma Contreras (izquierda) y Ainara Ariztoy, de la asociación FunerArte, en el cementerio de San Justo, en Madrid.Mario Bermudo

¿Alguna vez se ha preguntado por qué en los cementerios se plantan cipreses? Hay que acudir a la mitología griega, como en tantas otras ocasiones: Cipariso era un apuesto joven que se convirtió en amante de Apolo. Como muestra de su amor, el dios le regaló un bellísimo ciervo que se convirtió en su fiel compañero, y al que Cipariso adornaba con oro y collares de piedras preciosas. Apolo también regaló a ese encantador joven una jabalina y, un mal día, por error, confundiéndolo con otro animal, mató a su querido ciervo. El dolor por aquella pérdida fortuita fue tan intenso que Cipariso quiso llorar a su ciervo para siempre y, conmovido, el dios le convirtió en árbol, en ciprés, para que pudiera llorar eternamente a su ciervo y a todos los que vinieran después.

“Esa es la leyenda bonita, claro, la realidad es que el ciprés es un árbol muy práctico, porque su raíz crece en vertical, y no se expande, así que lo puedes plantar sin miedo a que termine levantando todas las tumbas a su alrededor. Además, puede vivir 1.000 años, su color es de un verde oscuro y sobrio que no destaca sobre la piedra, y es tan esbelto que te hace mirar hacia el cielo, lo cual es muy cementerial”. Quien explica esto es Ainara Ariztoy, fundadora, junto a Paloma Contreras, de FunerArte, una asociación que pretende acercar las biografías, la historia y el arte que guardan estos museos al aire libre que son los cementerios a la gente que ya solo los pisa cada 1 de noviembre, o ni eso. Lo hacen mediante visitas guiadas temáticas a distintos camposantos, unas rutas con títulos tan evocadores como El último escenario —centrada en las figuras del teatro y la farándula del siglo XIX y principios del XX— o Aquellas admirables señoras —un repaso a mujeres excelentes enterradas en el cementerio de San Justo—.

Estas “rescatadoras del olvido”, como les gusta denominarse, nos citan precisamente en el madrileño Sacramental de San Justo, una laberíntica necrópolis en la que es fácil perderse si no tienes claro hacia dónde vas: “Vamos a ver a Sara, que está aquí mismo”, dice resuelta Contreras, café en mano, nada más llegar al punto de encuentro. Se refiere a doña Sara Montiel, cuya última residencia es casi tan opulenta como aquellas que en vida mostró con orgullo en las revistas del corazón. Una lápida blanca, blanquísima, con su rostro (de joven, claro) cincelado en mármol, donde reposa con vistas a todo el skyline madrileño. Casi nada. “Fíjate que no pone nada más que Sara Montiel, ni año de nacimiento ni año de defunción, para que no podamos saber su edad... coqueta hasta el final”, bromea Contreras.

Si a lo lejos tenemos la bulliciosa ciudad de los vivos, dentro de esta ciudad de los muertos se respira calma y tranquilidad, que no silencio: “Este es el único cementerio de Madrid que tiene hilo musical”, apunta Ariztoy cuando reparo en que nuestro paseo se acompaña de música clásica. “Y ahí tienes un Benlliure”, señala Contreras, “por eso hablamos de museos al aire libre, piensa que muchos grandes escultores y arquitectos, al principio de sus carreras, recibieron encargos e hicieron arte funerario, así que en muchos cementerios te encuentras este tipo de sorpresas”. No solo esculturas y pequeñas joyas arquitectónicas: entre los ilustres de San Justo se encuentra a los escritores Mariano José de Larra o José de Espronceda, a los compositores Federico Chueca o Ruperto Chapí, al médico Gregorio Marañón, a la madre de Federico García Lorca, Vicenta, tan influyente en la vida y la obra del poeta, o al periodista Ramón Gómez de la Serna.

Pero existen otras personas ilustres, especialmente mujeres, cuyos nombres no se destacan en las guías oficiales. Ese es también parte del trabajo de FunerArte: el de documentar y rastrear aquellas vidas que apenas son apéndices de la Historia, empezando por su final. “Aquí tenemos a María Bernaldo de Quirós (1898-1983), la primera mujer española en conseguir el título de piloto de aeroplano; a Rosario Pi (1899-1967), considerada la primera directora de cine sonoro quien, además, se trajo la patente de la Vespa a España; y también a María Brey (1910-1995), bibliotecaria y bibliófila, que tuvo un papel fundamental durante la Guerra Civil a la hora de salvaguardar libros”, relata Contreras. ¿Por qué lo hacen? “Siempre digo que lo que hacemos es ganarle la batalla al olvido. Esa es la verdadera muerte, que nadie se acuerde nunca más de ti”, señala su compañera de aventuras fúnebres.

No llores por lo perdido

Bastan 15 minutos de ruta con estas dos mujeres para darse cuenta de que esto no va sobre los muertos, va sobre los vivos. Lo explican a la perfección frente al imponente panteón de la familia Lara, los que fueran dueños del madrileño Teatro Lara: “Este panteón es una copia de otro de otra importante familia. Antes esto era así, como quien pedía al amigo el contacto de su sastre: ‘Oye, me gusta tu panteón, quiero uno igual”, apunta Contreras. “Es que el ego decimonónico era una cosa muy bestia”, señala entre risas Ariztoy, “porque viene a decir: ‘Yo estuve aquí, fui importante, y tuve mucho dinero’. Y dos siglos más tarde estamos aquí sentadas sabiendo que esta persona tenía mucho dinero porque tiene una sepultura enorme”.

Se suele decir que la muerte nos iguala a todos, pero cualquier cementerio demuestra que esto no es exactamente así: “Anda que no hay diferencias de clase en el mundo de los muertos”, explica Contreras. Esto va desde escribir en la tumba las profesiones importantes, y solo las importantes —los camposantos están llenos de arquitectos y médicos, las profesiones de mayor categoría social en el XIX—, hasta la posición y el lugar que se ocupa en las atestadas necrópolis. “Al principio, los cementerios no eran así, sino que eran patios y la gente de dinero era enterrada en nichos”, relata esta experta. Cuanto mayor era el estatus y el capital, más arriba se enterraba al muerto, porque así estaba más cerca del cielo. “La duquesa de Alba, aquella que pintó Goya, es un ejemplo de esta tendencia: está en el nicho más alto, en el Sacramental de San Isidro”. De hecho, para que cupiera en tan pequeño espacio, a María Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo, XIII duquesa de Alba, tuvieron que serrarle los pies. Estas posiciones de los nichos tienen también un nombre: “A ras del suelo se llaman ‘de rezo’, porque te arrodillas para rezar. Los que quedan a la altura del torso se llaman ‘de corazón’. Y los de arriba, ‘de cielo’, porque tienes que mirar hacia arriba y están, en teoría, más cerca de Dios. Curiosamente, hoy son los más baratos, porque tienes que llamar al enterrador para poder limpiarlo o para ponerle flores”.

En el centro de los patios era donde estaba la fosa común: “Pero entonces llegó el XIX... y el afrancesamiento”, cuentan estas dos mujeres. Al principio, lo que se construía no eran panteones, sino capillas: “Tiene sentido, daba cierta intimidad, y permitía velar a los muertos guarecidos de las inclemencias del tiempo, pero también se convirtió en un símbolo del poder que habías tenido en vida”. Puedes desconocer el apellido que aparece en el dintel de un espectacular panteón familiar, pero puedes intuir a qué tipo de persona perteneció: “Este tipo de monumentos no están hechos para los enterrados. Son para que quien venga de visita se quede anonadado y diga, ‘¡Oh, pedazo de panteón! ¿Quién será este señor o esta señora tan importante?’. Una vez más, es querer trascender a la propia muerte”, explica Ariztoy.

La cosa cambió con el cambio de siglo. Los cementerios dejaron de ser espacios ajardinados, de paseo y recreo, donde muchas personas iban, incluso, a merendar: “En el siglo XX, la muerte se transforma, porque los cementerios empiezan a llenarse de gente que no debía, al menos todavía, estar ahí”. En Europa, sucede con la Primera Guerra Mundial y también con la mal llamada gripe española. En España, con la Guerra Civil: “La gente empieza a enterrar, de forma masiva, a quien no tocaba. Madres entierran a hijos o hermanas a hermanos. Este mismo cementerio en el que estamos fue bombardeado, porque se sabía que la gente se metía en los nichos de abajo para protegerse de las bombas”, recuerda Contreras. Durante y después de la guerra, ya no había dinero para construir grandes monumentos y se volvió al ya devaluado nicho.

El Cementerio de San Justo, en Madrid.
El Cementerio de San Justo, en Madrid.Mario Bermudo

“Ya nadie se construye un panteón”, señala Ariztoy, con cierta melancolía, “porque ya nadie piensa en cómo se va a enterrar. Nadie quiere pensar en la muerte”. Las dos mujeres comparten este pensamiento, y deambulan sobre él a lo largo de toda la charla: “Es porque nos da miedo, claro está, y porque nos obsesiona la idea de vivir 100 años, que está muy bien, pero el hecho de no hablar sobre la muerte no significa que no nos vayamos a morir”.

Contreras considera que es una lástima que estos espacios “gratuitos, hermosos, llenos de paz y cargados de historia y curiosidades” no sean más visitados por la gente a causa de miedos y malos rollos: “La muerte es también parte de la vida. Deberíamos aceptar que una cosa no existe sin la otra”. Concluye Ariztoy, a la sombra de un ciprés y sentada sobre la tumba de un importante señor decimonónico que, por respeto a sus familiares vivos, esta periodista no nombrará: “Esto lo explicó muy bien Antonio Machado: ‘La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos’. O en palabras de mi abuela: que la muerte me pille vividita”.

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